La Vida Religiosa como Aventura - Albert Di Ianni
La Vida Religiosa como Aventura ¿Renovación, Refundación o Reforma?
Religious Life as Adventure
Renewal, Refounding or Reform?
Alba House, New York, 1994
Society of St. Paul, 2187 Victory Blvd., Staten Island, New York 10314, USA
Dirección del Autor:
Our Lady of Victories Church
Marist Fathers
27 Isabella Street
BOSTON, MA 02116
El autor ha sido vicario general de su congregación y provincial en EEUU
Indice
Introducción p.1
Cap. 1 Vida Religiosa y Religión p.7
Cap. 2 Vida Religiosa y Modernidad p.15
La Ilustración y la redefinición de la Vida Religiosa p.17
La secularización y la vuelta a la Religión p.19
Cap. 3 Vocaciones y Laicización de la Vida Religiosa p.23
Cap. 4 El Celibato, las Catedrales y la Sicología moderna p.31
La sexualidad, una dimensión fundamental p.34
Celibato y Sicología moderna p.35
Después de Freud p.38
Cap. 5 Fe y Justicia: Delicado Equilibrio p.41
Cap. 6 Comunidades obstinadamente religiosas p.51
¿Una nueva forma de Vida Religiosa? p.53
Análisis de un caso: la comunidad primitiva marista p.55
Jesús y María activos en el mundo p.56
Confianza mutua y colaboración p.58
Comunidades obstinadamente religiosas p.60
Cap. 7 Visión y Liderazgo religioso p.63
La necesidad de visión en los líderes religiosos p.63
Visión para los religiosos en la pastoral parroquial p.64
Visión como capacidad de ‘enfoque’ p.70
Visión, estímulo para la excelencia p.71
Cap. 8 Vocaciones Religiosas: Nuevos Signos p.73
Nuevos signos de los tiempos p.74
Metas explícitamente religiosas p.75
Vida de Comunidad y solidaridad comunitaria intensas p.76
Pasión por evangelización explícita y universal p.78
Breve juicio sobre los nuevos fenómenos p.79
El paradigma del vuelco hacia la espiritualidad p.80
Integración de la consagración y la misión p.81
Signos de esperanza para el futuro p.82
Introducción
Un miembro de mi comunidad religiosa, íntimo amigo y poeta por naturaleza, me hizo notar una vez que no veríamos aumentar las vocaciones mientras la vida religiosa no volviera a ser vivida nuevamente como una aventura espiritual. Tiene que volver a arrebatarnos un sueño, tiene que volver a fascinarnos una visión y a apasionarnos una búsqueda. Tenemos que volver a escuchar un mensaje que se nos dice en lo más hondo del corazón. Sólo eso reavivará en nosotros la audacia, la voluntad de consagrarnos de por vida y no mirar nunca para atrás. La experiencia de la vida religiosa se desvirtúa hasta la insipidez burguesa cuando se configura según los mismos instintos utilitarios de un mundo inclinado a fomentar los más bajos deseos del común denominador. La vida religiosa deja de apasionar cuando está demasiado pegada a la tierra. A través de este libro deseo contribuir a reencender el asombro y la poesía, para que la vida religiosa recobre su divina atracción como forma especial de amor a Cristo y a los que Él desea salvar.
La renovación de la vida consagrada que se ha llevado a cabo desde el Vaticano II, tiene aspectos culturales y políticos tanto como aspectos religiosos. Desde el punto de vista político un lector de la Democracia en América, de Tocqueville, podría interpretarla como un paso de la aristocracia a la democracia. La vida religiosa norteamericana tiene profundas raíces en Europa. En su viaje a través del Atlántico ha preservado ciertos elementos de un estilo proveniente de la aristocracia europea. En tanto que los religiosos de una época anterior servían diligentemente a los pobres de una Iglesia de inmigrantes, su formación les había enseñado también a mantenerse a distancia del mundo y a entregarse a una especie de cultivo elegante de la búsqueda de la perfección. A veces la espiritualidad podía tomar la forma de gran introspección y de un cuidado especial por "la hermosura del alma".
Por otra parte, la cultura aristocrática tiene, ciertamente, sus rasgos positivos, como por ejemplo el sentido de la auto-estima, de la dignidad personal, del porte agraciado, y del esfuerzo por la excelencia. De hecho, si los miembros de las congregaciones religiosas, examinamos nuestra vida, la mayoría de nosotros encontrará que fuimos atraídos a la vida religiosa por algún aristócrata espiritual, por alguna persona "hermosa", de nuestra familia, vecindad o congregación, que nos habló con acentos de sabiduría y santidad y fue símbolo de la presencia de Dios. Lo que nos impresiona de una persona no es tanto lo que dice o hace, cuanto lo que es.
El Vaticano II puso a las congregaciones religiosas frente al doble desafío de despojarse de la impedimenta de una cultura europea que languidecía, y de profundizar en el carisma de los fundadores. Como parte de su esfuerzo por adecuar los roles eclesiales a las necesidades del mundo, la Perfectae Caritatis y la legislación subsiguiente, empujó a los religiosos a releer su carisma fundacional a la luz de las necesidades de los tiempos y a eliminar estructuras caducas. El concilio, teniendo en cuenta que la Iglesia se hallaba a punto de florecer en una Iglesia-mundo, la espoleó para que pasara de un modo de conciencia clásico a otro histórico.
Impulsados por el Vaticano II y bajo la influencia de la revolución cultural de los años 60 y 70, las congregaciones religiosas norteamericanas introdujeron muchos cambios sorprendentes. La rica vida de los fundadores fue reexplorada, se reestudiaron los carismas, se escribieron nuevas constituciones, se propusieron nuevos criterios para seleccionar y mantener o dejar ministerios. En esta selección de ministerios se abandonó la consideración exclusiva del ‘producto’ -prestar servicios, de educación o de salud- en favor de una orientación de ‘mercado’ según la cual la congregación tomaba nota de las necesidades sociales de los tiempos y confeccionaba sus ministerios para que correspondieran a las prioridades o demandas del ’consumidor’. Las congregaciones tradicionales hasta entonces encerradas en sí mismas, presionaron a sus líderes a colaborar con otras congregaciones a través de las recién fundadas conferencias de superiores mayores. El diálogo y la preocupación por el desarrollo de los individuos vino a reemplazar las órdenes de la santa obediencia ya sea en los programas de formación como en el procedimiento de destinación de los religiosos a diferentes cargos y ministerios. Se modificaron las estructuras y modelos de gobierno para incorporar los principios de subsidiaridad y de colegialidad en la toma de decisiones. Se esfumaron las fronteras entre vida consagrada y vida laical al incorporar colaboradores laicos y reclutar un buen número de voluntarios laicos en un común empeño misionero. Se quitó relieve a la dimensión contemplativa de la vida religiosa favoreciendo la dimensión llamada profética, interpretada ésta como consagración a los pobres y a las causas de la paz y la justicia.
Tan drásticos fueron los cambios que a veces pudo parecer que las congregaciones religiosas estaban aventando el trigo con la paja. Toda una sub-cultura religiosa quedó desmantelada y fueron cuestionadas convicciones de larga tradición en la vida religiosa. Se llegó a poner en duda el proyecto mismo de vida religiosa como realidad eclesial válida para nuestros días. El cambio más evidente fue el abandono del hábito religioso. Pero más drástica y radical aún fue la revisión de la obediencia, de las estructuras de gobierno, de las costumbres de la vida común y de la oración en común. En muchas congregaciones femeninas se desechó completamente el papel de la superiora local; la mayor parte de las cuestiones pasaron a decidirse por consenso y, en cuanto a las destinaciones apostólicas, empezó a tener peso decisivo la consideración de los deseos y de la realización personales. Rápidamente se fueron abandonando muchos apostolados colectivos en los campos de la educación y la salud y fueron reemplazados por apostolados y ministerios individuales o realizados por pequeños grupos.
No se puede negar que, desde un punto de vista sicológico, muchos de los cambios fueron saludables. Se suprimieron reglas y normas minuciosas que ahogaban el crecimiento y engendraban mezquindad. La formación religiosa apuntaba ahora a lograr la responsabilidad propia de personas adultas más que la espiritualidad de la niñez. Tendió a desaparecer el escrúpulo. Se animaba a los individuos a desarrollar sus talentos y capacidades creativas, y a expresar sus deseos y opiniones. Las opciones apostólicas eran más diversificadas, más adaptadas a los talentos y legítimos deseos de las personas, y con frecuencia respondían más adecuadamente a las necesidades reales de los tiempos. La vida de oración, que a menudo parecía mecánica y basada en la recitación rutinaria, se volvió más libre y personal, se cambiaron los retiros predicados por retiros personalizados, y muchos encontraron fuerza y consuelo en una forma renovada de los Ejercicios de san Ignacio.
A pesar de estos y de otros resultados positivos, se tiene hoy la impresión de que se debilitaron y hasta se perdieron el sentido de la identidad, las metas comunes, y la imagen congregacional; cosas todas esenciales para un grupo de religiosos llamados a vivir juntos por el Señor, que viven una vida regular de edificación mutua, la cual les ayuda a crecer en santidad a la vez que a atender a las necesidades de los demás. Algunos críticos se quejaban de que, junto con las prácticas de devoción particulares, estaba desapareciendo de muchas casas religiosas la devoción misma, y que, para algunos religiosos, el seguimiento literal de Cristo ya no parecía ser un fin primario. Otros creían que, en el periodo posterior al Vaticano II, la búsqueda del pluralismo al estilo norteamericano se había convertido en fin en sí misma, con la consecuente pérdida del objetivo común. Los corazones parecían estar divididos. Las religiosas no parecían distinguirse, en su vida y apariencia, de trabajadoras sociales laicas. Los escritos sobre la vida religiosa estaban fuertemente teñidos de jerga sociológica y empresarial, más que de evocaciones evangélicas. Se debilitó y hasta desapareció el, antes vivo, sentido de "vocación": de haber sido llamados por Dios para una aventura religiosa. En parte debido a eso, se secó la fuente de vocaciones en el primer mundo; muchos religiosos profesos abandonaron las filas y, de los que se quedaron, un buen número se fue a vivir en una órbita exterior a su comunidad, manteniendo relaciones laxas, distantes o superficiales con el grupo.
A pesar de todo eso, los miembros de las conferencias masculinas y femeninas de superiores mayores -la CMSM y la LCWR- siguieron prodigando alabanzas irrestrictas a los cambios y continuaron ideando una plétora de juntas y talleres. La mayor parte de los comentaristas sobre la vida religiosa preferían subrayar los rasgos benéficos de las nuevas libertades y parecían ignorar los aspectos caóticos de la renovación.
Sólo recientemente un cierto número de escritores ha empezado a preguntar si la renovación misma no había fracasado. Hubo quienes cuestionaron si no se habría cedido demasiado a lo novedoso. Si a veces no se había sometido acríticamente el juicio a la ideología corriente de la "political correctness" (perfil de la izquierda). Otros lamentaban que, a pesar del barniz democrático-participativo, las burocracias congregacionales que habían reemplazado a la "madre superiora" hubiesen descubierto modos aún más eficaces que los de aquélla para suprimir el disenso y ejercer el control sobre el grupo. Se levantaron voces que reclamaban corregir los rumbos de la renovación. Muchas de estas advertencias tenían en común una visión crítica del, así llamado, "modelo liberal" de renovación, en boga desde el Vaticano II. Divergían, sin embargo, en sus recomendaciones concretas: unos urgiendo una más profunda investigación de las grandes espiritualidades y carismas de los fundadores(l) y otros propugnando que era necesario ir, más allá del liberalismo, hacia un pluralismo aún más radical(2).
Los compiladores de un importante estudio sociológico sobre la Vida Religiosa en EE.UU. (Nygren y Ukeritis) han arrojado luz sobre algunos de los principales problemas de la vida religiosa actual. Uno es la falta de claridad suficiente en los roles, especialmente entre las religiosas y entre los miembros jóvenes de las congregaciones, tanto masculinas como femeninas. Otro es la dicotomía, a menudo existente, entre la verbalización de los compromisos de una congregación y su comportamiento efectivo. El estudio muestra que muchos miembros de los grupos que hicieron la opción preferencial por los pobres en sus declaraciones acerca de la misión, a menudo se oponen luego a abandonar los ministerios tradicionales entre los acomodados. El tercer problema principal se centraba en torno al área del liderazgo. El estudio ha señalado la escasez de líderes eficientes, capaces de articular una visión de futuro que vaya acompañada además por estrategias concretas. Ha puesto en duda igualmente que haya sido un acierto el haber introducido en la vida religiosa, en forma global e indiscriminada, las estructuras de la democracia secular. Si las estructuras de autoridad anteriores eran excesivamente rígidas, los procesos actuales de consenso terminan a menudo en elásticos compromisos, mientras que, por su parte, los procesos basados en el discernimiento personal, animan a los participantes a interpretar sus deseos personales como si fueran mociones del Espíritu Santo. Una importante conclusión del estudio de Nygren-Ukeritis es que ningún grupo religioso parece capaz de atraer un número considerable de nuevos miembros a menos que: 1) tenga un fuerte liderazgo, 2) imponga fuertes exigencias a sus miembros y 3) cuente con ritos y costumbres visibles que les distingan de otros grupos.
¿A dónde queremos llegar con todo esto? Está claro que no podemos dar un toque a retirada fundamentalista al pasado. El Vaticano II y su llamada al aggiornamento no puede ser rechazado. Al contrario, tenemos que adentrarnos más en el Concilio y sondear su auténtico espíritu. Tenemos que reconocer que nos llamó no sólo a modernizar y cambiar, sino también a vivir una espiritualidad más profunda. Si a los religiosos se les pidió descartar meros formalismos, fue con la idea de llevar a cabo un redescubrimiento más profundo de su carisma y que, de este modo, se convertiesen en una poderosa fuerza espiritual en la Iglesia y en el mundo. Los religiosos tenían que ser para la Iglesia lo que la Iglesia debía ser para el mundo.
La pregunta principal que tenemos que hacer ahora es: "¿Estamos donde el Vaticano II quería que estuviéramos cuando nos invitó a cambiar?" Comparada con la vida religiosa de hace 30 años, ¿la que se vive hoy es una expresión mejor del carisma del fundador y un signo más vivo del corazón del Evangelio para la Iglesia y el mundo?
La respuesta a esta pregunta no es tan evidente. Lo que sí está claro para el observador más superficial es que la renovación de la vida religiosa no puede consistir únicamente en absorber sin crítica todos los elementos de la cultura actual. La inculturación del Evangelio y de la vida religiosa en las diferentes culturas es importante, pero la inculturación es un complejo proceso de tamizado. Como toda cultura tiene aspectos positivos y negativos y es importante que, al intentar la inculturación, tengamos en cuenta ambos aspectos. Debemos esforzarnos por modificar la vida religiosa teniendo en cuenta los elementos de nuestra cultura religiosa que estén en conformidad con el Evangelio. Y en este sentido existen elementos significativos. Pero por otro lado, debemos desarrollar también nuevos rasgos ascéticos para que la vida religiosa nos ayude a contrarrestar aquellos aspectos de la cultura que son corrosivos y afectan una vida que quiere ser vivida en total armonía con los misterios del Evangelio.
La sociedad norteamericana tiene cualidades envidiables que son la admiración de los extranjeros. Los inmigrantes llegados a los Estados Unidos se sienten sorprendidos por la amplitud de nuestras libertades religiosas y políticas, por la relativa paz dentro de un gran pluralismo, por nuestra capacidad para participar en los procesos políticos no sólo votando sino demostrando en favor de los derechos civiles, criticando a los líderes políticos y hablando abiertamente de muchas maneras. Estos derechos son preciosos y nunca deberían ser considerados como una dádiva o una concesión. Por otro lado, también hemos de reconocer las serias deficiencias de nuestra sociedad, los elementos de decadencia que hablan de debilitamiento. Estos elementos se manifiestan de la manera más dramática en las MTV (video clips), con su glorificación del individualismo hedonista en donde predominan los deseos personales, unos MTV plagados de sexo pornográfico, violencia, satanismo y blasfemia. Esos elementos también se manifiestan en la explosión del homicidio, el embarazo de las adolescentes, el divorcio, el adulterio fácil, la concesión del derecho al aborto voluntario, el suicidio de adolescentes, y el generalizado declinar de la familia, documentado todo ello recientemente por el informe de la Carnegie Corporation sobre la situación de los menores de edad. Un autor, reflexionando sobre las estadísticas de divorcio contenidas en este estudio, llega a la conclusión de que "aquellas afirmaciones simplistas de los liberales de allá por los años 70: ‘que las mujeres podían salir adelante ellas solas, que la ruptura familiar no ocasionaría ningún daño duradero a los hijos, que la familia de padre y madre no tenía por qué ser necesariamente la norma’, -todas han demostrado ser falsas"(3). En Norteamérica la infancia ya no es tiempo de inocencia y alegría. Las escuelas públicas de nuestras ciudades son a menudo lugares de terror, donde algunos jóvenes portan armas y otros requieren seguimiento sicológico y salas de meditación para elaborar el asesinato de un amigo. Cuando oímos decir a algunos jóvenes -como yo lo he oído- que les gustaría recibir un tiro para experimentar algo de importancia, es evidente que algo no funciona bien.
El deslizamiento cultural hacia el crimen, la violencia y el sexo de ocasión, está relacionado con la filosofía subyacente de la libertad arbitraria. Ella es la que produce las familias uni-parentales y prohibe corregir a los hijos para no lastimar la auto-estima juvenil. ¿No se habrá vuelto nuestra democracia demasiado permisiva e igualitaria? ¿No se habrá convertido la tolerancia en un deber moral tan avasallador que ha borrado otros valores igualmente o más importantes, valores que son esenciales para la moral y la familia?
Esa tolerancia sin límites ¿no estará destruyendo de hecho aquellas estructuras sociales que posibilitan la vida en la libertad y la dignidad? Por ejemplo: resulta cada día más evidente que la ilegitimidad es un factor decisivo en el origen del crimen, en el abuso de la droga y en las crisis de la asistencia social. ¿No nos habremos rendido a una filosofía que considera que todos los pecados sociales derivan de la desigualdad económica y, en el proceso, está erosionando el sentido de responsabilidad personal? Y viniendo más a nuestro tema: ¿hasta qué punto esa filosofía y esas actitudes están marcando la renovación actual de la vida religiosa?
En nuestro admirable esfuerzo por poner en práctica la opción preferencial por los pobres en el primer y tercer mundo, ¿no habremos olvidado otro reto igualmente importante: la conversión y evangelización de una porción crecientemente paganizada de América del Norte? En este sentido, la retirada, de los jesuitas y de miembros de otras congregaciones religiosas, del apostolado educativo: ¿no habrá ocasionado la pérdida de una gran oportunidad para presentar el Evangelio directamente y como un desafío ante nuestra cultura y su liderazgo? ¿No deberíamos dirigir nuestros esfuerzos apostólicos a formular un juicio crítico de la cultura norteamericana, demasiado confiada por un lado en la ciencia, considerada como único vehículo de la verdad y por otro lado en un sistema de valores demasiado proclive a dar rienda suelta a los instintos?
Es importante que las críticas al camino que ha venido recorriendo la renovación de la vida religiosa desde el Vaticano II no sean descalificadas, como si proviniesen de meras nostalgias románticas del pasado. Los ensayos que he reunido en este volumen expresan la convicción de que la renovación de la vida religiosa no puede continuar como hasta el presente. Cinco aparecieron anteriormente en revistas y ahora reaparecen en forma revisada y ampliada. En orden de aparición, son "Vida religiosa y religión", Review for Religious, vol. 51, julio-agosto 1992, pp. 527-539; "Vida Religiosa y Modernidad", Review for Religious, mayo-junio 1991, vol. 50, pp. 339-351; "Vocaciones y laicización de la vida religiosa", America, marzo 14, 1987, pp. 207-211; "Fe y justicia: delicado equilibrio", America, julio 15, 1989, pp. 32-36 y 45; y "Vocaciones religiosas: nuevos signos de los tiempos", Review for Religious, septiembre-octubre 1993, vol. 53, pp. 745-763. Agradezco a los editores de America y de Review for Religious por su autorización para reimprimir estos artículos. Estos ensayos examinan el impacto de la cultura moderna en diferentes aspectos de la vida religiosa, en la formación, en las vocaciones, en los esfuerzos por la justicia social y en la fe misma. Añado tres nuevos ensayos: sobre la castidad del célibe, la vida de comunidad y la necesidad de una visión en el liderazgo religioso. En todos ellos insisto en que la renovación actual de la vida religiosa pasa por un cambio de actitudes y por la imaginativa recuperación del perdido espíritu de aventura y de fe. Esto no se logrará ni principal ni únicamente mediante exámenes sociológicos de actitudes, por muy competentes que sean. Más bien tendremos que hacernos preguntas, abrir nuevos campos, encontrar otras metáforas, todo ello en la oración y la reflexión.
¿Estamos dónde Dios quería que estuviésemos cuando el Vaticano II nos invitó a cambiar? Creo que no. En nuestra prisa por suprimir estructuras de la vida religiosa y por liberarnos de los aspectos opresivos de nuestras instituciones, hemos fracasado en tomar conciencia de que nuestros fundadores eran, por encima de todo, constructores de instituciones. Eran emprendedores que se lanzaban a levantar un corps de conversión común en favor de la obra del Señor, un cuerpo para la edificación común que encarnara en el mundo un aspecto particular del Evangelio. Precisamente porque fundaron instituciones, modos de vida, por eso fueron capaces de reunir gente que consagrara sin egoísmo ninguno su ser entero. No eran poetas llenos de metáforas, ni teólogos o ideólogos que urdieran un sistema, ni siquiera santos que vivieran una vida personal santa; eran y son lo que nosotros les llamamos: fundadores. Estudiamos a los teólogos y a los ideólogos, leemos a los poetas, a los fundadores los seguimos.
Una consecuencia de esto es que el carisma de un(a) fundador(a) no puede entenderse independientemente de la institución que fundó. El carisma de la fundación no es un mero conjunto de ideas, una atmósfera ética que cada uno es libre de vivir a su modo. Separado de su aspecto colectivo y estructural, se pierde en parte el sentido del carisma. De hecho, las reglas y estructuras originales pueden ser el lugar privilegiado para estudiar su sentido.
Un ejemplo podría ayudarnos. El principal historiador de una congregación religiosa masculina, fundada en el siglo XIX, hizo un estudio sobre aquellas normas del fundador de la congregación que parecen más chocantes para la sensibilidad moderna. Un ejemplo de ellas es la norma del fundador según la cual cada miembro de la comunidad debía acudir una vez al mes al superior local, arrodillarse delante de él, confesar sus faltas, abrirle su corazón y pedir sus consejos. El historiador no pretendía, en absoluto, urgir un regreso literal a esta práctica, sino revelar un aspecto importante del concepto que el fundador tenía del superior, del cual no se esperaba que fuese principalmente un administrador eficiente, sino ante todo un auténtico líder espiritual, preocupado vital y concretamente por la vida espiritual y el desarrollo de cada uno de los miembros de la comunidad. La insistencia del fundador en que el miembro de la comunidad se arrodillase delante del superior no tiene nada que ver con las prácticas jerárquicas feudales. El arrodillarse tenía más bien como fin poner en aprietos al superior y asegurar en ambos una actitud de humildad, con la esperanza de que se dejasen de lado todos los juegos de poder y que las personas se pudieran encontrar auténticamente entre sí delante de Dios. Al fin del análisis el historiador recomienda que, ya sea que se arrodille o no, e independientemente de que lo haga una vez por mes o cada tantos o cuantos meses, los superiores y los miembros de una comunidad deberían reencontrarse una y otra vez en diálogo de fe. En opinión de este historiador, la renovación de las prácticas comunes no debe dejar de expresar las realidades espirituales sobre las cuales está fundada una congregación, y sin las cuales la existencia de dichas prácticas no tiene sentido.
La pasión no volverá a la vida religiosa, ni los jóvenes vendrán a ella, mientras las congregaciones no recobren el sentido de aquella aventura colectiva y religiosa, que empujó a nuestros fundadores hasta el sacrificio y el heroísmo. Reflexionando sobre los anhelos de los jóvenes, Paul Claudel decía que más que el placer desean el heroísmo. Esto quedó una vez más en evidencia durante los grandiosos encuentros de jóvenes con Juan Pablo II en 1993 en Denver, Colorado. Es hora de reclamar a los religiosos el arte de comprometerse de por vida con su congregación y, por medio de ella, retar a los jóvenes a correr en ayuda de la Iglesia en un tiempo de crisis. Esto se logrará yendo, más allá de los conceptos de la sociología y de la administración comercial de los negocios, a un nivel de renovación que sea, al mismo tiempo, una verdadera reforma; que busque su inspiración en las murallas de la ciudad de Ávila y en los acentos místicos de la Subida del Monte Carmelo. Un modo de vida burgués, una vida religiosa que se contente con un aggiornamento superficial y anhele ardientemente incorporar los valores de la sociedad que la rodea, ya no suscita ninguna pregunta y no puede cumplir ninguna función crítica.
NOTAS
1) Elizabeth Mc Donough. “Beyond the Liberal Model: Quo vadis?” en: Reiew for Religious, March/April 1991
2) Mary Jo Leddy, Reweaving Religious Life: Beyond the Liberal Model, Mystic, Conn., Twenty-Third Publications 1990
3) “Broken Homes, Broken Lives”, en: America, May 14, 1994, p.13
1- VIDA RELIGIOSA Y RELIGIÓN
Una crítica de los intentos actuales por renovar la vida religiosa, antes de encarar los aspectos específicos de la vida religiosa, debe ocuparse de algunas cuestiones previas fundamentales,. Esto me quedó claro al participar recientemente en algunos debates sobre "refundación" de la vida religiosa. Estos debates llegaron a caldearse bastante y a veces terminaron sin lograr acuerdos. Los grupos involucrados estaban cansados y atareados, es cierto, pero esto no explica suficientemente el hecho. El acaloramiento tan manifiesto en los debates acerca de los posibles remedios para los males de la vida religiosa actual, nace de una causa más honda. Proviene de un desacuerdo de fondo sobre la naturaleza del cristianismo y la religión.
Cuando por primera vez me encontré con la idea de "refundación", actualmente en boga, la acogí como una idea que mejoraba con mucho, la idea de "renovación", pues parecía exigir una conversión más profunda y una reconstrucción más radical. Me venía a la mente la reforma carmelita a manos de Teresa de Ávila y de Juan de la Cruz a través de una recuperación creativa del espíritu y de la disciplina original de los fundadores. Refundación parecía invitar a crear nuevas estructuras, nuevas expresiones simbólicas del ser auténtico de nuestras congregaciones, para así emprender una aventura religiosa que pedía un gran sacrificio y un compromiso con el mundo compatible con una cierta y necesaria separación del mundo.
Sin embargo, fue creciendo en mí la desilusión y la resistencia a la noción de refundación al oír que quienes la promovían centraban su preocupación en identificar los "agentes de cambio" cuyo rol principal se reduciría a fomentar la creatividad en el ministerio y a desarrollar modos de vida alternativos para la comunidad. Cuanto más limitaban los oradores sus tópicos a "sistemas pedagógicos” para el cambio, y ensalzaban modelos de liderazgo derivados de la antropología o incluso introducían alguna técnica importada de la sicología empresarial, es decir, cuanto más debatían ellos exclusivamente sobre los medios, tanto más sentía yo que me empujaban por un sendero encantado pero peligroso. Antes de discutir sobre los medios a mí me interesa discutir sobre los fines. Antes de aceptar los procedimientos a adoptar en el futuro, quiero saber a dónde me quieren llevar, y a dónde quieren llevarnos a todos. Esto se debe a que sospecho que yo no quiero ir adonde algunos oradores me quieren conducir, o a que la opinión de un orador sobre los medios, contiene algún sentido oculto acerca de los fines, con el que yo no estoy de acuerdo. En una conversación reciente sobre refundación me sentí de repente obligado a formularle a mis interlocutores algunas preguntas, tan curiosas como básicas, no ya sobre la vida religiosa sino, lisa y llanamente sobre la religión: “¿Qué constituye para ustedes, el corazón de la religión cristiana?, pregunté al grupo. “¿Cuál es el significado fundamental y la intención de la religión?” “¿Qué es lo que da origen a la religión, en primer lugar?” se me ocurrió hacer estas preguntas porque me di cuenta, de pronto, que nuestro desacuerdo radicaba en niveles más profundos, es decir: que no podíamos dar por supuesto que todos estuviésemos de acuerdo en estas cuestiones fundamentales. Aunque nadie hubiera negado explícitamente algún punto de fe que yo sustentara, sin embargo, algunos parecían apartarse o dejar de lado ciertas cuestiones, considerándolas fuera de moda o no en línea con los pasos recomendados.
Estas ganas de plantear cuestiones fundamentales me vienen especialmente cuando siento que se está reduciendo la religión a sociología o a sicología, o incluso a moral (personal, social o ecológica). De hecho, la tentación de reducir la religión a pura moral me enciende más que las burdas reducciones sociológicas o sicológicas, porque siendo una reducción menos evidente, resulta más sutil y plausible y por consiguiente más seductora.
Pero permítaseme poner las cartas sobre la mesa. ¿Cuál es para mí el corazón de la religión cristiana? (Ignoraré la esotérica distinción que hacen algunos entre fe y religión y la teoría de que el cristianismo no es una religión sino una fe). Aunque el cristianismo, como las demás religiones, es una amalgama de muchos componentes, creo que su elemento estrictamente religioso consiste en que da respuesta a la experiencia de contingencia humana y de contingencia del mundo. Mucha gente, en algunos momentos de su vida experimenta la existencia suya y del mundo como algo extraño, y se enfrenta con el vacío de la propia muerte. Algunos han ido más allá de dar por supuesta la realidad del mundo y los ha atemorizado el pensamiento de que nada en absoluto pudiera existir, ni siquiera la posibilidad de que algo existiese. Se han preguntado si la vida tenía un sentido último o si los hombres no son sólo un juego de la naturaleza. La doctrina central del cristianismo es que el mundo no existe por necesidad, sino que fue objeto de la creación de un Dios bueno. El cristiano creyente está convencido que en el corazón del universo no hay un absurdo irracional sino un Amor personal.
El filósofo Ludwig Wittgenstein no era creyente. Norman Malcolm, su antiguo discípulo y luego biógrafo, decía que no podía considerarse persona religiosa, pero que estaba apasionadamente interesado en la religión y siempre parecía estar cerca de la posibilidad de la religión. Wittgenstein dio una vez dos ejemplos de lo que él consideraba experiencias religiosas auténticas en contraste con experiencias morales o estéticas. Aun cuando pensaba que, al considerar estas experiencias, pateaba contra los límites del lenguaje, las respetaba. Una era la experiencia de extrañeza ante el hecho de que el mundo exista. La segunda era la convicción que tenía a veces de que sucediera lo que sucediera, él estaría a salvo.
Ninguna de estas experiencias apunta, necesariamente, a la existencia de un Dios trascendente. Sin embargo, a mucha gente le proporciona el fundamento experiencial, la base afectiva, el trampolín desde el que se lanzan para afirmar la existencia de Dios. En estos sentimientos y experiencias es donde la afirmación de que Dios existe se sustenta existencialmente, pasa a ser algo más que una proposición intelectual, echa raíces, encuentra hogar. La primera experiencia es el sentimiento de que un mundo fugaz debe tener sus raíces en una Realidad fundamental estable. La segunda expresa la confianza de que este mundo no puede ser explicado sin la presencia de un centro del universo que es amor.
Mis propios pensamientos sobre la religión giran alrededor de experiencias de este tipo. Admito que mi idea de la religión tiene fuertes tonalidades místicas; es una respuesta a nuestra contingencia radical y, en su sentido más primitivo y profundo, tiene poco que ver con la moral. La religión se refiere primeramente a un espacio "santo" fuera del cual nacemos nosotros y el mundo, y nos impone a cada uno de nosotros el imperativo de hacernos santos, de vivir la vida en Dios y para él.
A más de esto, sé que la religión y la moral están íntimamente entrelazadas y que una persona religiosa o santa debe ser también moralmente buena. No se puede ser santo y malvado a la vez. La santidad significa en parte al menos, que uno es extraordinariamente amable, socialmente justo, honesto, moderado, hombre de paz. Y sin embargo la religión no puede reducirse a la práctica de esas virtudes morales. En efecto, se puede pensar en alguien moralmente bueno, que guarde escrupulosamente las reglas de un sistema moral, apoye la justicia social, sea casto y amable, y sin embargo no sea una persona religiosa. Puede ser moral por gusto personal, por temperamento, por razones estéticas, o por simpatía natural hacia los demás, pero no serlo por su relación con Dios. Philippa Foot, filósofa moral de Oxford y atea confesa, dijo una vez a un grupo de seminaristas que ella era una persona moral en el sentido del que venimos hablando, pero que rehusaba ser tratada con condescendencia y como recibiendo un favor, con el título de "cristiana anónima".
La persona cristiana religiosa no sólo actúa moralmente, sino que también ve el mundo de manera diferente: en el sentido de que es dependiente, para su misma existencia, de una realidad trascendente. Y en esto está toda la diferencia. La visión cristiana, por el hecho de estar centrada en lo trascendente, tiene implicaciones éticas diferentes a las de las teorías de la Ilustración, que colocan a la persona humana o la libertad en el centro del comportamiento moral. Para el cristiano la respuesta primaria al mundo no es la que da un hombre que fuera su dueño y creador prometeico, sino la de la creatura humilde y obediente; no es un regusto empresarial de poder y libertad, sino una gratitud mariana ante Dios por todo lo que Dios ha hecho. De esta gratitud cristiana nace el imperativo de amar a Dios y venerar la creación de Dios, la disponibilidad para permitirle a Dios que manifieste su divina bondad por medio de nosotros, especialmente hacia los débiles y abandonados. La gratitud cristiana y sus implicaciones éticas se alimentan y cobran profundidad mediante la estrecha unión con Dios en la oración.
Esta visión fundamental es, a mi parecer, lo que debería estar en el corazón de la vida de todo religioso consagrado. Si quieren ser proféticos, han de serlo en eso, en que por su vida señalen constantemente hacia el momento trascendente del universo y traten de alimentar lo que eso significa. Toca a cada congregación religiosa decidir el modo de expresarlo; pero es algo esencial. Como cristiano que soy, me impresiona ver a sacerdotes, religiosas o religiosos embebidos en la contemplación de Dios o verlos recogiendo a una persona moribunda en las calles. Cuando veo a uno de ellos comprometido sin descanso en cualquiera de estas dos cosas, me siento en la presencia de un santo.
Algunos católicos de hoy, así como ciertos miembros de congregaciones religiosas, parecen haber perdido de vista el polo trascendente del cristianismo. Su modelo de cristianismo se ha convertido en aquello que Charles Davis etiqueta como pragmático. Le versión pragmática del cristianismo surgió, dice, cuando “la religión cristiana dejó de funcionar míticamente como una totalidad globalizante... Así pues, el énfasis pasó a ponerse en un cristianismo reducido a una manera práctica de vivir o como sistema ético. Esto se concibe y se sigue expresando todavía en términos religiosos: como por ejemplo la paternidad de Dios, la fraternidad de los hijos de Dios, el reino de justicia,... Pero todas estas expresiones son modos diferentes de formular los imperativos morales que gobiernan la humana existencia" (1) (What is Living, What is Dead in Christianity Today? San Francisco, Harper and Row, 1986, p. 39)
Conservadores y liberales han impuesto en cierta medida, este cambio en el cristianismo. Los conservadores subrayan la moral personal y familiar, y cuestiones tales como el aborto y la eutanasia. Mientras que los liberales hablan incesantemente de justicia social., ecología y derechos feministas. Los futuros historiadores podrán estimar que hasta el mismo Vaticano, aunque en menor grado, se ha dejado llevar en lo que estoy caracterizando como un énfasis exagerado en la moral. Podrán recordar al papa Juan Pablo II como el "papa de la moral” a causa de sus repetidos juicios sobre la moral personal así como sobre la moral social. Si no en la teoría, al menos en la práctica, el amor al prójimo o al enemigo parece haber tomado más importancia que el interés por la unión con Dios. Las herejías de hoy parecen ser todas herejías morales. No son muchos los católicos mayormente interesados por los dogmas, por los errores trinitarios, soteriológicos o cristológicos. Y, sin embargo, la historia de la Iglesia de los primeros siglos revela que esto no fue siempre así. (¿No deberíamos poner de moda alguna nueva herejía trinitaria para estimular un poco más el pensamiento sobre Dios y menos sobre nosotros mismos?). En ese énfasis excesivo sobre la moral la Iglesia moderna refleja el tono de nuestro tiempo secularizado, la época que confundió el mundo con Dios.
A finales de los años 60, tiempo marcado por su aire revolucionario, nuestro seminario reunió una vez a los seminaristas para un debate sobre la cuestión: "¿Cuáles son las cualidades más importantes para ser sacerdote y religioso hoy?" Algunos sugirieron la disponibilidad, otros la ciencia y la competencia, otros en fin la amabilidad y alguna otra virtud. Me sorprendió que ninguno hablara de la santidad - tema que hubiera sido candidato seguro 10 años antes - y le señalé esto al grupo. Uno de los seminaristas fijó en mí su mirada y me soltó con un aire desdeñoso: "¡Basta ser humano Padre!"
Hace pocos años tuve el gusto de entrevistar a Kiko Argüello, un laico y artista español, fundador del movimiento neo-catecumenal. Este movimiento ofrece una serie de pasos, un camino, para que los católicos modernos lleguen a redescubrir su bautismo y se comprometan con la evangelización. Adopté el papel de abogado del diablo y le pregunté si este camino para educar a los laicos durante un periodo de varios años no originaba una élite arrogante y no acabaría por crear más división que unidad dentro de las parroquias. Su respuesta estaba en completo contraste con la del seminarista. Insistió en que ser cristiano hoy no era cosa fácil, como muchos de los sacerdotes formados del Vaticano II para acá parecían creer. No basta gritar simplemente el slogan del amor. Es difícil, en una cultura secularizada, creer que Dios existe y que Jesús es de alguna forma, el Hijo de Dios. Aparte de esto, nuestro mundo de la droga y la violencia, del adulterio suburbano y el aborto, la eutanasia y el consumismo, está lleno de asechanzas. No basta una predicación que se limite simplemente a brindar una especie de refuerzo positivo. Hay que convocar a la gente a una confesión pública de su fe en Jesús Dios; hay que moverla a que sienta la necesidad de conversión, hay que probarla en su resolución; hay que sostenerla con una comunidad unida fuertemente entre si; hay que enriquecerla con una liturgia cordial y participativa. A su modo de ver, se necesita un método, un camino, una estructura, un catecumenado, para poner a la gente claramente frente a su bautismo y frente a las implicaciones que éste tiene para su vida. Este discurso de Kiko Argüello pone de manifiesto qué simplismo encerraban las palabras de aquél seminarista de 1968: “¡Basta ser humano Padre!"
Sí, Cristo actúa en el mundo dondequiera se hace el bien, y tenemos que reconocer y fomentar la bondad donde la encontremos. Pero también debemos ser conscientes de que, para ser un cristiano católico no basta fomentar los valores humanos. A más de exigirnos que seamos raíz y rama moral, el catolicismo nos exige la fe en muchas cosas extrañas, como la encarnación, la necesidad de la redención, la resurrección, la presencia real de Jesús en la Eucaristía, el papel de María, etc. Como ha señalado James Hitchcock, la idea del dogma es esencial al catolicismo, y el dogma es importante precisamente porque nos protege contra "la casi fanática inclinación que cada época manifiesta por remodelar toda la realidad para hacerla coincidir con sus propias especificaciones" (2) (“Eternity’s Abiding Presence”, en Why Catholic?, de. John J. Delaney, N.Y., Image Books, 1980, p.80)
Durante cierto tiempo de mi adolescencia deseé haber tenido una educación neutra en materia de religión, de modo que a la edad de 21 años hubiera podido examinar las religiones más importantes y elegir entre ellas sin el prejuicio de una educación o lavado de cerebro anterior, en el catolicismo. Ahora sé que esto es una ingenuidad, pues he constatado que los jóvenes que no han sido educados en ninguna religión acaban por no tener ningún sentimiento religioso ni religiosidad. Tienden a permanecer neutrales en cuanto a religión y a menudo son incapaces de hacer una elección en favor de una religión determinada. George Lindbeck, teólogo protestante, cree que, a menos que se nos enseñe una religión cuando somos jóvenes, a menos que se nos enseñe alguna práctica religiosa, probablemente no seremos capaces siquiera de una experiencia religiosa. Quizás esto sea una exageración, pero estoy seguro que contiene su partecita de verdad. Una cosa es cierta: Nadie recibe una instrucción en un vacío de visión y de valores. Si no se absorben una visión y unos valores religiosos, se absorberá la visión secular y los valores no-religiosos del cine y la televisión.
Especialmente en Europa han nacido algunos movimientos y órdenes religiosas de laicos cristianos con la conciencia clara de esto: el movimiento de los focolari, la comunidad de san Egidio, el neocatecumenado, el León de Judá, etc. Todos ellos creen que ser cristiano en un mundo secularizado es especialmente difícil. La secularización puede producir una purificación de nuestra fe y puede ser bienvenida por ésta y por otras razones, pero contiene sus peligros particulares. Para caminar en la fe se necesita un método, pertenecer a una nueva forma de sub-cultura cristiana dada por esos nuevos movimientos y comunidades cristianas, los cuales tienen su nueva forma de kenosis, de abandonarse y vaciarse uno mismo como preparación para una decisión radical por Cristo y por Dios. Karl Rahner dijo una vez: "El cristiano en el mundo de hoy deberá ser un místico o no lo será en absoluto". Y a continuación hablaba de mistagogia: de la necesidad de buscar métodos para llevar a la gente a ver todo en Dios.
Creo que una de las razones por las que las congregaciones religiosas viven hoy una situación de pura supervivencia es porque, en su esfuerzo admirable por adoptar una visión positiva del mundo, han identificado demasiado religión y moral humanista, cosa que las inclina a ser secularistas, individualistas y mayormente igualitarias en sus énfasis. La historia muestra que casi todas las congregaciones religiosas gozaron de fuerte crecimiento en sus comienzos. Producían entusiasmo y atractivo en parte porque eran nuevas. Pero su atractivo principal radicaba en otra cosa: los primeros miembros tenían la sensación de emprender una aventura religiosa y servir a una causa más grande que ellos, que les disponía a renunciar a muchos derechos y privilegios personales. Eran miembros de lo que se ha llamado comunidades “intencionales” en oposición a las comunidades “burocráticas” de simple asociación, que han nacido a partir del Vaticano II (3) (Cf. Patricia Witberg, SC, Creating a Future for Religious Life, New York, Paulist Press, 1991, caps 2,3 y4. Véase también el uso de estas categorías que hace Elizabeth Mc Donough, OP, en “The Past is Prologue: Quid Agis?”. en Review for Religious, 51(1992) Nº 1 Jan-Feb., pp. 78-99). Les importaba poco la auto-afirmación y la igualdad, y ofrendaban voluntariamente cierto control sobre sus opciones, no porque fueran ingenuos y serviles (caricatura de hoy), sino porque habían sido ganados para una causa religiosa superior y deseaban transformarse en una fuerza dinámica para la Iglesia y para Dios.
La mayor parte de las congregaciones religiosas fueron fundadas para estos tres fines principales: (1) la salvación de las almas de sus miembros, (2) la salvación del prójimo y (3) la dedicación a una devoción, o una forma de realizar el apostolado. Su carisma no consistía solamente en el tercer elemento, sino en los tres. Sus fines eran decididamente religiosos y escatológicos, así como encarnacionales. Hoy la teología escatológica ha sido reemplazada por la encarnacional, interpretada de modo muy secular y humanista. Los temas trascendentes han perdido relieve en favor del fuerte énfasis puesto en los derechos de igualdad, y en un tipo de justicia interpretada no sólo en el sentido de equidad sino de uniformidad, una especie de horror frente a las diferencias. Todos sabemos que sólo en la unidad se da la fuerza. Pero el igualitarismo doctrinario produce atomiza y distancia a los miembros de un grupo, porque considera más importantes los derechos y deseos individuales que la causa y el sueño religioso propio de todo el grupo.
Tenemos que reconocer que este acento exagerado sobre los ideales igualitarios y humanistas es una ideología. Es una forma -sólo una, entre otras posibles- de interpretar la democracia y la justicia en la sociedad y en los grupos religiosos.
Combatir esto no es renunciar a la democracia, sino verla bajo otra luz y dar de ella una definición diferente. La posibilidad de dar varias interpretaciones de la democracia se me hizo evidente hace pocos años cuando escuché una conversación entre un sacerdote norteamericano - un recién convertido al igualitarismo - y una mujer joven de la comunidad seglar de san Egidio de Roma. Ella describía la forma como funcionaba la comunidad y dijo que en su comunidad particular, a causa de su composición e historia particular, sólo podían hablar, durante los actos de oración, algunos hombres pero no las mujeres. El sacerdote norteamericano objetó que esto era un grave error, que era del todo importante, si no para ella personalmente, como símbolo y signo para los demás, que se permitiera a las mujeres predicar en cada comunidad. Ella respondió que la comunidad de san Egidio afrontaba las cuestiones no desde una ideología, sino de forma pragmática. Algunas comunidades sí que tenían mujeres predicadoras, pero, a causa de su historia especial y sus talentos, su grupo prefería no tenerlas y que ella estaba muy satisfecha de que las cosas fueran así. Explicó que para el grupo de san Egidio había tres cosas de suma importancia: (1) la oración en común sobre la palabra de Dios, (2) la amistad y la ayuda mutua y (3) el trabajo para los pobres y con ellos. Todo lo demás está subordinado al logro de estos objetivos. La voz del sacerdote americano subió de tono enérgicamente, diciendo que ella estaba en un error y que la interpretación americana de los derechos de las mujeres era la correcta. Pero ella se mantuvo firme en su terreno y hábilmente cambió de tema.
Así han venido a estar las cosas en la vida religiosa. Por los años 60, después de muchos años de represión y exagerado supernaturalismo, necesitábamos dejar de lado muchas reglas inútiles de nuestra vida que nos habían hecho caminar rutinariamente sin tocar nuestro corazón o motivación. Teníamos que reconocer nuestra obligación ante Dios de participar en la construcción del reino de la justicia y de la paz, luchando por los derechos civiles de las mujeres y de las minorías. Pero esto no significaba que ese interés moral debía convertirse en el programa cardinal y sobresaliente de las congregaciones religiosas para barrer todo lo demás en su estela. Ahora que luces y sombras de dichos énfasis en la vida religiosa han alcanzado su mayor relieve estamos en mejor posición para creer y redescubrir que nuestro compromiso con el mundo debe comenzar más allá del mundo.
Mientras las agendas sicológicas dentro de la vida religiosa y las agendas cuasi-políticas en nuestros apostolados fueron muy importantes, ninguna de ellas fueron el unum necessarium. Si ha de ser verdaderamente cristiana, la vida religiosa debe centrarse sobre el aspecto del cristianismo que relaciona nuestras vidas con lo trascendente. En este aspecto de la ecuación es donde la vida religiosa debe buscar su carácter profético. Recordando a la gente el encanto divino del mundo es como descubrirá su misión esencial. En esto es en lo que debe insistir nuestra reflexión sobre la reforma de la vida religiosa.
En su articulo "Religious Life and the Need of Salt"(4) (Religious Life Review, 30 (1991) Nov-Dec, pp. 284-291) Joan Chittister plantea las preguntas correctas acerca de la vida religiosa actual. Comienza con la sabia afirmación de que hoy, unos 30 años después del Vaticano II, el proyecto de proporcionar auto-afirmación a los religiosos tradicionalmente reprimidos y de proveer a sus necesidades sicológicas ya se ha cumplido. Los que claman por libertad y diálogo están golpeando puertas abiertas. Dice que ahora debemos proceder a considerar cuestiones relativas al sentido del grupo y a cómo se puede ser profético en el mundo de hoy en respuesta al carisma de los fundadores. Ella clama por la pasión religiosa. Pero sus respuestas, cuando da la interpretación de lo que es profecía, están todavía demasiado centradas en preocupaciones por la ecología, la asistencia social y los derechos humanos. Se quedan en el modelo "pragmático" del cristianismo y no parecen sino simple repetición del programa de los políticos liberales. En cuanto tales, hacen imposible la verdadera pasión religiosa. Esas preocupaciones liberales son importantes y deben ser afrontadas por la Iglesia - por los seglares, los religiosos y el clero. Pero afrontar esas cuestiones no traerá, en mi opinión, la salvación de la vida religiosa, porque los problemas de la vida religiosa no se suscitan por falta de atención a esas cuestiones. El problema de la vida religiosa no consiste en la ausencia de compromiso moral en el campo social, económico y ecológico, sino en la ausencia del centro religioso, del tomar conciencia de lo que los mismos pobres saben y expresan en su religión popular, de que mi unión con Dios por medio de Jesús es lo central, de que debo entregarme a ello y de que ante todo es en ello donde seré realmente contra-cultural. ¿Qué es más contra-cultural -decir: ‘tenemos que tratar de salvar el planeta tierra’, o decir, ‘creemos de verdad que los muertos están con Dios porque Jesús resucitó de entre los muertos y porque esto es lo verdaderamente lo importante’?
Estas son palabras duras y acepto con todo gusto un diálogo sobre ellas. Pero estoy convencido que contienen su granito de verdad. Me siento animado a manifestarlas, visto el cambio de interés de los jóvenes tanto en Europa como en Norteamérica en favor del sentido místico de la religión. Por los años 60 los jóvenes estuvieron atrapados por los valores humanos de la sicología y la sociología, pero la juventud de hoy muestra un gran interés por el misticismo, los cultos y los movimientos religiosos, las apariciones, y las curaciones, la vida después de la muerte e incluso por la reencarnación y el satanismo. De este giro, tan profundamente enredado en lo esotérico y lo irracional, no podemos concluir automáticamente que estemos en la aurora de una nueva era de la fe cristiana. Sin embargo, una cosa es cierta: que muchos de nuestros contemporáneos están experimentando un profundo vacío de sentido en un mundo anoréxico y bulímico, en donde dinero, notoriedad, poder, individualismo e igualdad han venido a ser los valores supremos. ¿No indica este cambio que el humanismo secular, a pesar de sus realizaciones morales, carece de profundidad, no pacifica nuestro inquieto corazón, y en cierto grado ha sido un empobrecimiento? ¿No demuestra que el positivismo moderno está basado en el fracaso de la imaginación religiosa? ¿No es un signo de los tiempos el que la gente que vive en sofisticadas culturas tecnológicas, empiece a sentirse atraída hacia credos religiosos interpretados de manera muy simplista?
Soy consciente de las probablemente inmediatas reacciones que puede suscitar la distinción que estoy haciendo, entre moral y religión, dentro del cristianismo. Muchos la tacharán de dualista -el epíteto más condenatorio para los críticos modernos. Dirán que estoy separando cosas que van esencialmente unidas, que el amor de Dios y el amor al prójimo están estrechamente unidos y son dos aspectos de una misma cosa. Si no te interesas por la persona que ves, ¿cómo puedes decir que amas a Dios a quien no ves? Los que aman a Dios han de encontrar la expresión primera de ese amor en su entera dedicación a la atención al prójimo, amigo o enemigo. La oración es misionera y la acción misionera es oración, etc., etc.
Otros dirán que hago una falsa descripción de la actual situación de la vida religiosa, que no es cierto que los comprometidos en la justicia social y la ecología tiendan a orar menos o no se interesen por lo trascendente, por los sacramentos o por la escatología.
Sé que estas réplicas son parcialmente verdaderas, pero que también son en parte falsas. Sé que los dos aspectos del cristianismo, la religión y la moral el amor de Dios y el amor al prójimo, están estrechísimamente entrelazados, y soy consciente del brillante esfuerzo de Karl Rahner por unirlos esencialmente (5) (Cf. “Reflections on the Unity of the Love of Neighbour and the Love of God” en: Theological Investigations Vol II, Chap. 16, Baltimore, Helicon Press, 1969, pp. 231ss). Pero sé también que conceptualmente son distintos, porque los he visto separados en la historia de la Iglesia. La iglesia a veces ha experimentado los extremos del quietismo, el super-énfasis en la fe sin buenas obras, y otras veces la herejía de la acción, la entrega ansiosa a las obras importantes de la justicia y la caridad, con detrimento de la vida de fe la oración y la interioridad, que son el alma misma del apostolado.
Corresponde a cada uno examinar su propia vida para determinar dónde está. Pero estoy convencido que los problemas de la vida religiosa no se deben principalmente a la falta de sistemas pedagógicos adecuados o a la ignorancia de la sicología, de los sistemas sociales y de los modelos antropológicos en una época de cambios rápidos. Estoy convencido que su causa más profunda se encuentra en la confusión existente entre religión y moral y en la insistencia sobre la última, a causa de una pérdida de fe y de interés por la primera.
Si el catolicismo se centra casi exclusivamente en la obligación de hacer el bien moral, de promover la justicia social y la ecología o de luchar contra la pornografía o el aborto, entonces ¿cuál es el sentido de sus doctrinas teológicas y sus dogmas? ¿Cuál es el sentido de la redención por Cristo, para una religión reducida a la moral? ¿Cuál es el sentido de la Eucaristía? ¿Son estos dogmas y estos sacramentos tan solo estímulos para la acción, historias y símbolos que nos mueven sutilmente a hacer lo que es realmente importante: fomentar la construcción de un mundo socialmente justo y ecológicamente sólido, crear el reino de la moral? ¿Son sólo adornos religiosos? Si son adornos, ¿por qué no ser honestos y simplemente dejarlos caer? ¿Es acaso la Resurrección un cuento cuyo significado real se reduce a todas esas pequeñas resurrecciones que pueden acaecer en la sociedad, la historia, la vida personal de cada uno?
Una congregación religiosa que se centra tanto en la moral ¿en qué puede distinguirse de grupos como la UNICEF o la FAO, en donde unos hombres y mujeres se dedican también a ciertas causas humanas a veces por salarios muy alejados de los que podrían obtener en otras partes?
A partir del Vaticano II, algunos teólogos incluidos Rahner y Schillebeeckx, han ilustrado la tesis de que Cristo actúa en el mundo doquiera que se hace el bien y se promueven las causas del hombre. Se han presentado ciertas teologías que interpretan el trabajo de construir el reino de Dios como enfocado prioritariamente a nuestra vida humana actual, afirmando que la salvación empieza aquí y no sólo después de la muerte, y que la gloria de Dios es el hombre (y la mujer) viviente. Sintonizo con estos énfasis y también con los esfuerzos modernos por crear una nueva forma de vida religiosa que dependa más del diálogo interpersonal que de la reglamentación impersonal. Pero debo admitir que ninguno de esos esfuerzos por sí mismos, me inflama. Y, a juzgar por las estadísticas vocacionales de las congregaciones "progresistas", sobre las cuales trataremos en el capítulo 3, sé que no han emocionado a los jóvenes. Sospecho que ello se debe a que esos énfasis son profundamente incompletos, nacidos, en parte, de la falta de una fe viva en el Dios trascendente. Están muy bien intencionados y pretenden responder a las críticas contra el cristianismo provenientes del moderno humanismo ateo. Son reacciones reflejas a verdades parciales contenidas en los ateísmos de Marx, de Freud y de Nietzsche, quienes han acusado al cristianismo de ser la causa original de las alienaciones de la sociedad actual. En su esfuerzo por responder a las críticas de estos pensadores seminales, se han desarrollado variadas formas de teología encarnacional que recalcan la colaboración estrecha entre Dios y los hombres en el mundo.
Estas teologías han sido de desigual valor. Algunas incluso, disminuyen la infinitud de Dios en su esfuerzo por situar al hombre casi a la par de la Divinidad. Aunque puedo simpatizar con mucho de esto, creo que se ha ido demasiado lejos. Debemos ciertamente subrayar las causas segundas y no recurrir de inmediato a la Causa Primera para responder a los problemas humanos. Esa es la doctrina del mismo santo Tomás de Aquino. Pero el cristianismo exige una respuesta al mundo y a la humana existencia bien distinta de la del humanismo contemporáneo. En tanto que el humanismo centra su atención en el poder humano y en la libertad, el cristianismo comienza con una humilde gratitud ante un Dios de quien recibimos incluso nuestro poder y libertad. Una de las preocupaciones vitales de la fe cristiana es nuestra ingénita tendencia a torcer nuestra libertad, que surge de lo que Lutero llamó la “desviación” de nuestra voluntad. Nunca debemos relegar al inconsciente el hecho de que el cristianismo se ocupa de Dios, del pecado y de nuestra necesidad de que la mano bondadosa de Dios nos ayude a hacer uso adecuado de nuestra libertad.
La religión cristiana no debe ocuparse de Dios y de nuestra relación con Dios sólo implícitamente, sino explícitamente. De la unión con Dios en la oración emana la luz para ver cómo nos hemos de relacionar con Dios, con el mundo, y entre nosotros. Y si uno quiere vivir su vida de manera particularmente religiosa, si quiere que su vida sea una vida religiosa consagrada, debe vivirla no sólo de manera ideal sino estructuradamente. La Vida Religiosa debe estructurarse de tal forma que la vida del grupo fomente en sus miembros esta preocupación prioritaria por la relación con Dios y dé testimonio de ello a los demás. Una vida así, empapada de oración personal, de diálogo en la fe, de devoción comunitaria y también de devociones, producirá algo que acaso hemos perdido, un buen número de hombres (y de mujeres) santos cuya vida tiene un centro profundo. Si esto se logra, estoy seguro de que los jóvenes volverán a sentirse atraídos hacia la vida religiosa, no tanto porque les resulte más relevante o más interesante que el mundo, sino por la sencilla razón de que la vida religiosa así construida y así vivida es lo que pretende ser: religiosa.
2. VIDA RELIGIOSA Y MODERNIDAD
Para reevaluar los intentos de renovación de la vida religiosa que han tenido lugar a partir del último concilio ecuménico parece conveniente pasar revista a lo sucedido desde entonces. Mi descripción no pretende ser definitiva, lejos de ello, y la presento con la mayor humildad y con la esperanza de despertar otras descripciones e iniciar un diálogo duradero.
Hay muchas maneras de describir lo sucedido en los últimos 30 años transcurridos desde el Vaticano II. Dicen los historiadores que después de cada concilio ecuménico ha sobrevenido siempre una sacudida y que se requieren aproximadamente 25 o 30 años para que el espíritu de un concilio arraigue y dé sus mejores frutos. Los que comentan la evolución de la vida religiosa desde el Vaticano II parecen estar de acuerdo con esto. Presentan esta evolución en tres periodos: (1) el de la rigidez anterior al Vaticano II, (2) el del caos inmediatamente posterior al Vaticano II, y (3) el periodo actual de sana reevaluación con su discurso sobre refundación. Algunos estudiosos de la vida religiosa actual denominan a “estos periodos Modelo I, Modelo II y Modelo III.
El Vaticano II fue un esfuerzo de apertura y aggiornamento. Sus cambios fueron radicales. Reconoció la eclesialidad de otras denominaciones cristianas, abrió el camino al diálogo con las religiones no cristianas, tomó una posición radicalmente nueva respecto de la libertad religiosa, afirmó la bondad propia del mundo secular, y llamó a una renovación de la liturgia y de la vida religiosa, reconociendo que, a través del bautismo, los laicos están llamados al mismo grado de santidad que los religiosos y los sacerdotes.
Cosas todas ellas muy atrevidas para aquel momento, estimulantes y por muchos motivos positivas y provechosas. El Vaticano II puso a la Iglesia de frente al mundo y la obligó a considerar tanto su gloria como su debilidad. No creo que nadie quiera verdaderamente volver atrás. Pero hasta el Vaticano II tuvo sus sombras. Una de sus consecuencias fue que el catolicismo en general y la vida religiosa en particular parecieron perder importancia. Al exaltar la conciencia personal, al desplazar el énfasis desde el pecado y el infierno al amor y al cielo; al comenzar a citar a los adversarios tradicionales de la teología protestante a la par de Rahner y Lonergan; al borrar muchas distinciones y fronteras y al desvanecerse el ghetto católico, -ya no había dragón que matar. Ahora bien, aunque los enemigos, los distingos, los ghettos y los dragones no sean cosas muy deseables, producían sin embargo una cosa: identidad. Su remoción fue una de las razones principales que explican por qué, a partir del Vaticano II, una de las grandes cuestiones que ocuparon a las órdenes y congregaciones religiosas ha sido, hasta la náusea, el problema de la identidad. ¿Qué quiere decir ser religioso: ser Jesuita, o Dominico, o Franciscano, ser Ursulina o Hija de san Pablo?
Pero el problema de la identidad tenía también otras causas no eclesiales. El mundo, después del Vaticano II, se encontró de pronto sumergido en una agitación cultural de la que el concilio no era el causante. Las congregaciones religiosas ya no estaban simplemente rodeadas por una cultura escéptica y materialista, estaban sumergidas en ella. Ella se había infiltrado dentro de los muros de los conventos. Dice J.M.R. Tillard, o.p., que el fracaso de la vida religiosa es un fracaso del entusiasmo, de la pasión, del compromiso, y que tiene su raíz en un cambio de creencias, en una vacilación de fe. El teólogo Walter Kasper ha hecho notar que lo que hoy combatimos no es sólo un ateísmo exterior, sino un ateísmo que está dentro de nuestros corazones.
La cultura moderna ha sido calificada una y otra vez como la irrupción de la secularización (1). Es como si en la segunda mitad de nuestro siglo la Ilustración hubiese llegado a las masas. Lo que hasta el presente habían sido posturas de intelectuales, filósofos y excéntricos ateos, ahora se han convertido, debido a las mejores comunicaciones y a la extensión de la educación, en una fábrica de cultura universal. La muy estudiada y comentada revolución cultural que ha venido extendiéndose desde los años 60, parece haber consistido en una extensión cuantitativa de las ideas que se venían ventilando desde el siglo XVIII.
Pero Paul Ricoeur subraya que la Ilustración ha pasado por dos periodos distintos. Para nuestro propósito, podemos hablar de una primera y de una segunda Ilustración: la de los siglos XVII y XVIII, y la otra, que comenzó en el siglo XIX y ha florecido en el siglo XX.
Ambas comenzaron con una duda. Una duda metódica. Pero la primera recobró la conciencia y encontró una certeza, mientras que la segunda, al recobrar la conciencia encontró sólo sospecha. Descartes empezó dudando de todo, por método, pero al final desechó la duda, porque creyó que podemos encontrar un lugar para la certeza en nuestra conciencia. Aún dudar era una forma de pensar, y lo único de lo que no puedo dudar es de “que pienso”. Cogito, ergo sum. En el centro de la conciencia había una fuente de claridad y de distinción (les idées claires et distinctes), una vía por la cual desterrar el escepticismo acerca de la existencia del mundo o de la verdad de la moral. De modo que la primera Ilustración se caracterizó por una confianza excesiva en un cierto tipo de razón y por una exaltación de la
conciencia subjetiva del hombre. Su campeón fue Kant, para quien el sujeto era creador, en parte, del objeto conocido.
Pero la segunda Ilustración, fundada en Marx, Freud y Nietzsche, fue muy diferente. Habiendo comenzado de manera parecida con una duda científica metódica, estos pensadores, regresaron hacia el sujeto consciente y pensante, pero no encontraron en él ningún lugar para la certeza, sino nuevos motivos para la sospecha. Para ellos la conciencia misma resultaba ser creadora de ilusiones, fabricante de máscaras, la gran impostora. La conciencia misma tenía que ser desenmascarada, especialmente cuando fraguaba lo religioso. La religión era el engaño por excelencia. Era un opio, que provocaba la languidez entre la gente oprimida (Marx), era una obsesión neurótica colectiva (Freud), era un disfraz de la voluntad de poder de los débiles y envidiosos (Nietzsche). Prescindiendo de los finos matices presentes en sus sistemas, podemos decir que, para estos pensadores, la conciencia urde un lenguaje engañoso acerca de Dios, para encubrir lo que hombres y mujeres realmente buscan y desean: gratificación sexual, riqueza y poder.
Este ateísmo moderno, el ateísmo de la conciencia impostora, ha recibido con razón el calificativo de ateísmo “bonito”. Porque tiene su lado ético y se presenta como moralmente atractivo. Nace del deseo de quitarse máscaras y presunciones. El ateo moderno es ateo porque no quiere continuar viviendo con una falsa conciencia. Quiere ser honesto; no quiere decir mentiras. El gran impulso moderno, el impulso de la segunda Ilustración, es ser auténtico, no adorar un ídolo. Por eso sus genios: Freud, Marx y Nietzsche, pueden presentarse como moralistas. Esta es también la razón por la cual Sartre, siguiendo a Nietzsche, puede presentar la fe en Dios como mala fe. La conciencia, en la segunda Ilustración, es el prestidigitador de la evasión, el hábil estafador. La conciencia así concebida logra salvarse cuando trata de sorprenderse a sí misma en sus propias artimañas.
A la luz de lo dicho, podemos explicar dos fenómenos morales que han ocurrido en nuestros tiempos. Primero, el hecho de que para muchos contemporáneos del siglo XX, la hipocresía se convirtió en el gran pecado y la sinceridad en la gran virtud. Era hipocresía no admitir quién y qué eras tú. Si eras homosexual, debías decirlo. Si estabas en situación de adulterio, debías admitirlo. Ser moral significaba salir de los escondrijos. Pero, desafortunadamente, muchos dejaron de preguntarse si actuar abiertamente de acuerdo a esos instintos ocultos era bueno o malo. Algunos consideraban que todo
estaba permitido con tal de que uno asumiera la responsabilidad de sus actos. Otros, atormentados por una culpa secreta, trataron de conquistar la aprobación pública de lo que estaban haciendo en privado; aspiraban a ver públicamente sancionada su moralidad privada.
El segundo fenómeno característico de la segunda Ilustración es que los pensadores contemporáneos se han interesado más por la significación que por la verdad. Así se explica la muerte de la apologética durante los últimos treinta años. Hugo Meynell deplora el hecho de que el último apologista verdadero haya sido C.S. Lewis. Se lamenta de que hoy los teólogos estén más preocupados por mostrar que el cristianismo es relevante. Lo que inunda el mercado son los escritos sobre las implicaciones sociales y políticas del cristianismo, o acerca de su capacidad para proporcionarnos una vida personal más plena y auténtica. Aun admitiendo la importancia de tales escritos, Meynell cree, sin embargo, que una apologética seria, que mire, más allá de la utilidad, a la verdad, es absolutamente indispensable para la Iglesia y que muchos de sus males actuales derivan de esta negligencia. Sin una apologética apropiada, dice Meynell, “el no creyente puede inferir que los cristianos educados están convencidos de que la suprema aspiración religiosa debería estar dirigida efectivamente a la reforma social, la acción política y la higiene sicológica como a su meta última”(2).
En relación con esta desviación - del interés por la verdad al interés por la utilidad - está el hecho de que los seminaristas, tanto diocesanos como religiosos, durante los últimos 20 años, han manifestado universalmente un disgusto por el argumento intelectual. Incluso los más inteligentes tendían a esquivar el entrar en discusiones acerca de la verdad o de la falsedad de posiciones morales o de problemas dogmáticos espinosos como por ejemplo la interpretación de la Resurrección, y se quedaban satisfechos con que una determinada doctrina de la Iglesia tuviese algún sentido para la gente. En los tests de Myers-Briggs son cada vez más numerosos los religiosos que resultan ser más sensibles que reflexivos. Educados en una Ilustración de la sospecha, sospechan visceralmente que la búsqueda de la verdad es una misión imposible, y que las diferentes filosofías son simplemente un desfile de ideologías, sin que exista un criterio que permita discernir cuál es verdadera y cuál es falsa. Este es probablemente el motivo más profundo de la crisis vocacional entre los jóvenes de la segunda Ilustración. Si la conciencia sospecha de sí misma, ¿cómo puede comprometerse a sí misma con algo para un futuro a largo plazo?
Ricoeur cree que tenemos que hacer frente y resistir a lo que él llama la “hermenéutica de la sospecha”. Tenemos que tomar en serio y reconocer la contribución de los pensadores que la crearon. No podemos retornar a la primitiva naiveté (ingenuidad). Pero también insiste en que no podemos quedarnos en un estado de negación, en un vacío de verdad, en la mera negación. Tenemos que llegar a un nuevo lugar de afirmación. Y, para lograr esto, no sólo tenemos que respetar a los creadores de la sospecha, tenemos también que cuestionarlos. Tenemos que sospechar de los sospechadores y someterlos a prueba. Tenemos que trascender la Ilustración en sus dos fases.
No llegaremos a hacerlo esforzándonos por volver a una conciencia concebida como un pensamiento puro, como un yo pensante que se basta a sí mismo separado del mundo. Según los filósofos contemporáneos, semejante proceder es imposible. La conciencia sólo puede ser encontrada como siendo ya conciencia en el mundo y del mundo. La única manera de descubrir cómo es la mente y la conciencia humana consiste en examinar las obras que ha venido sembrando en el mundo a través de los siglos; es decir, mediante el examen de las instituciones y de los documentos de la cultura. Ricoeur apuesta a que, después de una tal reflexión el escándalo de la cruz va a seguir siendo tan escándalo para la conciencia moderna como lo fue para la conciencia anterior. Apuesta a que se descubrirá que el escándalo de la cruz es transcultural, un escándalo no solamente para los hombres de un periodo de la historia, sino para la condición humana en cuanto tal.
En la era moderna el método mismo de la teología ha cambiado. No se va inmediatamente a lo trascendente, a Dios, a lo sagrado, para intentar después relacionarlo con el mundo. Se encuentra a Dios a través del mundo; se descubre lo trascendente como lo profundo del mundo. Se busca una aproximación encarnacional a la escatología y a la trascendencia. Tratamos de encontrar a Dios dentro del mundo como su Momento Creador, como la fuente sin la cual justicia e igualdad, en cuanto imperativos morales absolutos, carecen de motivación y de fundamentación racional.
La Ilustración y la re-definición de la vida religiosa
Ya sea que consideremos la Ilustración en su primera o en su segunda fase, toda ella está marcada por los mismos ideales: el destronamiento de la autoridad y de la tradición en favor de la razón, del libre pensamiento y de la fraternidad humana. Los ideales de ambas Ilustraciones pueden resumirse muy bien en el slogan de la Revolución Francesa, cuyo segundo centenario se celebró en 1989: libertad, fraternidad e igualdad.
A estos tres mismos ideales es a lo que la vida religiosa echó mano durante el tiempo que coincidió casi con nuestros años de vida, en un intento por re-definirse a sí misma; por forjarse una nueva identidad. Tenía que habérselas con esos ideales, tal como habían sido roborados por Nietzsche, Freud y Marx. Nótese que esos ideales son un reflejo de los tres votos y en cierto sentido los objetivos, los ámbitos correspondientes a los tres votos: (libertad) obediencia, (fraternidad) castidad, e (igualdad) pobreza.
El primero de los ideales de la Ilustración en hacer su dramático ingreso en nuestra cultura y vida religiosa fue el ideal de la libertad personal o individual (su héroe, Nietzsche). Nunca antes había gozado de tanto poder en una cultura en general la noción “Yo quiero tal cosa”, como motivo para convalidar moralmente un acto. En el clima de un periodo anterior, el hecho mismo de que alguien deseara ardientemente alguna cosa hacía sospechosa su opinión y su juicio en la materia. En ese clima anterior un tema como el aborto, por ejemplo, precisamente por ser tan importante, no podía dejarse a la libre decisión de una persona que estuviera subjetivamente involucrada en ese problema. Difícilmente podría tener una visión objetiva. Pero ahora, precisamente porque era un asunto tan importante, por eso mismo debía ser dejado a la libre elección del individuo. Importantes obras se escribieron para documentar y criticar este deslizamiento hacia la libertad individualista: After Virtue (Después de la Virtud), de Alasdair McIntyre; The Closing of the American Mind (El cerrarse de la conciencia americana), de Allan Bloom; Habits of the Heart (Hábitos del corazón), de Robert Bellah. Algunos de sus críticos distinguen entre un espíritu liberal, que es admirable en su búsqueda de la discusión y el intercambio de ideas, y un dogma liberal, que es pernicioso por sus exageraciones, porque no nos ha permitido construir una comunidad sobre valores sociales aceptados por todos.
La actual democracia norteamericana tiene muchas facetas de grandeza. A diferencia de la Revolución Francesa y de la Rusa, que acabaron en reinados de terror o totalitarismo, la Revolución Norteamericana obtuvo un solo gran resultado: producir una democracia auténticamente representativa del pueblo. Los Estados Unidos del siglo XX han sido el escenario de muchas revoluciones sociales positivas en el ámbito de la igualdad de las razas y de los sexos. En este camino han sido los pioneros del mundo, aventajando a otras naciones de Occidente que apenas están comenzando a imitarlos. Su grandeza, sin embargo, estriba no en la arbitraria y caprichosa libertad que últimamente ha desarrollado dentro de sus fronteras, sino en las responsabilidades que ha asumido, en su disposición a sacrificar la realización de los deseos personales en favor del bien de los demás. Ha pedido a su pueblo que domine todo impulso de rechazar o subyugar a aquellos cuyo color, sexo o religión es diferente del suyo. Les exige seguir la norma de la ley y del debido proceso que garantice incluso al criminal más endurecido, la presunción de inocencia y un proceso justo. Todo cuanto Norteamérica posee en grandeza y dignidad no ha nacido de una borrachera de libertad. Fundamentalmente nace del sacrificio aceptado con el propósito de preservar profundos valores humanos. Su grandeza estriba en respetar a los pecadores aun cuando denuncie sus pecados.
Por los años 60 y comienzos del 70 la sociedad norteamericana y la vida religiosa fueron invadidas por una forma arbitraria de libertad, una exageración de las libertades nacida de la Ilustración. La mayor preocupación de los religiosos y seminaristas de ese momento fue la auto-realización y la idea de que no podían auto-realizarse a menos que ellos mismos hicieran sus propias opciones en la elección de su estilo de vida y sus ministerios. Era la época en que muchos seminaristas, del mundo entero, desterraban normas que habían sido sacrosantas durante siglos, rehusaban arrodillarse en la capilla y se negaban a reconocer que existiera alguna diferencia entre ellos y sus profesores. Su slogan era el de la cultura juvenil de los años 60: “¡No te fíes de nadie mayor de 30 años!” Los artículos sobre obediencia religiosa que aparecían por entonces en Review for Religious trataban menos de la autoridad del superior como representante de Dios o como líder de un grupo comprometido en una misión religiosa; y recalcaban en cambio que debía ser una persona comprensiva, atenta a las necesidades de los miembros de su comunidad. En lugar de “órdenes de santa obediencia” se pasó a hablar de acompañamiento. Los superiores fueron sustituidos por coordinadores que gobernaron por consenso y a los que se capacitó en la aplicación de los principios de subsidiaridad y colegialidad.
El segundo ideal de la Ilustración que se utilizó en el intento por re-definir la vida religiosa fue el ideal de la fraternidad, interpretado como intimidad (su héroe, Freud; su obra favorita, “El arte de amar”, de Erich Fromm). Al final de los años 60 y comienzos de los 70 la fraternidad entró en el escenario en forma de necesidad de intimidad y comunidad. Algunos pensaban que la religión en sí misma era una proyección de necesidades afectivas. Todos parecían convencidos de que sin relaciones sexuales, al menos sicológicas, uno no podía realmente desarrollarse como persona. Un buen número de sacerdotes y religiosos abandonó la vida religiosa mientras eran todavía núbiles en la convicción de que la Iglesia despertaría pronto y cambiaría las reglas del juego. Otros adoptaron lo que por breve tiempo se llamó “la tercera vía”, esto es, permanecer en cierto modo castos y célibes, pero teniendo al mismo tiempo ciertos encuentros. Todo esto se exacerbó más tarde debido al movimiento gay, homosexual, y a la incapacidad de algunos para darse cuenta de que dentro de la vida religiosa, -piénsese como se piense de las relaciones homo-eróticas en general-, todos los religiosos, estén orientados homosexualmente o heterosexualmente, han pronunciado un mismo voto.
Los que eligieron quedarse y guardar los votos lucharon por una forma de vida comunitaria más fraterna e íntima, y comenzaron a usar la palabra “compartir” como verbo intransitivo. “Compartir” duraba hasta que amanecía. Un “gracias por compartir” y un fuerte abrazo parecían el final obligado de toda conversación, hasta de aquella en la que el provincial había dicho ¡No! en términos inequívocos.
En contrapartida de sus aspectos positivos, esta época de libertad individualista y de fraternidad-intimidad-comunidad fue la “época del corazón dividido”. Una época, no del todo superada, en la que muchos de nosotros nos descarrilamos, nos distrajimos, no nos entregamos del todo a la tarea, no fuimos nada felices. Para muchos religiosos, la vida, en vez de ser una vocación, se convirtió en un pasatiempo. Hicieron un buen trabajo y no estaban del todo desinteresados en la comunidad religiosa; pero su tesoro, el interés que les movía, parecía estar en otro lado. En aquel momento no se dieron cuenta de ello, y no se les puede reprochar; pero absorbidos en sí mismos, en sus proyectos personales y en sus necesidades afectivas, desechando las practicas tradicionales sin reemplazarlas por nuevas formas comunitarias, minaron la energía del grupo.
Como por inconsciente reacción a este viraje, apareció en los círculos de la vida religiosa el discurso acerca de una visión compartida o de un sentido de misión común. Se gastaron muchas fuerzas en escribir declaraciones de misión que todos firmaban y aceptaban a regañadientes en ceremonias paralitúrgicas. Pero había un falso supuesto, cuando se escribían dichas declaraciones de misión: el supuesto de que todos quisieran tener una visión común. Aunque en la Iglesia siempre haya habido un cierto grado de pluralismo y de confusión, lo que parecía diferente ahora es que algunos religiosos parecían casi alegrarse con esta confusión. Abandonaban la búsqueda de una misión compartida no simplemente por la dificultad de alcanzarla, sino porque en un sentido profundo no querían tenerla. Puede sonar duro, pero creo que es verdad que muchos de nosotros, y hasta cierto punto todos, no deseábamos tener una verdadera unidad de mente y de visión; por lo menos no una que fuera detallada y que pudiera invadir nuestra vida e interferir en ella.
El tercer ideal de la Revolución Francesa y de la Ilustración que entró en nuestra vida religiosa en el periodo en que se intentaba re-definirla, fue el de la igualdad (su héroe, Marx). Fue el mismo ideal que dio lugar a la teología de la liberación y a la opción preferencial por los pobres. Se hizo presente con mucha fuerza por los años 80. Comenzando con la 32a Congregación General de los jesuitas, retumbó en la vida religiosa bajo el título de fe y justicia. De pronto se pusieron de moda los análisis sociales y los Comités de Justicia y Paz. Religiosos y religiosas dejaron apostolados de larga tradición como la educación y los hospitales, y se fueron a trabajar entre los pobres y los oprimidos del tercer y primer mundo. Pronto el movimiento se vio implicado en cuestiones de justicia tanto dentro de la Iglesia como fuera de ella, en el primero y también en el tercer mundo. Ahora, repentinamente, toda cuestión era interpretada en términos de un esquema de poder-igualdad. Por todas partes se hablaba de la necesidad de hacerse valer, de las tácticas de confrontación, de la maldad del patriarcado, de la lucha de clases. En el centro de la vida religiosa se puso no sólo la política, sino la política liberal. En el Boston College en 1984, el historiador jesuita John Padberg dijo: “Hay que admitir que desde un punto de vista histórico, muchos de los cambios introducidos en las comunidades religiosas femeninas no derivan del Concilio Vaticano II, sino del movimiento feminista secular”.
Yo creo que todos estos intentos de re-definición de la vida religiosa han fracasado, porque los religiosos se quedaron en un nivel superficial al pensar acerca de la libertad, la fraternidad y la igualdad. En su efecto global, el empuje de estos nuevos valores es maravilloso y estimulante, y están ahí para quedarse. Pero hay que rescatar su profundidad y significado cristiano.
La secularización y la vuelta de la religión
Hoy en la Iglesia estamos en una situación de polarización: liberales contra conservadores. Este hecho puede documentarse leyendo cualquier revista o diario religioso. Avery Dulles, de hecho, distingue cuatro cuasi-ideologías en la iglesia liberal, tradicionalista, neoconservadora y radical(3). Signos de la resistencia al secularismo liberal aparecen no solamente en forma de un creciente fundamentalismo en la práctica religiosa, sino también en ciertas posturas “postliberales” o “postmodernas, de la teología académica, lideradas por hombres como Lindbeck, Huston Smith y Stanley Hauerwas. Esta resistencia es también manifiesta en el área de las vocaciones sacerdotales y religiosas. En todo el mundo industrializado las órdenes que continúan declinando son las órdenes progresistas, mientras que las congregaciones conservadoras experimentan un importante crecimiento.
Pero lo que se está comprendiendo es que el hecho mismo de la polarización tiene una significación religiosa: significa que la modernidad no puede ser comprendida como si fuera un único fenómeno de secularización continuada. Está ocurriendo también algo diferente. Las evidentes resistencias al secularismo liberal apuntan hacia la posibilidad de un gran cambio, de un gran movimiento que conduzca a lograr una síntesis mas elevada.
Muchos quieren ver una significación religiosa en la secularización. La interpretan como el deseo de ser auténtico, de estar libre de ídolos, de evitar a toda costa decir mentiras. ¿Pero acaso no hay también una profunda significación religiosa en la confrontación liberal-conservador y en el surgimiento del fundamentalismo y del neoconservadurismo? ¿No es, este también, un signo de los tiempos? Parece simplista considerar que la resistencia a tendencias que han estado de moda desde el Vaticano II es una mera reacción refleja o una fuga neurótica en busca de seguridad por miedo al mundo secularizado. El hecho mismo de estos contramovimientos tiene un sentido religioso. Revela, entre otras cosas, que los hombres y mujeres de hoy reconocen todavía la presencia del misterio y la trascendencia, y que sienten que, sin ellos, la libertad, la fraternidad y la igualdad continúan siendo superficiales y, a fin de cuentas, sofocantes.
En un artículo titulado Can the West be converted? (¿Puede convertirse el Occidente?), Leslie Newbigin, el famoso misionero anglicano de la India, pregunta: “¿puede haber un verdadero encuentro misionero con esta cultura -cultura tan poderosa, persuasiva, confiada- que se consideraba a sí misma (por lo menos hasta hace bien poco) como “la futura civilización mundial”?
Newbigin deplora y considera excesivo el criticismo de que es objeto el movimiento misionero del siglo XIX por parte de los cristianos social-pensantes, y rechaza el intento de abandonar el término “misiones extranjeras” en favor de otros como “ministerios de ultramar” o “ministerio intercultural”. Dice: “la perplejidad contemporánea frente al movimiento misionero del siglo pasado no es, como nos gusta creer, signo de que nos hemos vuelto más humildes. Mucho me temo que, más bien, evidencie un desvío de la fe. Es evidente que estamos menos dispuestos a afirmar el carácter único, central y decisivo de Jesucristo como Señor y Salvador universal; el Camino, aquél por el que el mundo va a ser probado; la Verdad por la cual se ha de discernir toda otra pretensión de verdad; la única Vida en la cual puede encontrarse vida en plenitud”(4).
En vez de pesar la experiencia religiosa cristiana en la balanza de la razón, tal como nuestra cultura entiende la razón, supongamos, dice Newbigin, que el Evangelio es verdad; que, en la historia de la Biblia y en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo se ha manifestado realmente el Creador y Señor del universo para revelar y realizar su propósito, y que, por lo tanto, todo lo demás, incluyendo las realizaciones y postulados de nuestra cultura, debe ser evaluado, y sólo puede ser válidamente evaluado, con la balanza que esta revelación nos proporciona. ¿Cuál sería el sentido que resultaría de tratar de entender nuestra cultura desde el punto de vista del Evangelio?
El rabino Abraham Heschel dijo algo similar hablando a un grupo de teólogos en una conferencia sobre el futuro de la teología: “siempre me ha resultado intrigante lo muy apegados que parecen estar ustedes a la Biblia y cómo la manejan luego igual que los paganos. El gran desafío para aquellos de nosotros que queremos tomar la Biblia en serio, es dejarla enseñarnos sus categorías esenciales propias; y después, pensar nosotros con ellas, en lugar de pensar acerca de ellas”(5).
Algo nuevo se está agitando, algo nuevo trata de nacer. Un significativo grupo de teólogos está alcanzando una posición postliberal que podría alimentar el hambre de verdad y de un sentido más profundo, que existe en América. El profesor Huston Smith lo expresa así: “Mientras el ‘cerebro’ de Occidente que, para nuestros propósitos presentes, podemos equiparar con la universidad moderna, sigue rodando cuesta abajo por su camino reduccionista, otros centros de la sociedad -nuestras emociones, por ejemplo, tal como se expresan en nuestros artistas, y nuestros deseos- protestan. Estos otros centros de nuestro ser sienten que están siendo arrastrados, entre gritos y pataleos, dentro de un túnel cada vez más oscuro”(6).
El primer mundo se mueve hacia el suicidio, las drogas, el fanatismo violento (hooliganism) y los grafitti, a causa de la falta de sentido que acompaña la vida de sus miembros. La cultura es el sistema de sentido de la sociedad. Según algunos sociólogos la religión es el elemento más profundo de ese sistema de sentido. Pero la religión que nos va quedando en la sociedad occidental está empobrecida. La religión de nuestras culturas secularizadas está altamente intelectualizada, disminuida, desprovista de misterio y de pasión. Los misterios nos causan desconcierto, y se les da una explicación reductiva. Los templos modernos tienen el aspecto de locales bancarios. En muchos templos católicos las imágenes han sido eliminadas o bien relegadas vergonzosamente a los rincones oscuros. La ardiente devoción, tan evidente en la religión popular de una Iglesia anterior, nacida de la inmigración, ha dado paso a una desnudez purista así como a la palabrería en la liturgia. Poco es lo que queda del sentido del misterio y del misticismo, de la invisible realidad que hay más allá de lo material, de lo que Blake llamaba “el infinito en un grano de arena” y “la eternidad en una hora”.
¿Y qué es lo que ha germinado en el desierto de la modernidad? La así llamada ‘pipeline religion’ (religión de tubería) de los carismáticos y pentecostales, el resurgir de una forma de oración emocional unida a una necesidad de apego personal a Jesús expresada emotiva y públicamente, el ministerio de sanación. En suma, el anhelo de un telón de fondo para la vida, de una dimensión más profunda, de un mundo invisible; una vez más, la necesidad de sentir que Dios está presente y de que podemos estar en comunión con Él, la necesidad de sentir la presencia de un Dios que es trascendente a la vez que inmanente. Nuevamente son visibles las oscilaciones pendulares de los debates cristológicos de la Iglesia primitiva. Deseamos ver la faz divina de Jesús así como la faz humana de Dios.
La tercera re-definición de la vida religiosa en términos de igualdad y de justicia es un progreso respecto de las dos primeras re-definiciones basadas en términos de libertad y fraternidad, especialmente cuando son interpretadas como libertad individualista y como intimidad-comunidad sentimentalizada. El individualismo no puede ser fuente de comunidad. Ni podemos ser, los religiosos, meramente intimistas en nuestra espiritualidad. No podemos darnos por satisfechos simplemente porque proclamamos en alta voz nuestros sentimientos de amor a los demás y al Señor. Debemos salir afuera y hacer algo. El amor debe ser activo, social e incluso político. Los cristianos no pueden estar exclusivamente preocupados por su salvación, sea terrena o celestial. “¿Qué nos diría el Señor”, preguntaba Charles Péguy, “si fuéramos a Él sin todos los demás?”
Por otra parte, este tercer modo de re-definirnos y de descubrir una perdida identidad, era (es) en cierto modo más seductor, más propenso a convertirse en ídolo, porque de por sí está fuertemente arraigado en el Evangelio y exige grandes sacrificios. La búsqueda de la justicia social es una “parte constitutiva del Evangelio”, dice un texto, frecuentemente citado, del Sínodo de los obispos de 1971. Pero también tiene su lado oscuro. Fue un progreso porque cambió de foco, desplazando al sujeto individual, el Yo; pero no fue suficiente, porque reemplazó el sujeto individual por el sujeto social, otro sujeto terreno, el sujeto-especie, el Gattungswesen de Marx, o también, con una parte de la sociedad, los pobres, los oprimidos del género humano. Definir la vida religiosa principalmente en términos de justicia social es repetir la maniobra marxista consistente en sustituir la religión por la tarea de criar hombres y mujeres socializados. Ampliaremos esta idea en el capítulo cuarto.
Mientras que el temor a la idolatría movió a los hombres de otras épocas a poner a Dios por encima del mundo y más allá de las imágenes, hoy el peligro de la idolatría vuelve centuplicado cuando buscamos a Dios en las entrañas del mundo.
Algunos dirán que el nuestro es un doble-discurso engañoso y que ellos no quieren tener nada que ver con una religión que no trabaje ardorosamente por la liberación, la igualdad, la compasión y el mejoramiento de la condición de la gente. Pero esta conclusión no es lo que se sigue de lo que estoy diciendo. Todo lo contrario. A menos que vivamos iluminados por la verdad de que el mundo pertenece a Dios y que nuestro deber prioritario es alabarlo agradecidos por sus dones, no podremos siquiera empezar a construir un mundo de justicia. A menos que veamos que Dios es el Primero y el Creador, y que el ser humano es segundo y creado, no podremos encontrar una base sólida para la igualdad humana o para tratar a todos con justicia y amor.
Los evolucionistas convertidos en filósofos dicen que los seres humanos son iguales sólo por el hecho fortuito de que un grupo de seres con un tamaño cerebral parejo florecieron en un momento de la historia. Estos pensadores no pueden encontrar, en consecuencia, ningún fundamento para un imperativo moral de justicia. Semejante imperativo se da solamente cuando y si consideramos que los seres humanos tienen una relación al Absoluto cuya esencia es el amor. Los humanos tienen una dignidad, no por el hecho de tener un cerebro complejo que les confiere algo así como un querer libre, sino porque son amados y porque el verdadero sentido de su existencia consiste en amar de la misma manera que ama el Padre. Como decía Martin Buber: quienquiera que hace de la libertad la característica primaria del ser humano, es ciego para la verdadera naturaleza de la vida humana, que consiste propiamente en “ser enviado y ser comisionado”(7).
El universo tiene sentido y la justicia social es un imperativo porque el amor de Dios hacia nosotros no brota de una necesidad personal de Dios sino que es gratuito. En esta revelación encontraremos la verdadera libertad. Porque el Dios del perfecto futuro es un Dios de plenitud, que ni esclaviza ni tolera la esclavitud.
Los pensadores contemporáneos andan obsesionados por la idea de que hay que superar los dualismos a toda costa, que todas las distinciones deben ser derribadas: lo natural y lo sobrenatural, laicado y clero, Iglesia y mundo. En esta misma línea, a causa de la doctrina de que todos están llamados al mismo grado de santidad por el bautismo, tienden a creer que la distinción entre laicado y religiosos no puede ser mantenida en última instancia. Pero hemos de tener cuidado, no sea que, combatiendo los dualismos, nos olvidemos de ciertas importantes distinciones. Bien puede haber otras distinciones entre vida religiosa y vida laical que no estén en conexión con la común vocación bautismal a la santidad. Los religiosos, creo, están llamados a una manera diferente de separación del mundo. El religioso no debe estar por encima ni más allá del mundo, ni tratar de sustraerse a sus fatigas. Pero la suya sí que ha de ser una vida distinta y separada, adoptando el muy diferente estilo de vida del peregrino, como lo hicieron los apóstoles, que no se quedaron en sus casas, sino que acompañaron a Jesús por el camino.
J.M.R. Tillard y Marcello Azevedo definen la vida religiosa como un modo particular de seguir a Jesús, que supone también la elección de un particular estilo de vida inspirado en el grupo de discípulos del Evangelio, como Pedro y Andrés, que desearon seguir a Jesús en sus viajes por Galilea y Judea.
Se distinguían de los que se quedaron en su casa, como José de Arimatea o Nicodemo. No está claro que Pedro y Andrés fueran más santos que José o Nicodemo, dice Tillard. De hecho hay ciertas evidencias de que eran menos santos, pues cuando menos ellos no negaron a Jesús y Pedro sí. A pesar de todo, Pedro y Andrés se adhirieron a Jesús de modo diferente: fueron discípulos de modo más explícito, directo y público. Ellos hicieron de Cristo y de sus propósitos, su profesión y su carrera. Las obras y caminos de Jesús alteraron más drásticamente el carácter concreto de sus vidas.
Además, si el religioso debe ser un profeta en el mundo de hoy, como lo reclama más de un comentarista, entonces debe ser diferente de los demás, a la manera que un profeta es diferente de aquéllos a quienes es enviado. El profeta es alguien que muestra el camino. Los religiosos deben enseñar con sus vidas que todos los cristianos deben estar en el mundo pero no ser del mundo; que su grandeza no provendrá de rendirse a los valores del mundo. Sin una distinción entre religiosos y laicos la relevancia y la identidad de una auténtica laicalidad cristiana puede estar también en peligro de perderse.
“El religioso”, dice Tillard, “es el hombre que desafía la idolatría del progreso con su misma existencia, que a menudo, está dedicada a una obra de humanización... él proclama que la humanización del mundo encaja dentro de un plan que se extiende mucho más allá de ella. Y declara que el corazón humano puede llenar su esperanza únicamente acogiendo al Uno, al que es el creador de ese plan”(8).
Está surgiendo algo nuevo: una síntesis superior. Consistirá sustancialmente en la recuperación, para la conciencia humana, del sentido de lo trascendente y en una nueva comprensión de lo que significa la separación del mundo. El problema del tercer mundo es la pobreza; el problema del primer mundo es el paganismo. El tercer mundo conserva todavía el sentido de lo trascendente, aunque en el acto de abrazarlo pueda a veces mezclarse mucho la emoción y las supersticiones, y no se traduzca en acción social. El primer mundo en muchos casos ha renunciado simplemente al abrazo. Y haciendo esto no encuentra ya ningún fundamento adecuado para amar al prójimo, al enemigo o al extranjero.
La antigua espiritualidad enseñaba que sólo reconociendo la soberanía de Dios podemos evitar el orgullo. Mediante este mismo reconocimiento es como nos haremos compasivos y trabajaremos por la justicia. La verdadera kenosis consiste en caer en la cuenta de que todos los seres humanos -pobre o rico, hombre o mujer, nosotros o los demás- son de importancia secundaria. Lo que es de primera importancia está más allá. Pero el Dios del más allá nos reenvía al mundo cuyos habitantes son amados incondicionalmente por Él como personas y como sociedades. Él nos impone el imperativo moral de la justicia y el mandato del amor.
A través de una relación con el Señor fundada en la oración, se nos revelará la amplitud de nuestra tarea como cristianos. En la trascendencia redescubriremos la inmanencia. La modernidad y sus religiosos necesitan ponderar de nuevo las palabras del salmista: “En tu luz veremos la luz”.
NOTAS
1) A favor de la posición de un disenso minoritario, véase: Andrew Greeley y Michael Hout: “The Secularization Myth” en The Tablet, June 10, 1989, pp. 665-667.
2) “Faith and Reason”, The Tablet,March 11, 1989, p.276
3) Ver “Catholicism and American Culture” en America January 27, 1990, pp. 54-59.
4) International Bulletin of Missionary Research, April 1988, p.51 .
5) Citado por el Prof. Albert Outler, en “Toward a Postliberal Hermeneutics” Theology Today October 1985, p.290.
6) Toward the Post-Modern Mind, Crossroad, 1982, p.25.
7) Martin Buber, The Eclipse of God, Harper and Row, 1962, p.69.
8) A Gospel Path: The Religious Life, Brussels, Lumen Vitae, 1978, p.39.
3. LAS VOCACIONES Y LA LAICIZACIÓNDE LA VIDA RELIGIOSA
Uno de los aspectos más debatidos de la vida religiosa actual es su evidente incapacidad para atraer nuevos candidatos que conduzcan a las congregaciones hasta el siglo XXI. Cuando alguien pregunta: “¿Cómo va tu congregación?”, casi siempre se refiere al éxito o fracaso en el campo de las vocaciones. Trataremos de la cuestión vocacional dos veces en este libro, aquí y en el último capítulo, desde dos puntos de vista diferentes, aunque relacionados entre sí. Aquí examinaremos el pasado reciente y nos ocuparemos de causas; allá examinaremos posibilidades de futuro.
El problema actual de las vocaciones religiosas es un tema espinoso para debatir, pues requiere prestar atención a estadísticas dolorosas. Hay que aludir al promedio de edades de la congregación y confrontarse con el hecho de que, si esto no cambia, numerosas congregaciones probablemente morirán. Raymond Hostie, s.j., cuenta en La vie et la mort des ordres religieux, que tres cuartas partes de las congregaciones religiosas católicas se han ido perdiendo en la oscuridad y que de unas 105 fundaciones nacidas antes de 1600 sólo quedan 25. Los ejemplos de longevidad son la excepción. La cuestión vocacional es espinosa también porque a este respecto hay muchos sentimientos reprimidos en las congregaciones religiosas. Muchos religiosos están tan resentidos por el infantilismo de la formación recibida por ellos en el pasado y de las limitaciones arbitrarias de la libertad y de la responsabilidad, que cualquier insinuación de que los intentos recientes de modernización quizá hayan sido erróneamente concebidos, despierta en ellos la impaciencia, la pasión y la cólera.
Y, francamente, ¿qué se puede decir sobre las vocaciones? ¿Que habría que trabajar más para atraerlas? Pero es que ese esfuerzo en sí mismo es algo enigmático. La cuestión de la vocación, tal como se presenta hoy, parece quedar fuera del alcance de nuestros esfuerzos: es un asunto de cultura. Como hemos oídodecir hasta la náusea, por los años 1960 y 1970 tuvo lugar un cambio cultural cualitativo. Dicho de forma negativa: el mundo se secularizó enormemente y, en lugar de buscar lo sobrenatural, optó por el materialismo y una idea de libertad interpretada superficialmente como auto-determinación e individualismo. Por supuesto, hay una interpretación más positiva y más profunda de la secularización: como hambre de autenticidad y rechazo de máscaras. Pero, cualquiera sea la interpretación el resultado es el mismo. Repentinamente, sin previo aviso, dentro del primer mundo se secó la fuente de las vocaciones religiosas. ¿Quién, en los años 50, se esperaba lo de los 60? Como quiera que este descenso en las vocaciones apareció prácticamente por doquier y en todas las congregaciones, es difícil ofrecer recetas simples, culparnos de no haber orado o trabajado bastante, de no haber sido algo más obedientes o algo más pobres en nuestro modo de vida. El problema vocacional es parte de un contexto mayor. Es una cuestión cultural y su solución definitiva acaso pida otro cambio cultural igualmente dramático. Ahora bien, los cambios culturales están fuera de nuestro alcance; están en las manos de la historia y la historia está en las manos de Dios. Por otro lado, estoy convencido de que, aunque hay pocas pruebas de que se aproxime otro cambio cultural importante, sin embargo sí están pasando cosas nuevas en el campo de las vocaciones, y ellas pueden ayudarnos a descifrar la causa de ese descenso y nos permiten formular tentativamente proyectos de solución a largo plazo.
Comencemos con algunos hecho nuevos e indiscutibles. Es un hecho que, desde hace ya algunos años ciertas congregaciones han empezado a tener vocaciones en buen número, mientras que otras sólo atraen un número insignificante. Otro hecho: hay congregaciones que han cambiado en una dirección tan drásticamente progresista, que están todavía en estado de shock. Estas congregaciones consiguen algunas vocaciones en el tercer mundo, pero no conozco aún ninguna de ellas que esté teniendo éxito en el reclutamiento vocacional dentro del primer mundo. Por otro lado, hay algunas congregaciones más conservadoras que atraen un número significativo de vocaciones en el primer mundo.
Siento ciertas dudas al mencionar estos hechos porque sé que los conservadores rígidos saltarán de inmediato sobre ellos y dirán que la solución es evidente: renunciar a todas las chapucerías del modernismo y volver a una lectura y a una vida más literal de las disciplinas y las tradiciones. Creo que esta respuesta es no solo ingenua sino también un repudio de la autoridad e inspiración del Vaticano II. El llamado al aggiornamento viene del Espíritu Santo, y debe continuar.
Pero, ¿hay algo que aprender de esta diferencia en la capacidad de conseguir vocaciones, en el mundo moderno, entre estos dos tipos de congregaciones?
Algunas religiosas progresistas, con quienes he comentado estas diferencias, atribuyen a dos cosas el éxito de las congregaciones conservadoras: (1) que reclutan sus vocaciones a una edad muy joven e impresionable, y (2) que algunos tipos dependientes necesitan juntarse a un grupo que les ofrece certidumbre y estabilidad mediante la rígida adhesión a doctrinas y reglas tradicionales. Por el contrario, añaden, las vocaciones atraídas por las congregaciones más progresistas, aunque pocas, suelen ser de más edad, más independientes y maduras, y proporcionarán mejor liderazgo para la Iglesia del futuro.
Pero yo me pregunto si estas explicaciones, basadas en argumentos de certeza, sentimientos de inseguridad y de dependencia, van realmente al corazón de la cuestión. Es cierto que en un mundo de cambios tan rápidos habrá la tentación de refugiarse en un ambiente de seguridad y de absolutos, de buscar un lugar sólido donde afirmarse. La arena movediza es el suelo del fundamentalismo. También puede ser verdad que las pocas vocaciones atraídas por los grupos más progresistas sean verdaderamente más maduras y responsables y que, en última instancia, puedan hacer más por el Reino. Es igualmente posible que el declive de las vocaciones en estas congregaciones sea sólo un fenómeno transitorio que desaparecerá en cuanto los jóvenes se acostumbren a las diferentes formas de vida religiosa y estos mismos grupos alcancen una relativa estabilidad. El atractivo de las congregaciones nuevas y más conservadoras empezará a disminuir, acaso, una vez que desaparezcan los fundadores y comience a debilitarse el entusiasmo. Sólo el tiempo lo dirá.
Pero yo también me pregunto si la pérdida de vocaciones en general no proviene de razones más profundas; si no proviene de lo que llamaré una ‘laicización de la vida religiosa’, resultante de que no se ha logrado entender correctamente la auténtica naturaleza de la renovación que se necesitaba. Yo me pregunto también, si esas congregaciones que han salido adelante en el reclutamiento vocacional lo han logrado porque, a pesar de los defectos provenientes de un rígido conservadurismo, han resistido, queriéndolo o por casualidad, al proceso de secularización. ¿No podría suceder que, en el admirable deseo de afirmar el valor intrínseco del mundo secular, de ensalzar al máximo la libertad individual, y de propender al igualitarismo dentro de la Iglesia, hayamos sido inducidos a afirmar, en los hechos, que no hay diferencia, o casi ninguna, entre la vida laical y la vida religiosa? Es decir, ¿ninguna diferencia entre la vida cristiana en el mundo y la ‘vida religiosa’, la cual pide, en todas sus formas, cierto grado de ‘separación’ del mundo? Es claro que estoy empleando la palabra ‘laico’ como si fuera casi sinónimo de ‘secular’ y no en oposición a ‘clerical’, que define a los que están en las sagradas órdenes. Hay por supuesto, muchas comunidades religiosas sin sacerdotes.
Estoy convencido de que la clave para el enigma de las vocaciones estriba aquí. Lo que sigue es un intento de entablar un diálogo con el cual enriquecer nuestro concepto de vida religiosa.
La vida religiosa ha sido presentada tradicionalmente como “un estado de perfección”, un camino más alto, el camino de la caridad perfecta. Por cierto, también el Vaticano II emplea la frase Perfectae caritatis (De la Caridad Perfecta) como titulo del decreto sobre la renovación de la vida religiosa. Pero muchos autores insisten ahora en que no debemos poner ninguna distinción jerárquica entre vida religiosa y vida seglar. No hay orden de prioridad. El llamado a la santidad es universal, pues está inscrito en nuestro bautismo y la santidad es posible en ambos caminos de vida, hasta el punto de que algunas personas laicas alcanzan a veces una santidad y una caridad mayores que los religiosos, eso sin hablar de la plenitud sicológica.
¿Todo eso es verdad, pero es enteramente relevante?
Ciertamente, desde muchos puntos de vista, ignorar esta distinción producía un bienvenido alivio. Era un caso más del generalizado rechazo del triunfalismo que había infectado hasta entonces a la Iglesia institucional: era el repudio de lo artificioso, de los títulos, del sentimiento de la propia inflación. Era consecuencia del llamado hecho a los religiosos para que volvieran a la humildad evangélica, a la sencilla ‘paja’ del Evangelio.
Pero terminar con las diferencias ha tenido otras repercusiones. Se han abandonado muchas tradiciones que emanaban de la distinción entre ambos estados de vida y actuaban como símbolos para mantenerla viva. Se dejaron, por presuntuosos, ciertos hábitos religiosos; muchas prácticas de oración comunitaria, por repetitivas y aburridas; horarios fijos, por impedir la dedicación de los miembros a un trabajo mucho más importante en el mundo. Se proscribieron las diferencias entre el espacio “sagrado” del claustro y el espacio “profano” del mundo como algo curioso y excéntrico. Desapareció la prioridad del calendario litúrgico a favor del calendario mundano. Se debilitó mucho el sentido del tiempo sagrado, del espacio sagrado y de las personas “sagradas”, dedicados de modo especial a algo que trasciende al mundo.
Lo que propongo no es que debamos volver a todas las prácticas y estructuras que han sido descartadas. Lejos de eso. Quiero decir, más bien, que esas prácticas eran portadoras y transmisoras de lo sagrado de la congregación y de su mito, símbolos que daban carne a su intencionalidad y a su carisma. Encarnaban y servían de soporte a la espiritualidad de la congregación. No podían ser simple y llanamente abandonadas sin reemplazarlas de alguna forma. Una congregación religiosa no puede proponer una visión o carisma sólo a nivel intelectual y dejar a cada individuo descubrir su modo personal de vivirlo. “Una comunidad religiosa no es simplemente una colección de cristianos en busca de la perfección personal”, dice un documento sobre la comunidad, recientemente publicado por la Congregación de Religiosos para preparar el Sínodo sobre la Vida Religiosa en el otoño de 1994. Sigue diciendo, que la comunidad religiosa, en su estructuras, motivaciones y valores distintivos, hace públicamente visible y continuamente perceptible el don de la fraternidad dado por Cristo a toda la Iglesia. Por eso mismo, tiene por misión y compromiso, al que no puede renunciar, ser y ser vista como un organismo vivo de comunión fraterna, signo y estimulo para todos los bautizados”(1). No es únicamente una entidad carismática o profética, sino también política y social. Debe dar testimonio no sólo a través de la vida del individuo, sino también como cuerpo, institución y estructura social en la vida de la Iglesia. Y con el fin de alcanzar esto, debe tener una vida de oración, tanto común como privada. Será sólo cuando una congregación ofrezca esta vida común, como contrasigno social y político frente el mundo, que atraerá nuevas vocaciones.
Aggiornamento no significa, pues, sólo abolir prácticas, significa también crear nuevas prácticas, nuevas estructuras, nuevos símbolos, que den otra expresión a la congregación, de manera que sea fiel al pasado y esté al mismo tiempo en armonía con las ideas válidas del mundo moderno. La renovación no debe descartar sino que, después de meditarlo bien, debe preservar y dar nueva expresión a la distinción entre “la vida religiosa” y una vida en el mundo vivida religiosamente, como es la del laico.
Nos hallamos en el corazón de la cuestión. ¿Cuál es la diferencia entre ‘la vida religiosa’ y ‘una vida que es religiosa’? Claro que todos estamos llamados a vivir religiosamente. La dimensión religiosa, la dimensión de lo santo, debe ser el contexto fundamental de la vida de todo cristiano. “Fundamental”, porque las consideraciones religiosas deben, en último análisis, pasar por encima de todas las demás consideraciones: del arte, del placer, del patriotismo, y de los demás valores humanos. Pero el que entra en la vida religiosa hace de la religión no sólo el contexto de su vida, sino también su carrera. Porque una cosa es observar los consejos evangélicos como consejos, y otra cosa obligarse formal y públicamente a observarlos por voto. Al hacer de la religión su carrera, su profesión, los religiosos adoptan una forma de vida religiosa. Sus votos religiosos, así como las estructuras y prácticas de su vida, se dirigen explícitamente a dar testimonio de lo que trasciende al mundo. En el caso de la persona laica, lo religioso es el contexto de su carrera, pero no la carrera misma. La vida del religioso difiere en que ambos, tanto su carrera como el contexto de la misma son religiosos. A través de la forma de vida que abrazan, los religiosos dan testimonio de la no importancia última de cosas muy importantes: el afecto humano, la libertad y el bienestar material.
“Si se me preguntara por el fundamento de la vida religiosa, dice J.M.R. Tillard, “yo diría simplemente que es el conjunto del Evangelio -la carta de la existencia cristiana en cuanto tal- pero mirada desde el ángulo de su radicalidad”(2). La vida religiosa no se distingue de la vida cristiana en el empeño por la perfección, ni siquiera por la adhesión a los consejos evangélicos, pues todos los cristianos están llamados, en algún grado, a esas dos cosas. La radicalidad que caracteriza a la vida religiosa se encuentra en un estilo existencial particular, el compromiso con un modo de vida que en su contenido demuestra claramente y públicamente que, para este grupo, Jesús es “lo único necesario”.
En palabras de la Lumen Gentium: “El estado religioso imita más de cerca y representa perpetuamente en la Iglesia aquella forma de vida que el Hijo de Dios escogió al venir al mundo para cumplir la voluntad del Padre, y que dejó propuesta a los discípulos que quisieran seguirle” (LG 44). Si la vida de un religioso con votos no es una más cercana y concreta representación de la vida de Cristo y, como tal, un signo claro de contradicción frente a cosas incluso buenas de este mundo, entonces se ha apartado de su vocación y en cierto sentido se ha pasado a la vida laica. Ha perdido su vocación. Mi pregunta es si enteras congregaciones no pueden en cierto sentido perder su vocación, experimentar una regresión a la vida laical y, como consecuencia, perder su verdadera identidad. De esa manera, parecen ir flotando a la deriva y tienen poca capacidad de atracción, porque no ofrecen una alternativa válida frente a la vida de cualquier fiel cristiano en el mundo.
Es interesante notar que la Lumen Gentium, la Constitución del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia, menciona por primera vez la vida religiosa inmediatamente después del párrafo dedicado al martirio y casi como una prolongación del mismo tema.
La vida religiosa puede haber atraído a personas de carácter débil, pero también ha atraído a muchas personas tan llenas de amor y de ideales que se determinaron a ser diferentes, resistieron a la presión de su contemporáneos que les tuvieron por raros, y siguieron a Jesús de un modo más literal dejando familia, hogar y a veces también la patria.
Posiblemente la vida religiosa, tal como se la vive en ciertas congregaciones, ha dejado de atraer a gente de ideales porque los miembros de esas congregaciones apenas si dan alguna prueba evidente de la radicalidad del Evangelio y de una vida interior profunda. Karl Rahner aceptaba la posibilidad de la muerte de la vida religiosa tal como la habíamos conocido, pero sólo con la esperanza de una nueva espiritualidad: “Aquella espiritualidad más bien aburguesada que -a juzgar por las apariencias- se vivía en muchas órdenes antes de la primera guerra mundial y que signaba demasiado la vida religiosa, acaso pertenezca al pasado y los jóvenes podrán decir quizás que ya no servía desde elcomienzo. En cambio, una espiritualidad nueva en la vida religiosa y en la Iglesia tendrá un futuro real y asegurado”(3). Ahora bien, ¿es esta nueva espiritualidad en forma de una rica vida interior encarnada en nuevas observancias, lo que se ha venido realizando?
Muchas congregaciones que han optado por un camino progresista constan de dos tipos de miembros. Están los más conservadores, que se mantienen apegados digamos literalmente a las antiguas prácticas o, si no lo están, se sienten culpables de no estarlo. Y están los más progresistas, que simplemente han abandonado muchas de las prácticas de apoyo propias del pasado -a veces con buenas razones-, pero que no las han reemplazado con nada o casi nada, en el campo de la disciplina o de la práctica. Dan pocos signos de observancia exterior: no celebran o no oyen misa a diario; no rezan el breviario; rara vez se les ve en la capilla o en actitud de oración. Si leen la Biblia a diario o con un ritmo semanal, hay pocas pruebas externas de ello. Peor aún, en sus vidas queda muy poco del rigor de la pobreza o de la obediencia. Son, por supuesto, grandes trabajadores; si además son sacerdotes, celebrarán la liturgia con la frecuencia con que la desee alguna comunidad. Frecuentemente son amables y atentos. A menudo están llenos de fervor apostólico. Pero algo les falta. Han abandonado un tipo de espiritualidad en sus aspectos concretos y no la han reemplazado y con nada se ha reemplazado. Su vida religiosa no tiene rostro. No da muestras claras de ser expresión de los votos, expresión del culto y de la alabanza al Señor en y por medio de la mortificación y el sacrificio. Ya no es una forma de vida que proyecte en el mundo la vida de Cristo con un relieve literal y dramático. Es una vida religiosa privada de élan (aliento, impulso), en parte porque le falta una encarnación diferenciadora y concreta.
Algunos dirán: ‘Gracias a Dios, que ha muerto la bestia’. Como miembros de congregaciones religiosas activas que son , dirán que se han desprendido legítimamente, de una espiritualidad monástica que ya no era la adecuada para una congregación apostólica moderna y para un mundo llegado a la mayoría de edad. Y, sin embargo, una vez más, ¿qué forma de vida la ha reemplazado? Es pecar de angelismo esperar que la gente viva un carisma sin proporcionarle una encarnación concreta. ¿De qué manera esta forma de existencia que es la vida religiosa, es una forma alternativa de vida frente a la del mundo secular? La nueva espiritualidad, de la que hablaba Karl Rahner, no debe ser simplemente un slogan o una virtud, ni siquiera un carisma o un espíritu; debe ser también una forma de vida, un conjunto básico de símbolos y prácticas relacionadas con lo sagrado, un ascetismo y una disciplina de oración.
La hermana Madeleine, una carmelita recientemente desaparecida, ha subrayado que los votos no pueden quedarse en meras actitudes, sino que deben ser encarnaciones concretas de una postura radical y adorante hacia Dios y de un amor y servicio a los demás. Dice: “Sabemos que la Iglesia no perdería nada que sea necesario para su estructura y constitución básica si no existiera la vida religiosa. Lo que perdería es algo que enriquece y hace irradiar su vida y santidad. Perdería la presencia de aquellos que, como dice Agustín: “viven en su carne lo que la Iglesia entera vive por la fe”, y que eso es el valor supremo de conocer a Jesucristo y vivir su relación con el Padre como lo único necesario”(4). ¿Acaso no es el propósito de la vida religiosa vivir en modo tangible y aún literal, en la carne, la distinción entre el Padre y el mundo? En nuestro generoso esfuerzo por ser encarnados e identificarnos concretamente con los laicos, ¿no hemos perdido de vista los aspectos místicos escatológicos de nuestra vocación? ¿0 hay una forma de preservar esos elementos dentro del marco de un encarnacionismo intenso? Sigue volviendo a la mente un pensamiento: Si no se vive una vida que actualice la vida y la pasión de Cristo, los religiosos tendrán poco de profundidad que ofrecer al mundo.
La hermana Madeleine reconoce que los votos no son, en primer lugar, actos de renuncia. Son actos de adoración que implican una renuncia. Pero sigue diciendo que debemos vivir también, sumisamente, el lado negativo de nuestra vocación. “Hay... en nuestras vidas una paradoja, en el sentido de que estamos llamados a un cierto vacío en vista de una plenitud que viene de Dios. Este vacío supone que nosotros abracemos voluntariamente las negaciones en nuestro estado de vida, sin ignorarlas ni negarlas, sin evitarlas mediante compensaciones, compromisos y hasta flagrantes contradicciones como son una pobreza rica, una obediencia dirigida por uno mismo, un celibato no casto”(5). Con esto la hermana nos está urgiendo simplemente a que recordemos que la vida religiosa, aunque no es superior a la vida del seglar, sin embargo es un camino alternativo que, si quiere ser auténtico, debe ser un camino de Cruz.
Se puede poner una analogía entre lo sucedido en la vida religiosa con la secularización generalizada de la cultura occidental. Muchos pensadores, junto con Bonhoeffer y Kierkegaard, abogaron por un cristianismo no religioso, un cristianismo despojado de todos los elementos de lo sagrado, sin tiempos, ni lugares, personas, mitos y ritos sagrados. Según este criterio, lo sagrado es precisamente lo que ha sido superado por Cristo y el Evangelio. El cristianismo no era una religión más, sino una fe. “La cristiandad tiene que morir para que pueda vivir el cristianismo”, entonaban con Kierkegaard.
Hoy, sin embargo, nos damos cuenta de que lo sagrado, expresado en términos de mito, símbolo, oración y ritual, es una dimensión de la conciencia misma. Hablar de suprimirlo es una contradicción práctica. Jean Daniélou, resistiéndose a la secularización radical, hablaba, por el contrario, de la necesidad de mantener siempre una “cristiandad”, un conjunto de estructuras sociales portadoras de lo sagrado. Abogaba por una política que fomentase ciertas estructuras de oración (conditions de l’Oraison) en el corazón de la civilización tecnológica. Pero, al mismo tiempo, insistía en que, por parte del cristianismo, hay una obligación correlativa de no resignarse a seguir existiendo simplemente, como si fuera un residuo sociológico del pasado. Debe más bien confrontarse con la civilización actual. El cristianismo debe fomentar el respeto a la persona humana, luchar por mejorar las condiciones de la mujer y de las minorías, luchar por la hermandad entre los pueblos de todas las razas, aún cuando el rasgo más importante del cristianismo siempre será la Encarnación del Verbo y su Resurrección, la efusión del Espíritu y la misión de los apóstoles, la conversión y la santificación de los corazones.
Se desprende de ello una lección para la vida religiosa. Lo que se necesita no es una desacralización sino una purificación de lo sagrado, reemplazar ciertas ideas de lo sagrado por una concepción que realmente se enfrente al reto de la modernidad. En nuestras congregaciones se necesita crear nuevas “condiciones de oración”, nuevas estructuras de oración y de culto personal y comunitario, que hagan revivir el Evangelio en sus miembros y aviven la constante conversión y santificación de los corazones; estructuras que, aunque los orienten a salir en misión, les recuerden también que el centro de la vida religiosa es la Encarnación y la Resurrección del Señor.
Cuando se acepte, si se acepta, esta necesidad de crear nuevas estructuras, entonces comenzará, recién, la ardua tarea. ¿Qué clase de estructuras? ¿Qué formas concretas de vida expresarán el sentido de los votos para hoy? ¿Qué formas de oración alimentarán realmente al moderno aspirante a la vida religiosa? ¿Hay algo que aprender de los modos de oración de otros movimientos espirituales actuales? ¿No habremos obrado con demasiada arrogancia al desechar las estructuras establecidas por nuestros fundadores? ¿No tienen éstas algo que enseñarnos sobre el espíritu y el carisma del fundador, como señalé ya en la introducción de este libro?
Tratándose de cuestiones tan difíciles, nadie puede presumir de tener todas las respuestas. Estamos buscando todavía las preguntas justas. A pesar de todo, estoy convencido de que el camino a las respuestas adecuadas no pasa tanto por las ideas y las teorías, cuanto por personas de carne y hueso. Me refiero particularmente al fundador, o fundadores, de la congregación y a los santos de su historia.
El Padre Raymond Hostie analiza los rasgos históricos comunes entre las pocas congregaciones que, estando ya en decadencia, sin embargo no murieron sino que se regeneraron. El proceso de regeneración sigue un patrón fijo. Frecuentemente son los superiores los primeros en sentirse alarmados. Estimulan e incitan como pueden. Multiplican las cartas, las visitas, los cambios de personal. Pero ninguno de estos esfuerzos por parte de la autoridad parece tener efecto duradero alguno. Sólo logran detener temporalmente la marea. “Toda reforma duradera, dice Hostie, está arraigada en el fenómeno de un grupo más bien reducido, que reemprende de nuevo por cuenta propia el camino de la fundación”(7). Hay siempre un pequeño grupo dentro de esas congregaciones que se inflaman de nuevo con el espíritu del fundador e intentan reencarnar la congregación en la línea de este espíritu. Algunos lo intentan regresando literalmente a las prácticas originales, pero las de mayor éxito son las que, como Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, desechan el mero culto del pasado y se esfuerzan creativamente por lograr una auténtica refundación. Aquí la vuelta a las fuentes está acompañada de innovaciones espectaculares y completamente inesperadas. Estos pequeños grupos siempre se han caracterizado también por su tenacidad; rechazan categóricamente todas las medias tintas en su esfuerzo por recuperar para el presente el espíritu original. Tan fiera es a veces su entereza que, como ocurrió en el caso de los capuchinos frente a los franciscanos, fueron, es cierto, expulsados, pero no sin enriquecer a la Iglesia con una nueva orden y sin haber contribuido a regenerar la antigua.
La regeneración de hoy, ¿no dependerá también de que la congregación se galvanice no por obra de los superiores, sino por la de un pequeño grupo de sus miembros? ¿Un grupo que comience una vez más viviendo la primitiva radicalidad dentro de un nuevo conjunto de prácticas y estrategias, viviéndola con tenacidad, sin pensar en lo que van a hacer los demás? ¿Un grupo que insista en que la congregación debe desprenderse del excesivo bagaje, conforme al espíritu de pobreza del fundador; un grupo cuyos miembros estén dispuestos a entregarse a una causa más grande y a dar prioridad a esta causa por encima de su propia realización; un grupo suficientemente libre para defender una re-evaluación de los apostolados, capaces de abandonar, aquellos que no están en línea con el espíritu del fundador; un grupo atento a adoptar una forma de vida que sea, en todo, reflejo del Evangelio? ¿Y todo esto con tenacidad?
Es absolutamente esencial, para su perduración en la Iglesia, que la vida religiosa se experimente como siendo algo distinto. Debe ser visualizada como algo diferente en lo tocante a la santidad. En ella debe haber personas que sean realmente hombres y mujeres del Evangelio, hombres y mujeres cuyo objetivo primero sea la unión personal con el Señor. “Sólo quiero amarle más y servirle mejor”, me dijo recientemente una religiosa. No basta que sean simplemente personas que actúan haciendo el bien. Como los apóstoles, deben ser gente misionada. Como Jeremías, deben anunciar el mensaje de que el nombre de Dios “es como un fuego ardiente en mi corazón; encendido en mis huesos y que, aunque yo trataba de sofocarlo, no lo lograba”. Si la vida religiosa no es un fuego así, no es nada.
Sólo esto atraerá nuevamente a los jóvenes. En el mundo de hoy hay tanto idealismo como antes. No hay menos capacidad de sacrificio y de compromiso. La diferencia está en que, más que nunca, la gente moderna y educada busca hoy una razón -una razón que se pueda verificar por la experiencia. “¿Cuál será la diferencia?”, preguntan cuando se aproximan a considerar la posibilidad de la vida religiosa. Decía Nietzsche y a Víctor Frankl le gustaba repetirlo: “Podemos sufrir cualquier cómo, con tal de tener un por qué”. El ‘por qué’ es lo que falta hoy: ¿por qué el sacrificio? Como ha dicho J.M.R. Tillard, el aspecto más profundo de la crisis de la vida religiosa está unido a la crisis general de la Iglesia, a la crisis de fe.
En principio, a esta crisis puede responderse con argumentos razonados; pero hoy frecuentemente son más eficaces las respuestas existenciales: como es vivir una vida que abraza el camino del despojamiento por amor del Señor, pero que hace florecer lo humano; una vida en la que se muere y se resucita en un modo nuevo de estar presente en el amor fraterno, o en la fuerza de la profecía. A los ojos de la cultura actual la garantía de la verdad está en la significancia. Epistemológicamente, quizá no sea ésta la última garantía; pero, si queremos ganar audiencia, sería por ahí por donde deberíamos empezar.
Solo el atractivo del Evangelio y el llamado de nuestros fundadores hablarán una vez más a los jóvenes. Muchos de ellos sienten hambre de algo que cuestione al mundo secular en el que viven y del que, hasta cierto punto, están hartos. Una vez más andan ansiosos de visiones, de poesía y de sueños. Se sienten atraídos por el Evangelio y por una más vivencia fiel de la vida de Cristo. Desean retirarse con Él a un lugar apartado. No tienen miedo de su Cruz, pues sospechan que, en el fondo, su yugo puede ser suave y su carga ligera. Buscan tan sólo una comunidad de personas que les hayan abierto un camino y que sepan acompañarlos por él.
4. EL CELIBATO, LAS CATEDRALES Y LA SICOLOGÍA MODERNA
La catedral de la Asunción de la Ciudad de México está asentada a un lado del Zócalo, la espaciosa plaza rodeada por los edificios que constituyen la sede del gobierno mexicano. Al franquear los portones de la catedral, mis ojos quedaron cautivados por la línea de las columnas que se dirigen hacia el techo abovedado de allá arriba. Mientras admiraba su grandeza, me sentía abrumado por mi insignificancia y, curiosamente, me vino la idea de que las catedrales y el celibato tienen mucho en común. De repente y sin razón especial, me hallé pensando en que, si la castidad del célibe es problemática hoy, si a muchos les parece una opción impensable y el principal obstáculo para las vocaciones sacerdotales y religiosas, ello se debe en primer lugar a que nos hemos apartado del mundo de las catedrales, un mundo en el que construir grandes espacios sagrados parecía tener sentido.
En el momento actual, tanto las catedrales como el celibato consagrado son objeto de críticas. Aunque la gente admira la belleza y majestad de esas grandes catedrales, sin embargo difícilmente estaría de acuerdo en construir una hoy, y a veces pregunta por qué fueron construidas en el pasado cuando el dinero podía haber sido dado a los pobres. El mismo Juan Pablo II dudó, ante la oposición de la opinión pública, en consagrar la mastodóntica catedral africana de Costa de Marfil. De manera semejante, algunos cuestionan el que la Iglesia imponga el rigor del celibato a los sacerdotes. Incluso algunos teólogos católicos discuten la norma del celibato y dan argumentos en favor de un clero casado. A veces la castidad del célibe es considerada como una disfunción, y la Iglesia que la impone como fuera de sintonía con su tiempo. Da la impresión de que en el occidente industrializado sólo las mujeres quisieran ser sacerdotes célibes. Si hoy apreciamos menos la castidad del célibe, se debe en parte a que hemos olvidado el movimiento vertical de la religión hacia Dios, del que son imagen y símbolo las columnas de la catedral. Lo hemos sustituido por un movimiento horizontal hacia nuestros hermanos y hermanas. Al sacrificio, la ascesis y la mortificación sólo se les encuentra hoy sentido, si son de tipo relacional, si el sacrificio que exigen facilita la vida de los demás en este valle de lágrimas. Estamos inclinados a quitar valor a la piedad y a una vida centrada en la relación personal de amor a Dios en la oración y los sacramentos. A esta piedad se la considera pasada de moda, y se piensa que es de tipo quietista y que está construida sobre metáforas predominantemente románticas de una vida espiritual vivida en intimidad con Dios. Subestimamos al Dios del desierto y preferimos construir el Reino en la plaza del mercado.
La modernidad se deja definir bastante exactamente como la época del desinflamiento de lo sagrado, del derrumbe de la distinción entre lo sagrado y lo profano. Todo ha sido sutilmente invadido por el pensamiento evolucionista. La imagen subconsciente que se hace del ser la mentalidad moderna es la de un mundo material en cambio permanente. Es la imagen de un proceso de la materia que cambia y de unas estructuras que aparecen por accidente o por azar. Hay poco sentido de un Ser que está afuera o encima de este proceso; no hay Logos creador o mano divina invisible en él. Si hay un dios, es el mundo mismo. Como modernos que somos, estamos inclinados a un panteísmo implícito.
Ahora bien, el Antiguo Testamento está lleno del sentido de intimidad mística, del compromiso, y del tierno amor de un Dios que es persona y trasciende al mundo. Los versos del salmista desbordan nostalgia del Señor, asombro por su ausencia y gratitud por su presencia. Así el salmo 42:
Como busca la cierva corrientes de agua,
así mi alma te busca a ti, Dios mío,
mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo:
cuando entraré a ver el rostro de Dios?
El énfasis está puesto en la relación entre la creatura y el Creador, en la honda sed del corazón humano. A pesar de sus mil compromisos con el mundo, el salmista ansía la altura y la profundidad del Trascendente, simbolizado aquí en el agua viva. No sé si algún día los sacerdotes diocesanos tendrán permiso para casarse. Podría ocurrir, aunque la prohibición se remonte a los primerísimos siglos, porque algunos teólogos piensan que esto es cuestión de la ley eclesiástica más que de una parte inmutable del legado esencial de Cristo. Pero la cuestión no se puede decidir basándose en prejuicios o ideologías modernas. Hay buenos argumentos para las dos vertientes de la cuestión y hay que dar tiempo para que se llegue a una conclusión. Los teólogos están reflexionando sobre el asunto y darán su opinión a la Iglesia, y serán el Papa y los obispos quienes decidirán en última instancia. Pero no nos ocupamos en este trabajo de la cuestión del celibato sacerdotal obligatorio. La castidad del célibe, la renuncia voluntaria y de por vida a todo acto sexual genital, es un elemento esencial de la vida religiosa y sigue siendo, así lo creo, un símbolo importantísimo de la existencia sacerdotal. Una cosa, al menos, es clara: que nuestra respuesta a los signos de los tiempos no siempre necesita adoptar la forma de capitulación ante los tiempos, abrazando el camino más fácil. Así como debemos aprender a escuchar las voces del Evangelio presentes en el mundo moderno y en sus tendencias, así también debemos percibir sus elementos corrosivos y no tener miedo de ser contra-culturales.
En este ensayo me limitaré a tratar del sentido que tiene la castidad del célibe y por qué, ésta debería ser mantenida de algún modo como una importante práctica cristiana de la Iglesia. En el camino trataré también de algunas razones por las cuales la sicología contemporánea la considera problemática.
Las columnas de la catedral de México me dieron un mensaje importante sobre la relación entre la castidad del célibe y el amor de Dios. A medida que seguía mi vuelo hacia el cielo arquitectónico de la catedral, me sentí invadido por el pensamiento de que, por hermosa que sea la pasión erótica -el abrazo de dos cuerpos y el intercambio del goce sexual-, hay algo todavía más sublime. Hay algo más hermoso todavía que el maravilloso amor que transporta a dos personas hasta un paraíso encantado y les hace sentirse vivos por primera vez.
En mi mente resonaba una frase como dicha por una voz interior “El celibato es el símbolo de una vida que se eleva hasta lo santo”. Tan poderoso era el pensamiento que me trajo el recuerdo de las voces que solían hablar a Juana de Arco. Era como si el movimiento ascendente de las columnas me recordara que, si como cristianos podemos caminar, también podemos volar hasta lo alto. Me puso cara a cara con la dimensión trascendente de la cual la castidad del célibe ha sido siempre: indicador y signo. La frase me acompañó días enteros e imperceptiblemente me transformó. Desalojó de mi corazón un gusano de duda, acerca de la vida religiosa y del voto de castidad, que me había roído durante años. Como una luz en las tinieblas me infundió una fortaleza serena. Me recordó algo de lo que, por distracción, habíamos olvidado: que más allá de las relaciones humanas con plantas y animales, con minerales y máquinas, con otros seres humanos, hay también otra posibilidad de relación y de trato tan real como aquéllas: con el Dios vivo.
La fe en Dios ensancha nuestro mundo. Nos revela que una zona de misterio rodea nuestra vida ordinaria. Nos permite ver que nuestra vida está inserta dentro de una región encantada y de un espacio místico, dentro de la dimensión santa de un Dios de amor, que inspira no un miedo y un terror deprimentes, sino un respeto y un asombro pacificadores. Si algo ha hecho la Iglesia a lo largo de los años, es que ha logrado preservar el mensaje de que en el tiempo hay eternidad, y de que por eso: el mundo no es un absurdo ni está desprovisto de sentido.
¿Cuál es entonces la razón de la crisis de la castidad consagrada en la Iglesia de hoy? La causa radical de esa crisis es la nivelación de las dimensiones. Michael Buckley, s.j., ha dicho que el ateísmo norteamericano tiene sus raíces en la convicción de que la ciencia empírica y su metodología es el único camino de conocimiento en todos los campos de la investigación, no sólo en el campo de la física y de la biología, sino incluso cuando se trata de cuestiones sobre Dios o la moral. La ciencia, extendida más allá de su terreno específico, se ha constituido en la nueva metafísica. Nos hemos convertido en hombres y mujeres “unidimensionales”, cuyo pensamiento es reductivo y sin imaginación.
La crisis del celibato y de la castidad va unida a la muerte de las grandes causas, de las grandes aventuras que, por encima del tiempo, alcanzan más allá del tiempo, a la eternidad. “El mundo está demasiado con nosotros”, decía Wordsworth en otro contexto, “acumulando y gastando y derrochando nuestras fuerzas”. En nuestra desconfianza respecto de nuestras capacidades para trascender el mundo, nos apegamos a él, llenos de inseguridad. Con una religiosidad super-secularizada queremos un cristianismo que pague y pague ¡ya! Repetimos frases como: “la salvación comienza en la tierra”; y las palabras de Ireneo: “la gloria de Dios es el hombre viviente”. Pero me pregunto cuál es el sentido profundo de estas tendencias. ¿Nos estamos esforzando, con argumentos válidos, por corregir las exageraciones de una espiritualidad ultramundana? ¿O es que no creemos, de verdad, en lo más íntimo de nuestro corazón, en la vida después de la muerte, en una vida eterna con Dios? ¿No estaremos en peligro de quedar atrapados en otro humanismo temporal? Si el cristianismo no fuera para la eternidad, ¿podría tener sentido para hoy?
A muchos les disgusta poner distinciones entre lo trascendente y el mundo, entre lo sagrado y lo profano. Tienen miedo de que al hablar de lo sagrado, se le pueda arrebatar al mundo su valor intrínseco. Por ello muchos pensadores modernos canonizan a los pecadores y dicen que hay muy poca diferencia entre vírgenes y prostitutas, que es lo mismo ser santo o ladrón, que todos aquí en este mundo somos “pasajeros sin boleto” (Sartre).
Pero, si nada es santo, es difícil encontrar fundamento para la dignidad de los seres humanos. El fundamento bíblico para la dignidad humana se basa en el hecho de que Dios nos creó aunque no tenía necesidad de nosotros. Nos creó por puro amor. Por supuesto, los ateos se resisten a esta forma de fundar la dignidad de la persona humana. En cambio, pretenden fundarla en el hecho de que, entre todas las creaturas, sólo los humanos tienen la libertad, la capacidad de elegir entre los valores y de decidir el modo como se comportarán. Decía Kant que los hombres tienen no un precio sino una dignidad, por cuanto tienen libertad y filosóficamente son principio de sí mismos. Y proseguía interpretando los símbolos y dogmas del cristianismo, afirmando que son meros estímulos que conducen a la vida moral kantiana.
Pero la pretensión, característica de la Ilustración, de fundar la dignidad del hombre en la libertad humana, ha fracasado rotundamente. Los mismos científicos han tomado dolorosa conciencia de los límites de una ciencia y de una filosofía, edificadas sobre una superconfianza en la ciencia. Por esta razón la mayor parte de los filósofos actuales escépticos, los deconstruccionistas, han tomado otro camino. Comienzan concediendo que la idea de la dignidad humana está esencialmente unida a la fe en un Dios Creador por amor y legislador divino. Pero como no pueden creer en ese Dios, desechan sin más la idea de la dignidad humana. Muerden la bala y conceden que la vida humana no tiene sentido profundo y que los seres humanos no tienen un sitial en el universo. Algunos van más lejos todavía y propugnan que se descarte totalmente el juego de la verdad, porque la verdad objetiva no existe. Todos los sistemas -las ciencias naturales, el arte, la moral y la religión- son juegos que los humanos se inventan para servir fines arbitrarios y, en última instancia, librarse del centro de la tiniebla. El filósofo norteamericano, Richard Rorty, por ejemplo, declaró recientemente su incondicional apoyo al sistema democrático de Occidente, pero admitiendo al mismo tiempo que no hay forma de fundamentar racionalmente su preferencia. La única forma que encuentra para rechazar a los críticos de las actuales prácticas democráticas es declararlos fanáticos que caminan al margen de nuestro tiempo. Como ejemplo de fanáticos cita al filósofo Nietzsche y a san Ignacio de Loyola.
Así como la noción de la dignidad humana se derrumba sin la fe en un Dios trascendente, así la castidad del célibe aparece absurda, a menos que nuestra vida esté, una vez más, orientada a Dios y a su gloria; a menos que, una vez más, consagremos para los tiempos modernos un espacio sagrado, un tiempo sagrado y unas personas sagradas. A menos que redescubramos y reproduzcamos, al estilo moderno, el mundo de las catedrales.
Notemos que, aunque la castidad del célibe haya perdido sentido para algunas personas de Iglesia, sin embargo continúa fascinando al mundo. Lo que produce mayor impacto real en los hombres es el aspecto del sacerdote o religioso, porque les abre la puerta a un mundo insospechado. Luego de conocer a un sacerdote o a un religioso durante cierto tiempo, los jóvenes nunca dejan de preguntar: “¿Por qué usted no puede casarse?”. El celibato intriga a la gente porque es cosa fuera de lo ordinario; es un símbolo del Reino de Dios y de su novedad. Pregunto nuevamente: ¿Por qué los abusos sexuales cometidos por sacerdotes o religiosos son noticia de primera página, aún cuando la proporción de sacerdotes transgresores no haga más que reflejar la proporción de la población en general? Quizá se deba a la hostilidad de los medios de comunicación a la postura de la Iglesia católica en asuntos de moral sexual y de fidelidad matrimonial. Pero creo que hay otra razón. Si los pecados de los sacerdotes llaman tanto la atención, es porque la gente sabe que el rol del sacerdote consiste en ser puente hacia lo trascendente. Sólo él entra al santo de los santos y consagra el pan y el vino. Si las caídas de los sacerdotes despiertan tanta atención es porque, a través de un voto público, han proclamado que se colocan en una situación especial ante el Señor. Aun aquellos que creen que los sacerdotes y los religiosos no están llamados a un grado especial de santidad, sienten que, más que otros también sorprendidos en abuso sexual, ellos han traicionado una promesa especial.
La Iglesia norteamericana y sus obispos merecen nuestro respaldo por el modo como han respondido a la crisis de pedofilia. Quizá podrían hacer más, pero en general han enfrentado decididamente el problema. Coinciden en que nuestra principal preocupación deben ser las víctimas, reales o potenciales; y que los culpables deben ser juzgados y removidos sumarialmente del ministerio. Basándose en esta convicción es como están actuando en la actualidad. Creo que es bastante injusto culpar a la Iglesia, en cuanto institución, por el modo como anteriormente trató estos casos. Si su práctica anterior fue tratarlos como caídas circunstanciales, rehabilitándolos y dándoles otros nombramientos, como lo hacía con otra clase de caídas morales, se debió a que, por entonces, nadie había entendido todavía las características propias de la pedofilia. Ni la Iglesia ni las ciencias del comportamiento habían entendido, hasta hace muy poco, la naturaleza compulsiva y repetitiva del defecto sicológico de la pedofilia; cuánta negación está en juego, y cómo la atracción sexual hacia los más chicos (pedofilia) es más compulsiva y fija que la atracción hacia los adolescentes (efebofilia). Si acusamos a la Iglesia por su ignorancia anterior, también tendremos que acusar a los doctores, sicólogos, abogados y científicos por la suya. Ahora que está más claramente definido el perfil del pedofílico, todos podremos tomar medidas más adecuadas cuando aparezca el problema entre ministros, en las familias o en los servicios sociales.
La sexualidad, una dimensión fundamental
Si bien uno de los motivos de la crisis de la castidad célibe es la secularización y la pérdida del sentido de lo sagrado, otro motivo se encuentra por el lado de la sicología y de la filosofía. A principios de este siglo los pensadores marxistas trivializaron el sexo considerando que la relación sexual era un acto tan intrascendente y natural como “un trago de agua”. La mayoría de los actuales filósofos y sicólogos ya no piensan así y consideran la sexualidad como una dimensión fundamental de la existencia humana. La sexualidad no es algo que nos atrae sólo en un momento dado. Todo pensamiento, toda acción tiene en nosotros un aspecto sexual; en todo momento somos no sólo macho y hembra, sino masculino y femenino. El que nos sintamos atraídos mutuamente y busquemos la plenitud sexual a través del otro, revela que, en cuanto humanos, no somos meramente personas, sino co-personas. El lado sexual de nuestra naturaleza señala que no somos simples átomos o sujetos individuales, sino seres sociales desde el primer momento de nuestra existencia.
Precisamente porque la sexualidad es tan fundamental, algunos sostienen que nadie debería ser obligado por ley a renunciar a ella. Pero, por otro lado, si la sexualidad es tan fundamental, entonces la renuncia a la actividad sexual resulta ser todavía más importante y se puede decir que es uno de los obsequios más grandes que podemos hacer a Dios. Si la sexualidad es más central a nuestra existencia que la misma piel, entonces dejar su ejercicio no es mero rechazo del trago de agua de los marxistas. Es el símbolo más apropiado del don total de nuestro yo más profundo.
A Sigmund Freud no se le puede acusar de considerar la sexualidad como algo trivial. Es él, en efecto, quien está en el origen de la idea hoy prevaleciente, según la cual la sexualidad envuelve toda nuestra existencia. Freud enseñaba que toda la conducta humana está movida por los deseos sexuales inconscientes, a los que él llamaba la “libido”, y que las neurosis y sicosis se debían a conflictos sexuales no resueltos. Hasta las mismas equivocaciones al hablar nacerían de deseos sexuales reprimidos, y nuestros sueños más insignificantes serían deseos sexuales enmascarados. Analizando cuidadosamente estas máscaras sería posible discernir los deseos sexuales subyacentes. Los problemas sicológicos provendrían de haber suprimido conscientemente o reprimido inconscientemente esos deseos. La curación se lograría haciendo aflorar a la conciencia los conflictos sexuales inconscientes y llegando a verlos desde su interior. Este proceso empieza con la ayuda de un analista entrenado, el cual saca a la superficie el material inconsciente descifrando los sueños y captando el sentido de nuestra libre asociación de ideas. Sin embargo, la verdadera curación vendrá a través de un proceso llamado de transferencia, en el que el cliente transfiere al analista mucha de su carga emocional que rodea sus deseos reprimidos y la revive de una manera más madura.
El error de Freud estuvo en creer que podía idear una teoría general de la sexualidad partiendo de una intuición que era válida para una época particular. Aunque la teoría de la represión sexual explicaba bien los síntomas evidentes de la sociedad victoriana, pronto fue juzgada inadecuada como teoría general de la sicología humana. Jung y Adler, sus alumnos, se distanciaron del pansexualismo de Freud e interpretaron, inteligentemente, la energía humana o libido como fuerza más diversificada. Los psicólogos actuales continúan siendo básicamente freudianos, pero ponen ciertas reservas a sus excesos. Son mucho más eclécticos y pragmáticos, aplicando terapias diferentes a problemas diferentes. La revista Time publicó hace poco tiempo una serie de artículos importantes, criticando algunos aspectos de la teoría freudiana y también cómo los tribunales de justicia han dependido de la teoría de Freud según la cual la gente es capaz de reprimir por completo los recuerdos penosos y recuperarlos después. Los autores de estos artículos hacen notar que la excesiva confianza en esta discutible teoría ha tenido por resultado a veces la condena y el encarcelamiento de inocentes.
Celibato y sicología moderna
A pesar de la reciente reacción contra la teoría freudiana, especialmente en el campo de la recuperación de los recuerdos reprimidos, no se puede negar que, durante la primera mitad del siglo XX, ha crecido todo un ethos (atmósfera ética) alrededor de la revolución sociológica de Freud. La conversación corriente se ha visto invadida por metáforas freudianas, desde el “complejo de Edipo” hasta el “id’, desde el “superego” hasta el “Freudian slip” (desliz Freudiano). Esta influencia también ha penetrado en los muros de los claustros y conventos. Quizá porque los miembros de las congregaciones religiosas, así como los sacerdotes diocesanos y ministros protestantes, tienden a ser más introspectivos que la población en general, tomaron muy en serio la sicología moderna y en su subconsciente trasformaron los conceptos freudianos en religión, tragándose a veces sus erróneos postulados y exageraciones junto con sus intuiciones.
Fue especialmente por los años 1950 y 1960 cuando los principios de la sicología clínica invadieron seminarios, noviciados y escolasticados religiosos. Se hicieron obligatorios los tests sicológicos y la selección de las vocaciones se basó en sus resultados. Los resultados de esos tests frecuentemente fueron considerados determinantes, a pesar de que los sicólogos clínicos nos advertían que eran menos fiables que la observación diaria de los responsables del seminario que vivían en comunidad con los seminaristas.
Antes del advenimiento de la moderna sicología, los responsables de seminarios y noviciados juzgaban a los aspirantes a partir de presupuestos totalmente diferentes. Expresaban su evaluación en términos de virtudes y vicios. Por ejemplo, podían calificar a un candidato de “perezoso”. Esto suponía ciertamente una apreciación negativa que podía causar sentimientos de culpa en él, pero también daba a entender que el candidato era responsable de ser perezoso, y que también era libre de cambiar y hacerse diligente. Por otra parte, los profesores más jóvenes y más “ilustrados”, como yo, preferíamos el lenguaje psicológico que interpretaba el tornadizo comportamiento del aspirante como algo que nacía de necesidades emocionales no satisfechas. Un determinado candidato no era “perezoso”, sino que más bien tenía una gran necesidad de “ayuda” - de ser atendido maternalmente por otros. Otro tenía la necesidad de “proteger” -nutrir maternalmente a otros. Otro necesitaba “afiliación” -tener una relación personal profunda y emocional, ya fuera de “heterosexualidad”, ya de “homosexualidad”, etc.
En aquél entonces no nos dábamos cuenta de ello, pero ahora resulta claro que considerábamos la acción humana según el modelo determinista de un paralelogramo de fuerzas en tensión, dando por supuesto que, porque una persona tenía ciertas inclinaciones, no podría evitar comportarse de otro modo. De este modo les estábamos desconociendo gran parte de su libertad. Estábamos minando su capacidad de hacerse responsables de sus vidas y de cambiar. Aunque con muchos más matices, la sicología moderna sigue teniendo una importante influencia en la vida religiosa. Se ha pasado de las categorías de Freud a las de Jung, y la mayoría de los religiosos podrían catalogarlo a uno en una de las posibles categorías con cuatro letras del test de Myers-Briggs. Pero en los días freudianos de la mitad del siglo XX se generalizó de pronto la impresión de que no se podía alcanzar la madurez emocional sin una relación inter-personal profunda con una persona del otro sexo. Muchos observadores y algunas personas de Iglesia adoptaron la tesis, entonces de moda, según la cual la castidad, estrictamente observada, o era imposible o, por lo menos, sicológicamente dañosa y que conducía a la excentricidad y a la atrofia de la personalidad.
La aceptación de las ideas de Freud acerca de los efectos dañinos de la represión produjo, en la sociedad en general, una estampida de la imaginación sexual. Todo estaba permitido por lo menos a nivel de fantasía. Los sentimientos de culpa ya no eran considerados como señales penosas pero saludables, resultado del uso inmoral de la libertad, sino que tenían que ser simplemente desterrados. Los “malos pensamientos” pasaron a ser objeto de humoradas. El consejo de Oscar Wilde de que la mejor manera de verse libre de tentaciones era ceder a ellas, pareció repentinamente que no era tan cínico. Las prácticas monacales como la “modestia de la vista”, fueron consideradas como rarezas, y otras, como el castigo corporal con el cilicio que se conocía como “llevar la disciplina”, fueron declaradas abiertamente como masoquistas. Los frailes del pasado eran, como los menores de edad en la teoría de Freud, “polimorfos pervertidos”, que hacían el voto de castidad, pero luego dejaban escapar su sexualidad por medio de subterfugios pícaros y traviesos.
Está claro que la revolución freudiana de las costumbres sexuales fue y continúa siendo una de las principales causas del declive de las vocaciones sacerdotales y religiosas como también del “éxodo” de sacerdotes y religiosos que abandonaron sus obligaciones contraídas por voto. Muchos creyeron que el mundo había llegado a una fase de liberación sexual que también la Iglesia tendría que abrazar, más tarde o más temprano, aunque fuera a disgusto. Se fueron, pues, cuando todavía eran bastante jóvenes. Algunos de los que se quedaron comenzaron a llevar una especie de vida doble. Hablaban cada vez menos de un “voto de castidad”, que excluye toda actividad genital, y más de un “voto de celibato”, que explícitamente sólo excluye el tomar marido o mujer. Comenzaron a experimentar nuevos modos de “celibato” que permitían alguna expresión sexual, a lo cual se le llamó durante cierto tiempo la “tercera vía”. Con tal de no casarse, parecía legitimo y sicológicamente deseable tener encuentros, mantener una conversación íntima y expresar exteriormente el afecto a personas del otro sexo. Empezó también a parecer lógico que una persona de orientación homosexual gozara de esos mismos derechos en un grado igual de expresión sexual. Por eso ahora, en la vida religiosa, estamos donde estamos: una vida de corazón dividido; una rapsodia de estilos de vida basados en una diversidad de amores.
Sandra Schneiders, en su libro New Wineskins (Odres nuevos), responsabiliza por ese llamativo aflorar de aberraciones sexuales entre sacerdotes y religiosos, al seminario o a la formación religiosa que les había mantenido sexualmente adolescentes. Por muy cierto que esto sea, es sólo parte de la historia. Lo primero que se debe notar es que el porcentaje de sacerdotes y religiosos que caen en el pecado de pedofilia es idéntico al de la población en general, aun cuando los medios de comunicación, por diversos motivos, centran su atención en ellos. En segundo lugar, en apoyo parcial a la tesis de Schneiders, es cierto que una separación prolongada del trato con personas del otro sexo hace que la imagen de ese sexo se torne ideal o irreal. El célibe sobreprotegido tiende a relacionarse no con hombres y mujeres de carne y hueso, sino con hombres y mujeres de su fantasía. Esto es peligroso, porque la imaginación trabaja con figuras, y las figuras por necesidad subrayan algunos aspectos del sujeto con exclusión de otros. De este modo, el sexo fantaseado puede estrechar el foco del atractivo sexual, tomando en cuenta sólo un aspecto particular de una persona, y dejando de lado muchos otros. La imaginación puede fijarse obsesivamente en la forma de una persona, en su fuerza muscular o en su voz sexy, y no atender para nada a otros rasgos, positivos o negativos. Por el contrario, lo que ofrece la vida real es como un paseo por la playa: una mezcla desengañadora de hermosura y celulitis, que nos devuelve a la sobriedad de las percepciones. Corrige la estrecha percepción imaginaria completando el cuadro con los datos de la realidad. Revela que la forma humana perfecta casi nunca existe fuera de la mente y, si acaso existe, puede estar acompañada de muchos otros defectos, por ejemplo de una personalidad desviada o de una inteligencia banal.
Pero la formación aislada de los seminarios o de los conventos de antes no es la única causa del aumento de la conducta sexual aberrante. Afirmar que esto sea así, es estar ciego ante la extendida influencia de los medios, idiotizados por el sexo, que han sido descritos recientemente por el Cardenal Carlo Martini como “una atmósfera”. Los reformadores de la vida religiosa y sacerdotal, con su tendencia liberal, tampoco pueden atribuir con justicia toda la culpa a la formación tradicional. Si en los últimos 30 años tenemos pruebas de un aumento de la fantasía o de la actividad sexual aberrante en sacerdotes y religiosos, esto no se debe a que las autoridades del seminario hayan reforzado las restricciones del seminario respecto de la modestia o las relaciones, o que la teología moral actual haya mantenido la rigidez del pasado en materia sexual. La verdad es precisamente la contraria: junto con el aumento de la actividad sexual ha habido una tendencia hacia una mayor tolerancia, experimentación y hasta permisividad. Mucho de lo que antes se lograba en seminarios y conventos, gracias al sostén de las estructuras de la comunidad, ahora ha quedado librado al manejo personal privado. El énfasis se pone en las necesidades del individuo. Pero, dado que la sexualidad es una fuerza tan poderosa, ¿no deberían definirse más claramente los límites? Si éstos se borran, ¿no hay peligro de que la tentación se convierta en invitación? Los sacerdotes y religiosos de los siglos pasados, también los de comienzos del siglo XX, experimentaron parecidas inclinaciones y tentaciones que las que padecen los de nuestros días, sin embargo, no actuaron tan frecuentemente conforme a estas inclinaciones ni se apartaron tan fácilmente de sus obligaciones sagradas. ¿Por qué? ¿No se debió, en parte, a su prudente desconfianza en la capacidad de la persona para regirse a sí misma, o a una saludable sujeción a las estructuras y a la disciplina común? ¿No se debió a que vivían en una atmósfera cultural completamente diferente, donde los slogans de una libertad superficial no gritaban en sus oídos desde todos los lados? ¿No se debió a la autodisciplina en la que habían sido formados? Por pura casualidad escuché una vez cómo un anciano sacerdote era acusado por un joven religioso de vivir rutinariamente, a causa del ritmo de su vida y oración. A lo que respondió el anciano: “Sí, y me ha costado mucho tiempo entrar en esa rutina. Sin ella habría estado perdido”. Si las caídas sexuales de todo tipo ocurren ahora con más frecuencia, ¿no habrá que atribuirle la culpa en parte al cambio hacia la auto-afirmación y a la experimentación social?
La sexualidad es una poderosa fuerza instintiva cuyo ejercicio debe ser controlado en toda cultura. Durante la adolescencia la sexualidad se hace sentir como un forastero en la casa del espíritu. Especialmente en el adolescente masculino llega con una dramática intensidad y a veces puede imponérsele de forma compulsiva e irrefrenable. Por ello para la Iglesia está claro que, sin las debidas salvaguardas y sin el apoyo de los demás, sin fortalecer el poder de la voluntad y sin la vigilancia de la oración, todas las promesas de ser eunucos por el Reino serán vanas. Por eso a la sexualidad se la ha querido proteger tras el cerco de ciertas reglas, y por eso los fundadores religiosos han hablado muchas veces del apoyo y la edificación mutua. La necesidad de dicha regulación y apoyo se hace tanto más imperiosa cuanto que en nuestra cultura la tolerancia sexual lo invade todo: anuncios comerciales, películas, novelas, televisión y hasta tribunales de justicia.
El mundo actual enseña que nada tiene valor excepto los estados de placer de la consciencia. Enseña también que el contenido de dichos estados puede variar notablemente de persona a persona y que, por ello, el derecho moral más importante es la libertad, y nuestra principal obligación es la tolerancia. Toda objeción a este postulado encuentra por única réplica, que la tolerancia es mejor que el fascismo. De acuerdo. Pero si eso es todo lo se puede decir en su favor, equivale a decir que América es grande porque no es como Rwanda.
La principal y más seria objeción contra el primado de la tolerancia es que empobrece a la sociedad al sacrificar, eviscerándolos, otros valores que son la razón de ser de nuestra vida y nos ayudan a formar las familias y demás asociaciones. La tolerancia impide, descalificándolo como intolerante, el ejercicio de virtudes como la valentía y la templanza, que exigen disciplina y sacrificio personal. Ataca sutilmente a la familia al sugerir a los padres que es más importante la calidad de vida propia de uno mismo que la atención a los hijos. Ha conducido al despreocupado aumento de los divorcios, con el argumento, que luego ha demostrado ser falso, de que los hijos de divorciados no tendrán dificultades para salir adelante en la vida.
La permisividad actual en cuestiones sexuales aparenta ofrecer libertad, pero en realidad limita nuestras opciones posibles y nos esclaviza. Nos constriñe a someternos porque, en último análisis, no podríamos actuar de otro modo. Arguye que las tentaciones no se calmarán si no nos rendimos a ellas. A pesar de su discurso libertario, en realidad cree que no somos libres en absoluto y que nuestra conducta es un rehén de nuestras inclinaciones biológicas o de nuestra cultura. Por el contrario, la filosofía tradicional que postula la conveniencia de poner freno a la actividad sexual y el auto-dominio, está convencida de nuestra capacidad para elegir libremente entre someternos a la pasión o el ejercicio de un fuerte control de nuestras vidas; y sabe que, a través de la repetición de actos de auto-dominio, nuestra libertad crecerá y se desarrollará.
A veces la sexualidad puede parecer una fuerza absolutamente compulsiva e incontrolable. Parece imperar como una voz interior que ordena: “Así ha de ser”. Todos nosotros reconocemos esa sensación. Y, sin embargo, también conocemos por experiencia que hay otra voz interior igualmente audible y atendible, que dice: “No te es necesario realmente para ser feliz”. Si nos detenemos a escucharla tiene lugar con frecuencia un cambio interior, y sentimos que es posible prescindir tranquilamente de lo que apenas hace un momento parecía una exigencia tan imperiosa. Esta segunda voz es la voz de nuestra libertad; aquella parte de nosotros mismos que nos abre el horizonte a posibilidades siempre nuevas y nos demuestra que no estamos atrapados en una estrecha jaula. Rompe el hechizo de la urgencia sexual que tiende a limitar nuestras posibilidades y que nos empuja, como con frecuencia reprochan las mujeres a los hombres, a “pensar sólo en eso”.
Estoy convencido del valor intrínseco de la castidad del célibe y de que debe ser mantenida en la Iglesia, al menos como parte de toda forma renovada de la vida religiosa. La castidad del célibe es válida por sí misma y no sólo por razones pragmáticas o utilitarias. La verdadera razón para apreciarla no es tanto porque nos desembaraza de compromisos interpersonales o de obligaciones familiares, ni porque nos libera para emplear el tiempo en hacer el bien a los demás. Después de todo, el tiempo libre es un concepto relativo, que no siempre se traduce en mayor dedicación o laboriosidad. “Si deseas que se haga algo”, dice un proverbio, “encomiéndaselo a un hombre ocupado”. La importancia del celibato tampoco estriba principalmente en su valor de testimonio, en su poder de inducir a otros a preferir a Dios a las creaturas o a los intereses terrenos. La castidad del célibe no vale principalmente porque nos haga libres o pueda ser signo para los demás. Es válida intrínsecamente, por sí misma, porque es un modo especial de estar con Dios.
La castidad del célibe es el amor erótico de Dios. Lejos de ser asexuado, es un amor de Dios manifestado no de manera disminuida, sólo con la mente y la voluntad, sino intensa e íntegramente con alma y cuerpo. El don del cuerpo de algunos de sus miembros es, para todo el pueblo de Dios, un recordatorio dramático de que la unión con Dios es “una canción que no muere al escucharse, un sabor que no se acaba al comerse, un abrazo que produce deleite sin fin” (San Agustín). La castidad célibe es un modo particular de responder al llamado a la santidad hecho a todos en el bautismo. Es importante porque el sexo es importante. Al hacer este voto, una persona proclama ante Dios que mucho más importante que el hermoso amor que puede existir entre un hombre y una mujer, está el supremo amor de Jesucristo nuestro Señor y Dios. Al pronunciar este voto, no sólo nos ofrecemos para el servicio del mundo o para ser testigos ante los demás, sino que hacemos, en palabras de la Madre Teresa, “algo agradable a Dios”.
Después de Freud
Por fin, el idilio con Freud y sus seguidores se está acabando. Los sicólogos están descubriendo que, aunque las ideas de Freud quizá hayan reflejado exactamente los problemas de la cultura vienesa de finales del siglo XIX, su valor como teoría general de la sicología es limitado. Se han dado cuenta de que la represión sexual no puede ser la causa principal de los problemas sicológicos actuales, sobre todo porque dicha represión ya no existe. De hecho, nuestros problemas quizá se deban a un exceso en la expresión de la sexualidad, o al uso del sexo para manejar alguna frustración, llamado a veces “sexo por pánico”. Muchos de los problemas sicológicos nacen hoy de la falta de sentido, de la sensación de que la vida en una sociedad consumista está vacía, de que todo es banal y trivial. La depresión, no la represión, es la enfermedad de los baby boomers (los nacidos después de la guerra). El vacío de sentido fomenta la ansiedad y a ella se responde frecuentemente con la fuga hacia el estupor de las drogas o hacia las retorcidas expresiones de una sexualidad hastiada.
Paradójicamente, la castidad célibe y su atmósfera de moderación podrían contribuir a que el mundo recuperara la “sexualidad” de la experiencia sexual. Sin un adecuado ascetismo, los goces se tornan menos placenteros. Esta es una lección de la que eran muy conscientes los epicúreos -los antiguos expertos en el placer-, y que parecen haber olvidado los nuevos epicúreos. El precioso film de Ermanno Olmi “El árbol de los zuecos”, me lo ha traído a la mente. En la atmósfera de cortesía y de severidad moral en la que se mueve la narración, el simple “buenas noches”, de un joven, furtivamente musitado a una muchacha a la hora del crepúsculo, viene a ser un acto de complicidad erótica.
La sicología moderna tiene sus intuiciones de valor y puede serenar a mucha gente si es administrada con prudencia. Ayuda a desatar nudos y complicaciones. Ha demostrado, por ejemplo, que las dificultades sexuales pueden ser manifestación y enmascarar dificultades de otro tipo. Algunos recurren al sexo como sustituto de su angustia, otros para librarse de una frustración, otros para cubrir una necesidad de dominio. A través de esas intuiciones tomamos conciencia de lo intrincado de nuestra vida interior, y quedamos más libres para tratar con madurez nuestra conducta.
Es necesario recurrir también a sicólogos competentes cuando se sospecha que existan ciertos desórdenes graves, como la esquizofrenia. La sicología es más de confiar y más segura científicamente en caso de esas enfermedades graves porque, según se admite comúnmente, tienen una base biológica o física y porque sus síntomas son más recurrentes y menos variables. De esta forma, la sicología ha sido capaz de desarrollar una muy buena clasificación de dolencias tales como la esquizofrenia o la paranoia, y de definirlas mediante ciertos síntomas constantes. Por ejemplo, uno de los signos clásicos de la esquizofrenia es la creencia del paciente de que algunas ideas son introducidas en su mente por una fuerza exterior. En ausencia de estos síntomas clásicos, la deficiencia no sería esquizofrenia sino alguna otra dolencia. Estos conocimientos son muy estimables y nos libran de cometer graves errores.
Otro avance positivo consiste en que los sicólogos se han vuelto menos arrogantes y, en su mayor parte, han dado entrada a la filosofía y la teología. Permaneciendo dentro de su propia competencia, ya no intentan descartar la religión y la moral. También se han vuelto más eclécticos y no aceptan las rígidas afirmaciones de ésta o aquella escuela sicológica. Adoptan perspectivas de diferentes escuelas en plan pragmático, basándose en lo que funciona. De este modo, pueden mezclar las técnicas de conductistas con el sicoanálisis de Freud, y pueden emplear medidas extremas como el electro-shock en el tratamiento de depresiones profundas. En lugar de la terapia prolongada del sicoanálisis pueden recetarse antidepresivos como el Prozac, en casos de desorden obsesivo-compulsivo, como es el de tener necesidad de repetir sin fin actos irracionales, como lavarse las manos cien veces al día. El sicólogo de hoy generalmente está menos dado a la ideología y es menos doctrinario, más pragmático y flexible que los de generaciones anteriores.
De modo general puede decirse que hay que agradecer a la sicología por haber ayudado a muchos a hacerse conscientes de sus sentimientos, a ser más flexibles, menos rígidos y, en cierto sentido, a ser capaces de entrar dentro de sí mismos y descubrir los escondidos rincones de su alma. Aplicada en programas según el modelo de la Educación Clínica Pastoral, ha venido a enriquecer nuestro ministerio, iniciando un tipo de formación que comunica y vincula la cabeza con el corazón, el intelecto con las emociones. Nos ha ayudado a tratar con mayor franqueza y sinceridad a cada cual y nos ha instruido acerca de las artes de una fraterna confrontación. Ha ayudado a muchos a salir de sus relaciones de dependencia y a lograr una sana autonomía; a otros los ha capacitado para confiar y perdonarse a sí mismos y a los demás, y a lograr una auténtica interdependencia en una causa común.
Pero si hablamos de sus consecuencias para la vida religiosa, la sicología moderna ha tenido también sus aspectos negativos, especialmente cuando ha llevado a algunos a centrarse excesivamente en sí mismos. El prolongado auto-análisis, practicado por algunos sacerdotes y religiosos, puede resultar a veces excesivo y hasta enfermizo. Peor aún, creo que a menudo esto no les ha hecho ningún bien. Ese quedarse absortos en sí mismos recuerda la imagen del filósofo a quien Wittgenstein compara con “la mosca dentro de la botella”. Como no se da cuenta que la botella está abierta, la mosca, queriendo salir a toda costa, se golpea una y otra vez contra el vidrio. Hay quienes habrían ganado más si hubieran renunciado a descubrirse personalmente mediante un viaje a su interior y lo hubieran reemplazado con una salida al exterior. Me pregunto si no sería más provechoso resistir a la tentación del auto-examen, tantas veces lleno de auto-conmiseración, y pensar en las necesidades de los demás. Sugiero esto no como un modo de huida, sino como posible fórmula para liberar profundas energías y desarrollar más eficazmente el tan deseado sentido de auto-estima. Para decirlo con términos más incisivos: ¿no podría haber inclusive algún valor en una cierta dosis de la represión de antaño? ¿No habremos llegado acaso a incurrir en un super-análisis y una sobre-comunicación? ¿No sería más saludable reservar una sala silenciosa en nuestra alma, donde pudiéramos cerrarle la entrada, sin remordimientos y en paz, a la compulsión por analizarse y “compartirlo” todo?
Un psiquiatra, especialista en problemas de sexualidad, dijo a un grupo de religiosos que, a juzgar por su experiencia, el mejor remedio de la soledad para un religioso de orientación homosexual era pasar largas horas de comunicación con el Señor presente en la Eucaristía. Ahí es donde muchos estaban encontrando al amigo fiel y leal de sus deseos más profundos. A pesar del ataque contra el catolicismo proveniente de muchos medios de comunicación, no podemos cerrar los ojos a la gran sabiduría del sistema de la Iglesia con sus sacramentos y sacramentales. Deberíamos reconocer, además, que la cura animarum tiene mucho que aprender de la experiencia de los Padres de la Iglesia y de la vida de los Santos, tanto o más que de la sicología, la cual se encuentra todavía en su infancia, y cuyos presupuestos y afirmaciones fundamentales no son a veces del todo confiables.
La razón principal para abrazar la vida religiosa es vivir en íntimo contacto con el Señor y hacer de la propia vida un símbolo de una dimensión existencial que trasciende lo humano. Los religiosos, a la vez que aprecian lo valioso del mundo, conforme al espíritu de la Gaudium et Spes, deben instar también a sus contemporáneos a que vayan más allá del mundo y de sus soluciones humanísticas. Su cometido es tender puentes hacia lo sagrado. Esto lo hacen por sí mismos emprendiendo juntos un camino religioso -el camino de Juan Bautista, quien habiendo salido al desierto, dio credibilidad a su anuncio cuando proclamó: “Conviene que Él crezca y yo disminuya”. Los religiosos tienen que proclamarle también al mundo lo que Jesús a la samaritana: “¡si conocieras el don de Dios!”. La castidad del célibe pudiera quizá no ser una exigencia absolutamente necesaria para los enviados con esta misión, pero, como aprendí en la hermosa catedral de México, es un símbolo muy elocuente.
5. FE Y JUSTICIA
Como ya adelanté en los capítulos uno y dos, el rasgo común de las teologías actuales ha sido su tendencia a trasformar la religión en una ética social, una política o incluso una ecología. En este capítulo intentaré examinar más detenidamente este fenómeno en cuanto afecta a la vida religiosa contemporánea.
Muchos teólogos modernos presentan la religión cristiana atendiendo más al modo como tratamos a nuestros congéneres que al modo como nos relacionamos con Dios. Esta tendencia es más evidente en las teologías de la “muerte de Dios” de la década de los 60, pero sigue manifestándose todavía en las obras de algunos teólogos católicos alemanes y holandeses, en la teología de la esperanza, en la teología feminista y negra, en la teología de la liberación y, más recientemente, en algunas teologías de la creación que se interesan por la ecología. Estas nuevas teologías incitan a la construcción de un mundo de libertad, de igualdad y justicia, y critican a la teología clásica por su interés en lo extramundano y su elitismo social.
Mucho de esto está tomado directamente de Marx, cuyo pensamiento tiene sus raíces en la Ilustración y en sus tendencias secularizantes. La crítica de Marx a la religión, como epifenómeno pasajero, se derrumbó últimamente, como lo han mostrado recientes acontecimientos de Europa Oriental, pero había tenido efectos saludables. A su aguijón se ha debido, en parte, que la Iglesia haya centrado su interés en la opción preferencial por los pobres. Dejando de lado su ateísmo y otros excesos, hemos de agradecer al marxismo por ayudar a la Iglesia a bajar a tierra, a desempolvar la teología de la encarnación, a rebajar el tono de una visión cándida de la escatología y a señalar el pecado en sistemas e instituciones. Por otro lado, hay que conceder también que su influencia en el interior del cristianismo no ha sido del todo beneficiosa. Algunas gentes de Iglesia, especialmente algunos miembros de congregaciones religiosas, han abrazado, bastante acríticamente, algunos de los puntos de vista y actitudes marxistas más cuestionables. Es muy importante para el futuro de la vida religiosa en la Iglesia que se examinen y evalúen los aspectos, positivos y negativos, de ese vuelco hacia la ‘paz y justicia’.
Se queja el teólogo J.M.R. Tillard, o.p., de que algunos religiosos dedicados a la paz y la justicia, consideran como central para el cristianismo la tarea de trasformar lo humano, dando la impresión de estar completamente seducidos por el ideal del reino terreno (1). El cambio social, los derechos humanos, la igualdad de oportunidades y la erradicación de la pobreza son para ellos no sólo algo importante, sino su interés absorbente.
Quizá suene duro lo que digo, pero me parece que algunos obreros de la paz y la justicia, a semejanza de Marx, han perdido de vista el sentido profundo del cristianismo y la esperanza en la Resurrección. Debido, en parte, a la falta de fe en las realidades escatológicas y ultramundanas, han sentido la necesidad de buscar un espacio enteramente terrenal para su pasión. Como lo señalé‚ arriba (capítulo primero), siguen hablando de Dios y citando las Escrituras, pero en sus labios ese lenguaje parece frecuentemente una cobertura mítica, un vehículo simbólico con el que motivar a la gente a comprometerse en la tarea que es para ellos más importante: la reforma social, económica y ecológica.
Hablan a menudo de la necesidad de “construir el Reino” e insisten en que “la salvación debe comenzar en la tierra”, pero rinden un tributo exclusivamente verbal a los aspectos escatólogicos del Reino y de la salvación. Sintonizan más con la acción social y con la política que con la piedad, la oración de petición o la alabanza del Señor. Abrazan la mayor parte de las causas sociales del momento, sean liberales o radicales, critican al neoconservadurismo como un escapismo, aunque ellos guardan silencio sobre algunas cuestiones morales, como el aborto. Tienden a abandonar, como avergonzados, “el ministerio exclusivamente sacramental” y en ocasiones trasforman la liturgia en una manifestación política. Menosprecian la mortificación personal porque es mera ascesis, que no tiene relación con el alivio de la condición de los pobres. A veces parece como que no examinan suficientemente las implicaciones negativas del tipo de libertad y tolerancia propio de la democracia contemporánea. Algunos no parecen ser bastante conscientes de que, para los cristianos, como recuerda el teólogo Gerald O’Collins, s.j., el Reino no viene de la historia, sino que debe ser dado a la historia. Una interpretación desequilibrada de la Encarnación los ha conducido a una especie de reduccionismo y, a veces, incluso a un ateísmo implícito.
Para que esta interpretación mía no parezca excesivamente severa, me apresuro a añadir que me cuesta mucho criticar la forma que han dado algunos a la implicación social de la Iglesia. Antes que nada, está claro que, a lo largo de toda la historia, muchos sacerdotes, religiosos y religiosas se habían comprometido siempre en todas las formas de acción a favor de los pobres. Prácticamente ningún campo ministerial había sido desatendido por los religiosos y relegado a los laicos. Religiosos, religiosas y sacerdotes han consagrado sus vidas al rescate de cautivos, han dirigido hostales y hospederías, han colaborado en la construcción de ciudades y han enseñado el comercio a pueblos primitivos. El “seguimiento de Cristo (sequela Christi) no sólo tiene que ver con ‘el otro mundo que vendrá el último día cuando Cristo entregue el Reino a su Padre’ (1Cor 15,24-28). Se refiere también a este mundo que está destinado a ser cambiado, o en palabras de Tillard, “un mundo trasformado en otro”, un mundo en el que la humanidad llegue a ser lo que Dios quiso que fuera, sustentada en la paz, la justicia y el amor mutuo”(2). Pero la nueva teología de la vida religiosa ha invertido la estricta jerarquía de los fines que caracterizaba la misión de las congregaciones religiosas, y que daba la primacía al esfuerzo por la santidad personal por encima del ministerio a favor del prójimo.
En segundo lugar, estoy muy de acuerdo con las palabras del Papa Juan Pablo II cuando escribe a los obispos del Brasil el 9 de abril de 1986 diciéndoles que, como extensión de la teología clásica, cierta forma de la teología de la liberación, es necesaria. No deseo, de ningún modo, proporcionar a ciertos sacerdotes y religiosos falsas excusas para evitar las cuestiones de justicia social. En el mundo de hoy, donde los grandes adelantos en el análisis social y en las comunicaciones nos permiten ser muy conscientes de las gravísimas injusticias existentes, el compromiso con el ministerio de la paz y la justicia puede ser la “prueba tornasol” de la auténtica fe cristiana. A veces se requerirá el compromiso directo del religioso en una acción política.
Más aún: en mis visitas personales a Perú, Brasil, México y Filipinas, he entrado en contacto con tierras y pueblos saqueados por la corrupción de los líderes políticos y por la insaciable rapacidad de las corporaciones multinacionales. Me he conmovido ante el entierro de niños que morían porque sus padres no tenían la educación más rudimentaria para proporcionarles la atención higiénica o médica más sencilla. He tenido que aguantar los olores de las “cortiçoes” de Sâo Paulo, donde familias enteras viven en la mísera estrechez de una sola habitación. Me he sentido sacudido por los libros de Gutiérrez, Sobrino y otros teólogos de la liberación, así como por las reflexiones de Thomas E. Clarke, s.j., sobre el sentido teológico profundo de la opción por los pobres(3). Yo también deseo, como el P. Clarke, que la Iglesia se trasforme en una comunidad de anawim -el término bíblico para los pobres sociales que ponen su confianza en Dios- para bien del mundo.
El Papa Juan Pablo II visitó el Brasil en octubre de 1991. Las escenas de la visita resultaron particularmente conmovedoras. Como es habitual en estas visitas papales, lo más conmovedor fue su encuentro con los jóvenes. Reunidos a su alrededor en Salvador, la capital de la pobre región norteña de Bahía, había 30,000 muchachos. A medida que iba hablando, los muchachos se sentían sobrecogidos de emoción y por sus mejillas comenzaron a correr las lágrimas. Dijo que el mundo no será civilizado mientras los niños no sean felices, mientras no puedan reír y jugar todos. Que hay que dejar de aprovecharse de ellos con la pornografía, la prostitución y el mercado de drogas. Que se debe hacer todo lo posible para que todos tengan comida suficiente y ya no necesiten vagabundear por las calles como bandas de lobos. Los niños no deberían ya ser encerrados en reformatorios que no sirven para reeducar sino simplemente para enseñarles nuevos vicios antes de ser abandonados nuevamente en los callejones de Sâo Paulo.
También en los Estados Unidos existe la pobreza, pero en una escala completamente diferente de la que se encuentra en ciertas partes de Brasil, Bangladesh o Filipinas. Norteamérica no puede ser verdaderamente grande, a menos que lidere la causa de los pobres ante la familia de las naciones. En este campo nuestros pecados son de omisión. Miramos un momento y nos conmueve lo que vemos, pero luego apartamos nuestra vista, nos distraemos y cambiamos de tema de conversación.
Es por esta razón que los religiosos se han interesado vivamente por los pobres y los marginados, por eso se han zambullido en la acción social y consideran que es prioritaria la tarea de trasformar el mundo, en el sentido de remediar la pobreza y restaurar la dignidad humana, en un momento en el que, por primera vez, los recursos del mundo parecen ser los adecuados para realizar esa tarea. Cuando uno se encuentra personalmente con gente que está sufriendo y lee en sus ojos la súplica de auxilio inmediato, todo lo demás queda resulta perezosa teoría. Cuando ves a una familia entera viviendo en una miserable habitación, ¿cómo puedes sentirte cómodo siendo dueño de toda una casa habitación?
Como consecuencia de esto, grupos enteros de religiosos han puesto su residencia en favelas para estar con los pobres, para compartir y mejorar su condición. Sus intenciones han sido admirables y su valor, compasión y celo, fuera de discusión. Pero, como en todas las aventuras, grandes o pequeñas, ha habido un lado oscuro. Algunos se han radicalizado y han abrazado las hoy anticuadas doctrinas marxistas de la lucha de clases, que postulan el enfrentamiento y la violencia. Otros, aunque evitaron la tentación de la violencia, quedaron con todo subyugados por alguna forma ideológica de análisis estructural que les llevó a sobrestimar los aspectos políticos del cristianismo. Algunos vieron zozobrar su propia vocación en el intento de compartir todas las vicisitudes de la vida de la gente, quedándose hasta muy tarde en la noche comiendo y bebiendo con ellos, celebrando sus fiestas y llorando sus duelos. Extenuados, llegaron a descuidar la oración, el recogimiento en la soledad y la práctica de los ejercicios comunes. Con el tiempo un buen número abandonó su congregación alegando que el aspecto “espiritual” de su compromiso había perdido sentido y ya no tenía importancia; que mantener una unión personal con Dios era algo simplemente demasiado individualista porque lo apartaba a uno de la tarea principal: la reforma social. Ahora bien, privados de esta fuente primaria de fuerza, se “consumieron” espiritualmente y entonces la causa misma de la justicia social se quedó sin voceros. Fenómeno del cual incluso revistas no religiosas, como el U.S. News and World Report, tomaron nota con tristeza.
Precisamente porque el empeño social es tan importante para la Iglesia, sucede que corre el peligro de convertirse en un ídolo para ella. Por lo mismo que la Iglesia intenta mejorar la condición terrena de los oprimidos, los que están comprometidos en esa tarea fácilmente pueden sucumbir a la tentación del secularismo. Porque está tan estrechamente concentrada en el esfuerzo por trasformar la mala suerte de los demás, puede hacernos perder de vista al Totalmente Otro.
Para ser verdaderamente social, la acción debe tener un centro religioso. Debe poner sus raíces en la afirmación de Dios, estar centrada en el Evangelio y brotar de una profunda vida de oración. Debe estar enraizada en una espiritualidad que no sólo sostenga al trabajador social, sino que le proporcione también las bases para una preocupación social auténtica.
Al predicar la preocupación por los pobres y la identificación con ellos, debemos guardarnos de la tentación, siempre presente, de reducir la humanidad a sus dimensiones puramente económicas o políticas con exclusión de la religiosa. La política trata primordialmente de nuestra relación mutua. La religión se interesa primordialmente por nuestra relación con Dios. La vocación principal de todo cristiano, rico o pobre, está en adorar y dar gracias al Señor y celebrar la gloria de Dios. Los pobres mismos tienen viva conciencia de esto. También ellos están hechos para lo infinito y lo eterno. También ellos tienen ansia de Dios, como la cierva tiene ansia de las aguas vivas. Su corazón, como el nuestro, está inquieto hasta descansar en el Señor.
Ir a los pobres sólo con la promesa de justicia o con dinámicas destinadas exclusivamente a establecer reformas estructurales o agrarias es como subestimarlos. Esto no significa que, al trabajar con ellos, debemos limitarnos a consideraciones sobre la oración contemplativa o la visión beatífica. Significa que no podemos quedarnos al nivel del mejoramiento material y del apoyo emocional. Tenemos que ir a ellos con un don mayor. Más aún, debemos ir a ellos para recibir nosotros ese don mayor. Ya que, siendo ellos los elegidos del Señor, aprenderemos primero y fundamentalmente por medio de ellos, a conocer quién es el Señor.
El marxismo y otros humanismos semejantes fallan, en última instancia, porque ignoran o niegan que el imperativo social no puede mantenerse en pie sin referencia a una base religiosa. Como observaba Karl Rahner en su artículo Ateísmo en Sacramentum Mundi: sólo la fe en un Dios Creador puede fundamentar y establecer el carácter absoluto de nuestras exigencias morales. Los filósofos seculares, desde Marx y Mill hasta John Rawls, profesor de Harvard, han intentado fundamentarlas en consideraciones humanistas y han fracasado.
Como la justicia ha sido siempre la bête-noire (la bestia negra) de las teorías utilitaristas, los pensadores contemporáneos, siguiendo a Rawls en su The Theory of Justice, han resucitado las teorías del contrato social. Según estos pensadores el lenguaje sobre la justicia entra en el mundo simplemente porque los seres humanos no son burdos egoístas en busca de gratificación inmediata, sino egoístas ilustrados, suficientemente inteligentes para saber que el respeto a los demás es recompensado con la misma moneda. Se dan cuenta de que tienen más probabilidades de evitar el sufrimiento si optan por un sistema en el que cada uno esté dispuesto a sacrificar algunas de sus ventajas por la felicidad del grupo. A lo que hay que objetar que, cuando las reglas de la justicia están enraizadas en esos acuerdos hechos de mala gana, propios de partidos interesados en sus cosas, ya no se experimenta la justicia como un bien positivo sino sólo como un mal necesario. Así, la justicia se apoya sobre bases precarias. Lo que a los cristianos nos empuja, en cambio, a actuar con justicia y reverencia hacia el otro no es la razón kantiana, según la cual todos somos libres, o las astucias de quienes estipulan un contrato, sino el hecho de nuestra común dependencia creatural. La razón básica por la cual podemos decir que todos somos iguales y tenemos una dignidad personal es el hecho de que somos mantenidos en la existencia por un Dios que no necesita de nosotros, pero que, movido de amor, nos ha formado a todos y cada uno de la nada y a su misma imagen y semejanza. El llamado a la justicia social nace no de acuerdos entre hombres y mujeres interesados en sus cosas, sino del hecho de la creación; no nace de un contrato sino de la gratitud.
Esto tiene sus consecuencias para el trabajo entre los pobres y oprimidos. A la vez que rehusamos reducir la religión a meras preocupaciones seculares, también reconocemos que el así llamado mundo secular es, él mismo, por el contrario, profundamente religioso. El mundo es creación de Dios. Es el único lugar donde podemos entrar en contacto con Dios y conocerlo. La misma revelación tiene que manifestarse de alguna manera en la creación visible, a través de palabras, libros, carne, instituciones. Si hemos sido creados por Dios, nuestro deber primordial es amar a Dios, y nuestra segunda obligación consiste en atender a aquellos a quienes el Señor atiende. Por consiguiente, toda cuestión social es, en un sentido profundo, una lucha entre la idolatría y el culto del Dios vivo. No debemos disociar completamente las cuestiones espirituales y las sociales. Nuestra energía espiritual no la extraemos únicamente de un pozo espiritual, para luego lanzarnos a tratar de las injusticias sociales. No. Fe y justicia son las dos caras de una misma moneda. Aunque podemos distinguirlas, no pueden separarse completamente.
Pero, hay prioridades. Existe un equilibrio delicado. Jesús insiste en que lo que hacemos por los pobres, los desnudos, los encarcelados, a Él se lo hacemos; afirma con gran énfasis que lo encontramos sobre todo entre los oprimidos. Pero también establece una distinción entre dos mandamientos estrechamente relacionados entre sí. El primer mandamiento es amar a Dios con todo nuestro corazón, y el segundo, -amar al prójimo como a nosotros mismos, es semejante al primero. Los dos mandamientos están íntimamente unidos, pero el mandamiento de amar a Dios y ser obediente al Padre es el primero, el más fundamental y básico. El mandamiento de amar al prójimo es segundo, menos fundamental y necesita del anterior como su fundamento.
Para Jesús, aún más que la preocupación por los pobres, era de primera importancia la unión de amor, de afecto, de obediencia al Padre. Aún más esencial que el bienestar material del prójimo es mi adhesión personal (y la adhesión personal de mi prójimo) a nuestro común Dios y Señor.
Los pobres mismos saben esto por intuición. Si bien agradecen la ayuda de la Iglesia en la lucha contra el poder corrupto, no desean que la religión se reduzca a sociología, sicología o política. He visto pobres en Brasil salirse de la iglesia cuando la liturgia tomaba tonos demasiado políticos. He conocido iglesias en México que han perdido dos terceras partes de su comunidad cuando el mensaje de acción social se volvía excesivamente estridente y sofocaba la preocupación por nuestra relación con lo trascendente. He llegado a oír a un sacerdote mexicano, demasiado metido en cuestiones políticas, cuando una mujer le pedía que fuera a administrar los sacramentos a su esposo moribundo, negarse, alegando que sus esfuerzos por el cambio social no le dejaban tiempo para esas cosas. Si las sectas fundamentalistas están avanzando en América Latina no es tan sólo porque cuentan con un fuerte financiamiento de los conservadores, sino también porque conceden tiempo a cada individuo, reciben a cada persona, colocan la relación personal con el trascendente en el centro mismo de la religión y le cantan con pasión.
Aunque los pobres del tercer mundo ansían verse aliviados en sus necesidades y recibir ayuda de la Iglesia, no quieren que la religión sea reducida a un mero estímulo simbólico o sicológico para el cambio político. Su religiosidad popular se funda claramente en la creencia de que el trato directo con Dios es posible. Está empapada en un diálogo íntimo con el Señor, con María y con los santos.
Algunos podrán objetarme que esto es así sencillamente porque todavía no se les ha despertado la conciencia, y argumentarán que por eso mismo necesitan la “concientización”. Pero esto es mucho presumir; peor aún, es dar por probado lo que hay que probar. Si los pobres son, como lo sostiene la teología de la liberación, el lugar privilegiado de la revelación divina, entonces debemos escucharlos como son y como Dios les ha hablado antes de nuestra irrupción en sus vidas. Debemos escuchar cómo responden ellos desde su pobreza. De otro modo estaremos enseñando a los pobres a repetir nuestros argumentos y no haremos más que escucharnos a nosotros mismos.
Creo que, en su rechazo de un evangelio de la mera acción social, los pobres nos están enseñando algo más. Nos están diciendo que, si la religión no es ante todo apertura a una dimensión que trasciende al mundo, entonces ha perdido todo su sentido; si es tratada únicamente como un estímulo para la acción social, nunca podrá dar nacimiento al “ultimate concern” (interés último) de Tillich.
Mi segunda crítica respecto de los esfuerzos de paz y justicia, según se han venido desarrollando en la práctica de la Iglesia y más específicamente en la teología de la liberación, es que son demasiado ideológicos y no suficientemente pragmáticos. La mayor parte de los recientes debates sobre justicia social se centran casi exclusivamente en el análisis de las estructuras, explicadas desde una perspectiva marxista. Como resultado de ello, muchos trabajadores de justicia y paz han llegado a sostener que la caridad directa sirve de muy poco para aliviar el sufrimiento humano y que, de hecho, no hace más que mantener en vigor las estructuras malignas. Aseguran que estas medidas deben ser reemplazadas por otras que den preferencia al análisis social y a la reforma de estructuras, pues sólo esto tendrá efectos amplios y duraderos. Con palabras de John Grindel: “La gran contribución de la teología de la liberación, ha sido recordarnos que Dios ha liberado a su pueblo, a través de la historia, no sólo del pecado personal, sino también de aquellas instituciones que limitan a la persona humana y la esclavizan”(4).
Tanto insisten algunos en expurgar a la Iglesia de las obras de misericordia directa y de amor personal que han llegado a criticar los esfuerzos de la Madre Teresa de Calcuta. Le preguntan qué es mejor: darle un pescado a un pobre o una caña de pescar. Ella sigue sin perturbarse y responde tranquilamente que ambas cosas son necesarias, pero que el amor es más importante para los pobres que el pan. Dice que ella dará un pescado al pobre y que, cuando tenga más vigor, también podrá sostener la caña de pescar que otros quieran darle.
Hay que recordar también que, para hacer un análisis social adecuado, hay que tener una buena capacitación. Hasta las propuestas de los obispos de Norteamérica sobre la economía han sido respetuosamente criticadas por no mostrar suficientes conocimientos de la complicada evolución que la economía ha tenido en los últimos 20 años. Su llamamiento a favor del pleno empleo sin inflación ha sido declarado impracticable incluso por economistas de muy buena voluntad. Esto no implica que debamos desentendernos de las cuestiones económicas y dejarlas en manos de los tecnócratas secularizantes; o que no debamos permitir que los pobres analicen por sí mismos sus situaciones. Al contrario, creo que la Iglesia y las congregaciones religiosas deberían tomar la economía más en serio. En primer lugar, este esfuerzo no debería ser sofocado por una adhesión, apasionada y fundamentalista, a ideologías pasadas de moda. Y en segundo lugar, los líderes eclesiásticos, los superiores religiosos y otros, deberían buscar formas de colaboración en estos asuntos. Deberían coordinar esfuerzos y liberar un número significativo de sus miembros más capaces para una formación académica y experimental avanzada en disciplinas que aúnen economía y teología.
Ahora sabemos que la realidad económica mundial contemporánea desborda los análisis hechos en términos de cualquier rígida ideología como el marxismo o el socialismo científico. Esto ha quedado ampliamente demostrado por el colapso del marxismo en Rusia, su archiprotagonista. El apego servil a las ideologías impide ver las diferencias y todo un cúmulo de opciones posibles. Ciega nuestra imaginación y nos abruma con la aburrida jerga de un academicismo sin creatividad. Es interesante notar que la reciente revuelta de los indígenas de Chiapas, México, tiene una gran fuerza de atracción sobre todos los mexicanos precisamente porque no emplea el lenguaje del socialismo científico. Los partidarios de su revolución dentro de la clase media dicen: “Esa gente no emplea el lenguaje abstracto de la izquierda. Se expresa con toda una poesía ‘llena de imaginación”. Es como si alguien hubiera dejado libre el alma india de México, tanto tiempo oprimida, y todos hubieran visto lo hermosa que es.
Cuando critico la ideología no me limito a la marxista. También debemos precavernos de que el esfuerzo de la Iglesia por la justicia social no resulte automáticamente predeterminada por la política liberal. Con esto no estoy propugnando automáticamente una política conservadora a ultranza, sino una doctrina social que no quede encerrada en consideraciones doctrinarias de ninguna índole. Tenemos que mantener la sensibilidad hacia la parte buena de cada situación, estar abiertos a otras explicaciones posibles, y estar dispuestos a cambiar nuestras posturas basándonos en la experiencia. Tomemos como ejemplo el problema de la población. Durante muchos años los pensadores izquierdistas, siguiendo a Paul Ehrlich, han resucitado las teorías de Malthus, y sus argumentos sobre el control de la población. Abrazan los presupuestos de Malthus según el cual el número de personas que vienen a sentarse a la mesa de la humanidad es potencialmente infinito en tanto que los recursos de la mesa son limitados. Por supuesto que, si esto fuera cierto, la única opción posible para alimentar a todos y cada uno sería recortar el número de los que llegan a la mesa. Ahora bien, en su libro The Ultimate Resource, (El Supremo Recurso) Julian Simon sostiene que un estudio de la historia revela el error de la afirmación central de Malthus de que los recursos son limitados. Mediante un convincente estudio histórico, Simon demuestra que la cantidad de cualquiera de los recursos particulares ha aumentado sea en sí mismo sea en algún sustitutivo inventado por el hombre. Es cierto que durante cierto tiempo puede darse escasez de algún bien particular. Pero esto no hace más que estimular la inventiva humana, su ingenio y las inversiones en dinero, y al poco tiempo está solucionado el problema. Sobre este particular viene a cuento la crisis del petróleo de los años 70. Hubo un breve periodo de escasez, que despertó esfuerzos mundiales para desarrollar recursos alternativos de energía, desde la fuerza nuclear y las sintéticas, hasta el empleo del viento y de las mareas. Ahora el mundo “se baña en petróleo”, y la preocupación es que está demasiado barato. Un análisis semejante demostrará que los fantasmas del hambre, agitados por el así llamado Club de Roma hacia finales de la década del 60, han sido conjurados por la “revolución verde”. Hoy, hasta la India, con sus ingentes multitudes, es neta exportadora de trigo.
Según esta teoría, el supremo recurso es, por lo tanto, el cerebro humano, cuya capacidad práctica es capaz de trasformar la cantidad de nuestros recursos de limitada en ilimitada o casi infinita. La réplica de Simon a Malthus no es sólo estimulante y renovadora, comparada con los profetas de la desgracia de la izquierda, sino que tiene el significativo mérito de estar apoyada por la historia. Relativiza la propuesta malthusiana, periódicamente resucitada, según la cual hay que reducir los hombres que se sientan a la mesa so pena de que algunos no encuentren nada que comer. No basta que nosotros, la gente de Iglesia, afrontemos los problemas de los pobres apasionadamente; hay que afrontarlos con inteligencia y libres de anteojos ideológicos, de modo que los fines que elegimos sean dignos, y que sean efectivos los medios que utilizamos.
Ahora bien, tengo la impresión de que las tendencias liberacionistas y estructuralistas, entre los jesuitas y en la Iglesia en general, están en retirada. Esto se debe sólo en parte a la caída del socialismo científico en el mundo entero, y a la consiguiente desaparición de su método de análisis estructural. Se debe también al reconocimiento de que dos de los creadores, según Paul Ricoeur, de la famosa “hermenéutica de la sospecha”, Marx y Freud, están perdiendo influencia en la cultura norteamericana y que el tercero, Nietzsche, la está ganando. La influencia de éste se puede ver en el descarado escepticismo de un deconstruccionismo académico y popular. La crítica de Nietzsche va dirigida precisamente contra la cultura del primer mundo occidental y contra los valores que la sostienen. Nietzsche abogaba por el desmantelamiento de todos los valores cristianos porque - decía - inhiben la libertad y la creatividad del individuo. Cuestionaba nuestra real capacidad de alcanzar con certeza la verdad, sea del tipo que sea. Desató esta guerra cultural en la que estamos envueltos los que pertenecemos a este mundo postmoderno.
Se advierte en las comunidades religiosas una ligera tendencia a recuperar la dimensión contemplativa y un nuevo interés por recuperar ciertos elementos de la vida ascética, por la dirección espiritual y por la oración en común. También se levantan objeciones contra el modo cómo se han practicado los recientes esfuerzos por justicia y paz. Estamos empezando a reconocer, así lo creo, que Nietzsche tenía razón en un punto: que el motor de la historia no está en las estructuras sociales o en la economía, sino en los valores y la cultura. E1 tejido de una sociedad no está gobernada tanto por la economía o las estructuras sociales que hemos creado, cuanto por los valores libremente elegidos y que están encarnados en estas estructuras. Según esto, los factores económicos, como vehículos de cambio, son importantes, pero continúan siendo secundarios. Como revela el informe de la Sociedad Carnegie de 1994 sobre los niños, es un hecho que el bienestar de los niños ha disminuido precisamente durante el periodo en que el gobierno aumentó sus gastos en ellos y en el que se redujo la pobreza.
En una sociedad, es más importante el estado de la creencia religiosa y el concepto apropiado de libertad y tolerancia, que la situación de la economía. Resulta muy incómodo un concepto de libertad que exige a la gente compartimentar sus conciencias. Los habitantes del primer mundo tienden a separar carrera pública de vida privada, e incluso a separar luego, en áreas, su vida privada: recreo, tiempo para los niños, moral y por fin religión. La religión se está convirtiendo cada vez más en asunto privado, desprovisto de aspectos comunitarios, y a menudo ni siquiera relacionado con una iglesia. De este modo, la sociedad ha adoptado un tipo de tolerancia que excede los límites del respeto hacia el otro y ya no se atreve a declarar falsa o verdadera una opinión cualquiera.
A la luz de esta condición agnóstica de la sociedad moderna, denominada académicamente sociedad “deconstruccionista”, hay que plantear de nuevo la cuestión de la relevancia. ¿Qué significa realmente, para los miembros de las congregaciones religiosas, ser relevante hoy? ¿Es el esfuerzo por la paz y la justicia el único modo de ser relevante? Quizá no sean muchos los que pretendan tanto. Pero, ¿acaso es la forma principal de relevancia para la Iglesia y los religiosos de los años 90? ¿No hay demonios más insidiosos que cazar y domar: -la secularización hecha secularismo, el culto a una libertad arbitraria en la que se cuestiona el carácter objetivo de la moral, la cruzada cultural montada en el primer mundo bajo la bandera de la “political correctness” (perfil de la izquierda)? ¿No se puede preguntar si los jesuitas y muchas otras congregaciones no han sido algo miopes en su vuelco omnicomprensivo hacia una fe que hace justicia? ¿Acaso no han restado importancia a la educación formal, justamente en un momento en que el primer mundo está buscando una nueva apologética, una especie de “catolicismo medicinal”, que vaya más allá de las cuestiones de sentido y proporcione respuestas profundas a cuestiones sobre la verdad de la revelación cristiana, sobre la fe y la moral? Todo esto sucede como reacción ante las quejas expresadas en voz cada vez más alta en círculos educativos católicos a causa de la “ignorancia religiosa” de los jóvenes católicos. En otras palabras, en un momento de profunda descristianización: ¿no se habrán equivocado hasta cierto punto, en su planificación apostólica global, tanto los jesuitas, con sus 28 universidades y el doble de escuelas de segunda enseñanza en los Estados Unidos, como otras congregaciones religiosas dedicadas a la educación? Ellos, religiosos ¿no se habrán retirado del campo de la educación y reducido el carácter católico de sus escuelas y universidades justo en el momento en que se precisaba reforzar ese carácter? ¿Cuándo son más estratégicas las escuelas y las universidades sino cuando mas rabiosas son las guerras culturales?
En un artículo sobre la eutanasia Peter Bernardi, s.j., afirma que “la Iglesia católica es la fuerza moral más eficaz contra el movimiento de suicidio legalizado”(5). Las palabras que nos llaman la atención aquí son: “fuerza moral”. Pensamos que podrían fácilmente extenderse para afirmar: “fuerza teológica”. A pesar de los peligros de triunfalismo, ¡cuánto añoramos los días en los que esto era verdad! Es evidente que el Dr. Kevorkian y sus cohortes agnósticas de medios de comunicación reconocen la fuerza evangelizadora que puede tener un catolicismo organizado. No es, pues, de extrañar que Kevorkian, refiriéndose al catolicismo, ponga en guardia contra un “celo religioso” que intentará imponer sus estrechas miras religiosas sobre el resto de la sociedad. Es ese mismo miedo a la fuerza que tendría un catolicismo organizado, el que explica la predisposición excesivamente anticatólica de los medios de comunicación.
Precisamente, frente a esa intimidación que proviene de los medios de comunicación, los católicos y los miembros de las congregaciones religiosas, que acaban de salir hace poco del ghetto de los inmigrantes, podrían ceder a la tentación de entregarse a sentimientos de inferioridad, hasta el punto de terminar golpeándose el pecho y convenciéndose de que quien está en el error es la Iglesia. Esto sería comprensible; pero ¡qué diferencia con los mártires de los días de Roma, qué diferencia con los mártires ingleses, con Thomas More -el hombre de todas las estaciones- quien, de vivir en estos tiempos de la televisión, sería tachado de excéntrico y estrecho de miras!
Un detalle final y más general sobre el tema de la justicia social, que puede tocar más de cerca a los miembros de la vida religiosa: hace pocos años me hallaba en una asamblea de superiores religiosos cuyo tema principal era la injusticia con la mujer en la Iglesia y la falta de poder del laicado. Después de una mañana de intercambiar ideas y desahogar enojos, nos vimos confrontados en la misa con el texto de Lucas 22,27 donde Jesús pregunta: “¿Quién es el más grande, el que está sentado a la mesa o el que sirve?” El mismo Jesús responde: “Evidentemente, el que está sentado a la mesa”. Y luego continúa: “Pues bien, aquí estoy yo entre ustedes como quien sirve”. En aquel contexto, estas palabras cobraron una fuerza especial. Los valores de Jesús eran opuestos a los valores del mundo. Jesús fue una piedra de escándalo para todos cuantos ansiaban sentarse a la mesa; no sólo para los que deseaban estar por encima de los otros, sino también para los que estaban muy interesados en ser iguales a los demás. Dice: “Aquí estoy entre ustedes como quien sirve”.
El texto hizo aflorar en mí cuestiones que habían estado martilleando durante años. Una y otra vez me había preguntado por qué nosotros los religiosos estábamos dedicando tanto tiempo y energías al tema de la libertad y la igualdad, especialmente cuando sólo tenía que ver con nuestra libertad e igualdad. ¿Por qué una y otra vez proyectábamos el esquema poder-igualdad en cada paso de la discusión? ¿Por qué nos mostrábamos tan poco sensibles ante un montón de valores teológicos presentes en cada tema? ¿Por qué nos centrábamos tanto en los temas del poder temporal, tales como autoridad, sociedad patriarcal, democracia participativa, ser negro, hispano o blanco, hombre o mujer, o simplemente estar “realizado”? ¿Por qué estas cuestiones nos obsesionaban tanto? ¿Qué tenían que ver con Jesús, con el ser siervos? ¿Con las realidades escatológicas? ¿Con la adoración y la unión con Dios? ¿Era eso adonde nos quería conducir la fe y la justicia?
En esa situación me sorprendí a mí mismo deseando ardientemente que la Iglesia se pusiera ahora mismo a tratar lo que algunos llaman cuestiones de “justicia interna”. Pero lo deseaba, paradójicamente, no porque fueran lo más importante, sino porque ahora, de pronto, parecían no tener importancia alguna. Deseaba despacharlas lo más pronto posible para poder concentrar nuestras fuerzas en asuntos religiosos más fundamentales.
Esto no significa, en absoluto, negar la importancia y la hermosura de la libertad y de la igualdad. Todos los tipos de libertad son muy importantes: la libertad sicológica para crecer, la sensación de ser considerado por lo que uno es, la libertad frente al estereotipo y a la opresión. Educado en una familia italo-americana, tengo algún conocimiento de lo que uno siente al ser encasillado, al ser considerado ante todo como miembro de un grupo y no por los méritos propios de uno. Pero creo que, si nuestras prioridades de fe son las correctas, tenemos que decir que, aunque a cierto nivel libertad e igualdad son muy importantes, a un nivel más profundo su trascendencia resulta relativa. Las metas del cristianismo son más profundas. Pues, como dice Martin Buber, todo el que coloca en primer lugar la libertad y la igualdad “se aparta de la auténtica existencia humana que implica ser enviado con una misión”.
Hegel escribió en una ocasión: “El objeto de la religión es Dios”. Es una frase sorprendente en su sencillez, sobre la cual haríamos muy bien en meditar. Lo que revela es que, en último análisis, la religión no habla en primer lugar de nosotros. Y cuando habla de nosotros lo hace en referencia a nuestra unión y relación con Dios. El equilibrio entre fe y justicia es muy delicado. La fe no puede ser reducida a la justicia; la religión no puede reducirse a ética social o política. En palabras de Mons. Butler: “Cada cosa es lo que es y no otra cosa”. Sólo cuando comprendamos bien esto, florecerá verdaderamente la búsqueda de la paz y de la justicia. Sólo entonces dejará de ser un slogan político para empezar a ser una visión cristiana.
6. COMUNIDADES OBSTINADAMENTE RELIGIOSAS
Un punto de especial interés en la actual renovación de la vida religiosa ha sido la discusión acerca de la comunidad religiosa y la forma que ésta debería adoptar en el mundo de hoy. El problema de la comunidad va íntimamente unido a cómo se entiende la autoridad y cómo ha de vivirse el voto de obediencia en las congregaciones religiosas. Más que cualquier otro aspecto de la vida religiosa, la vida de comunidad ha sufrido cantidad de cambios radicales que requieren examen y evaluación.
Durante el periodo de experimentación, iniciado por el decreto Ecclesiae Sanctae II, las congregaciones religiosas respondieron con mucha ilusión al llamado de la Iglesia para remozar las estructuras caducas, y se cuestionaron radicalmente las reglas y observancias exteriores promoviendo preferentemente los valores interpersonales más profundos. Antes del Vaticano II el énfasis de la formación en una congregación, tanto de la formación inicial como de la continua, se ponía sobre todo en exigir la obediencia pública y común a las estructuras, concretadas en una regla ascética que regulaba minuciosamente el día, desde la aurora hasta la noche. La vida espiritual, llamada frecuentemente vida “interior”, era considerada algo privado, que se revelaba únicamente a Dios y al director espiritual. Compartir la fe personal de manera pública e indiscriminada dentro de la comunidad era del todo inimaginable.
En el periodo post-conciliar, en cambio, creció la convicción de que, estando la vida religiosa unida al misterio de la Iglesia, la vida de comunidad está en su centro, y la comunidad no debe quedarse en meras formalidades externas sino que ha de ponerse más bien en un compartir interpersonal por el que se ha de caracterizar la vida con Dios, y en dar testimonio ante la sociedad de que el amor y la confianza son posibles. La fundamentación teológica de esta visión ha sido subrayada por el reciente documento de la Congregación para Institutos de Vida Consagrada, Vida Fraterna en Comunidad. Dice: "La comunidad religiosa es participación en, y testimonio cualificado de la Iglesia-Misterio, en cuanto expresión viva... de la gran koinonía trinitaria, de la que el Padre ha querido hacer partícipes a los hombres en el Hijo y en el Espíritu Santo”1.
La vida religiosa, considerada como itinerario colectivo hacia Dios, se ha convertido en una importante y fundamental metáfora, a la que echan mano los autores para referirse al carácter propio de la vida religiosa2. Estos autores insisten en que: “lo que los religiosos han estado buscando, lo logren o no, y lo que una comunidad religiosa puede ofrecer, no es un sustitutivo de la vida de familia, ni de un grupo de amigos, ni de la intimidad de un grupo pequeño, sino compañía creyente en el camino espiritual”.
El documento Vida Fraterna en Comunidad analiza algunos cambios ocurridos en la Iglesia y en la sociedad que han sacudido la vida de comunidad: los movimientos de liberación que encontraron eco en la asamblea de los obispos de Latinoamérica en Medellín, Puebla y Santo Domingo; las reivindicaciones de libertad y de derechos humanos; la cuestión de la promoción de la mujer, la expansión global de las comunicaciones; y el consumismo y hedonismo modernos. El documento procura, en cada caso, ser muy realista y presentar un balance de elementos positivos y negativos. Reconoce, por ejemplo, que “aún cuando en algunas regiones el influjo de las corrientes feministas radicalizadas están condicionando profundamente la vida religiosa, casi en todas las partes las comunidades religiosas femeninas están empeñadas en una búsqueda positiva de formas de vida común que sean más adecuadas a la renovada conciencia de la identidad, la dignidad y la misión de la mujer, en la sociedad, en la Iglesia y en la vida religiosa”3.
Los actuales esfuerzos por renovar la vida de comunidad han ido dirigidos a fomentar vínculos reales de fe y a mejorar las relaciones interpersonales entre los miembros de la comunidad. Se ha dado preferencia a las comunidades pequeñas sobre las más numerosas; se han flexibilizado los horarios adaptándolos a los ministerios; los superiores locales (si es que había alguno) se han convertido en coordinadores; las órdenes por obediencia se han convertido en diálogo; y a los superiores mayores se les ha limitado los poderes para destinar a alguien a una comunidad sin previo consentimiento de ésta. La estructura de una comunidad y su localización se determinan cada vez más en función del ministerio o ministerios de sus miembros. Aunque se estaba lejos de considerarlo un ideal, a algunos miembros se les permitió vivir en departamentos o en pisos para estar más cerca de sus lugares de ministerio, reuniéndose con su comunidad sólo ocasionalmente, para compartir algunos momentos fuertes de la vida común. A veces se invitaba a laicos a compartir la oración o bien a ocupar habitaciones dentro de la comunidad religiosa y alojarse allí en forma casi permanente (o sin casi). Se ha pasado a describir la comunidad menos en términos de ‘vivir juntos en un mismo lugar bajo una regla común’ y más en términos de ‘compartir momentos intensos o tiempos fuertes de oración o celebración, dialogando sobre las diferentes obras del grupo y manteniendo viva la tradición religiosa histórica’.
Estos cambios llegaron como un alivio, especialmente para las religiosas, cuya vida bajo la “Madre Superiora” había sido, frecuentemente, más exigente y sofocante que la de los miembros de las congregaciones masculinas. Estos cambios continúan siendo estimados como una bienvenida liberación de formas patriarcales de vida comunitaria que habrían estado erróneamente plasmadas conforme al modelo de la vida familiar, con su diferencia entre padres e hijos. Las rígidas prescripciones tradicionales fueron acusadas de ser las causantes del infantilismo, la depresión e hipocondría, que se manifiesta en un cierto número de religiosos más ancianos. Los miembros de las comunidades renovadas eran tenidos por más maduros, más competentes, más autónomos, más seguros de sí mismos, más capaces de intimidad, y más comprensibles para la gente del mundo.
El documento Vida Fraterna en Comunidad señala que, aunque se ha aprendido mucho y se han creado nuevas imágenes de una vida ideal de comunidad, uno de los puntos débiles en el periodo reciente de esta renovación es la ausencia del “compromiso ascético, necesario e irremplazable para cualquier liberación que pretenda ser capaz de trasformar a un grupo de personas en una fraternidad cristiana”. El documento titulado Elementos esenciales de la Vida Religiosa, de 1983, afirmaba que si los religiosos no edificaban su vida sobre “una austeridad gozosa y equilibrada”, perderían “la libertad espiritual necesaria para vivir los consejos”. Añadía que “no puede haber testimonio público de Cristo pobre, casto y obediente sin el ascetismo”4.
A la luz del gran esfuerzo derrochado en trasformar la vida de comunidad, resulta sorprendente, como hemos tenido ocasión de hacerlo notar, que las comunidades renovadas no hayan sido imanes que atrajeran nuevos candidatos. Por el contrario, muchos de sus miembros se fueron y las vocaciones disminuyeron rápidamente, hasta el punto de que las congregaciones que antes parecían “ejércitos en orden de batalla”, ahora resultaban pálidos reflejos de sí mismas. Algunos candidatos, que entraron buscando el ejemplo diario y la edificación por parte de sus hermanos o hermanas, se encontraron con una vida fragmentada e insatisfactoria. De algún modo, las comunidades desinstitucionalizadas resultaban demasiado etéreas, demasiado orientadas a los individuos y a su crecimiento y auto-realización; y a falta de un régimen de ejercicios comunitarios habituales, parecían ser más apropiadas para ángeles que para seres de carne y hueso. Les faltaba el sentido concreto de ser un cuerpo social.
En ciertos casos algunos miembros de estas congregaciones se sintieron consternados ante las novedades introducidas, se asociaron a otros con ideas semejantes y, separándose de la congregación madre, fundaron grupos de reforma para vivir de acuerdo al espíritu original mediante el retorno a las costumbres primitivas. Tenían la impresión de que se había perdido la radicalidad, el desierto, la ruptura con los valores del mundo que propone san Juan, el enraizamiento profundo y literal en el Evangelio. Ejemplo de un grupo así reformado es la nueva fundación de capuchinos dirigida por el P. Benedict Groeschel en el Bronx. Comenzó con algunos jóvenes capuchinos que se sentían a disgusto con las costumbres en uso. Deseosos de redescubrir el primitivo espíritu capuchino y de restaurar estructuras más afines a las de los tiempos anteriores, animaron al P. Groeschel y a otro Padre de mediana edad para que les gobernaran. Refiriéndose al gran número de jóvenes que pedía unirse a este grupo de ruptura, decía el P. Groeschel: “Resulta claro que tendremos candidatos -nuestro único problema será la selección y la formación”. De modo semejante, un grupo de Hermanas Dominicas de Toulon, Francia, se ha propuesto recuperar el primitivo espíritu de santo Domingo y ha vuelto a la vida de estudio, oración, pobreza mendicante (pidiendo limosna para su subsistencia) y compromiso personal con los pobres. Alrededor de ellas se ha reunido un cierto número de muchachos y muchachas cuya generosidad y hermosura de espíritu es trasparente.
De modo análogo, dos de las tres provincias de religiosos dominicos de Francia -las de París y Toulouse- han restablecido algunas de las antiguas costumbres comunitarias, entre ellas el hábito y la recitación coral del oficio divino. Contrariamente a la tercera provincia dominica de Francia, cuyo espíritu se mantiene más crítico y cuyas prácticas son más “progresistas”, estas dos provincias han experimentado un incremento en las vocaciones y cuentan con noviciados bastante numerosos. Uno de los novicios de Toulouse, un joven que abandonó una carrera prometedora en el mundo para irse con los dominicos, explicó que él y otros jóvenes franceses se sintieron atraídos por esos nuevos dominicos reformadores porque les ofrecían ‘una forma de consagración que es visible’.
El movimiento de sacerdotes obreros de Francia había adoptado un estilo de ministerio casi invisible, sin intenciones de hacer prosélitos, trabajando sencillamente codo a codo con los obreros en las industrias y en los sindicatos. He oído que algunos lo denominaban “apostolado por ósmosis”. A través de su estilo implícito y ‘no-triunfalista’, lograron combatir y abatir el inveterado anticlericalismo presente en Francia desde los tiempos de la Revolución. Pero no lograron atraer nuevos candidatos a sus filas. Probablemente esto se debió a un exceso de virtud. Ciertamente que el no-triunfalismo es algo de desear, pero si adoptamos un estilo demasiado implícito y no-directivo de hacer discípulos y predicar el Evangelio, la gente se puede preguntar qué es lo que tiene el cristianismo para ofrecerle al mundo. Hay que atender a la instrucción de Pedro: “Estén siempre dispuestos a dar razón de la esperanza que los anima ante cualquiera que se lo pida” (1P 3,15).
¿Una nueva forma de vida religiosa?
Como ya he mencionado en otra parte de este libro, ha habido en la Iglesia otros intentos de formar comunidades en los últimos años. Especialmente en Europa han surgido muchos movimientos laicales católicos que han adoptado algunos elementos de vida de comunidad y de observancia religiosa, aunque manteniendo una forma de vida esencialmente secular.
Buen conocedor de éstas y otras comunidades semi-religiosas, Joseph Holland, le anunció en 1984 a la Conferencia de Superiores Mayores de hombres en los Estados Unidos, que estaba naciendo una forma completamente nueva de vida religiosa. Predijo que las formas tradicionales de vida religiosa sobrevivirían, pero irían decreciendo numéricamente. Holland, pasó revista a la historia de la vida religiosa, y señaló un patrón que se repite. La vida religiosa ha estado dominada sucesivamente por diferentes formas: primero la eremítica, segundo la monástica, luego la mendicante y, finalmente, el modelo apostólico al estilo jesuita de los últimos años. A medida que las formas nuevas nacían, atraían cantidades mayores de candidatos, en tanto que las formas anteriores perdían tamaño. Como las formas más antiguas todavía constituían expresiones válidas de la vida consagrada, no desaparecían completamente, pero nunca recobraban del todo su preeminencia anterior en vigor o en número. Así, el monaquismo benedictino que había predominado en la Francia de antes de la Revolución, sobrevivió después de ella, pero con dimensiones mucho más reducidas.
Holland predijo que el próximo escalón de la serie, el que superaría numéricamente a las congregaciones apostólicas al estilo jesuita, sería una forma híbrida de vida religiosa y seglar. Más exactamente: tomaría la forma de bolsones de energía espiritual más intensa dentro del ámbito laical. Estas congregaciones religiosas del futuro retendrían una forma seglar en el sentido de que no harían necesariamente votos (o promesas) públicos o privados de pobreza, castidad y obediencia, y de que estarían insertas de lleno en el mundo. Los argumentos de Holland eran que: el Vaticano II descartó un concepto de santidad entendido en el sentido de desprecio del mundo o huida de él, e insistió más bien en que la santidad sólo puede lograrse dentro del mundo. Cuando comiencen a proliferar estos nuevos movimientos religiosos seglares, predecía Holland, las congregaciones activas al estilo jesuita, última forma de vida religiosa que ha dominado la escena, continuarán existiendo, por supuesto, pero no alcanzarán ya los índices anteriores de crecimiento numérico.
Esta es una teoría muy sugerente, que se verifica en parte en los nuevos movimientos cristianos laicos de Europa y Latinoamérica. Pero yo me opongo a ella por dos motivos. Primero, por el principio general de que las predicciones son muy frágiles. Como dice el historiador inglés Hugh Trevor-Roper, el rasgo más característico de la historia no es su continuidad, sino su carácter sorpresivo. Este historiador sostiene que si algo nos ha enseñado la investigación histórica es que no podemos predecir el futuro extrapolando simplemente tendencias del pasado o prolongando las líneas de una gráfica. En segundo lugar, la tesis de Holland parece descansar en una interpretación excesiva del modo como el Vaticano II entiende la santidad cristiana y, a fortiori, su teoría de la vida religiosa conserva la noción sutil pero saludable de la “separación del mundo” que no es lo mismo que indiferencia, sospecha o desprecio de este mundo5.
Yo prefiero basar las estrategias de futuro en los análisis que hace Hostie sobre los cambios históricos de la vida religiosa descritos anteriormente (capítulo tercero), aunque también aquí mantengo mis reservas. Hostie cita ejemplos de congregaciones antiguas, como los carmelitas, que experimentaron resonante crecimiento mediante una reforma desde la base, nacida del dolor, incluso en aquellos tiempos en que nuevas congregaciones estaban atrayendo un mayor número de personas.
Dice Hostie que, históricamente hablando, la verdadera regeneración de congregaciones decadentes ocurrió no por los esfuerzos, aunque fueran notables, de los superiores, sino sólo cuando un grupo significativo de miembros recurrieron al espíritu primitivo de los fundadores y comenzaron a vivirlo decididamente. Una reforma así no se puede decir que fuera un mero culto al pasado. Los reformadores de más éxito fueron gente atrevida, que dieron vida a nuevas y audaces aventuras, a la vez que se mantenían apegados a las intuiciones más profundas del fundador.
También nosotros, en los actuales esfuerzos de renovación, hemos llegado al punto en que los esfuerzos de los líderes ya no bastan y se requiere una reforma radical. Preocupados por el número decreciente de candidatos, por las defecciones y la falta de vocaciones, por la elevada edad media, el individualismo, la pérdida de identidad y de disponibilidad, y ansiosos por fomentar la recuperación del carisma y el desarrollo de una visión común compartida por todos, los líderes han publicado documentos preciosos, han organizado programas de renovación, seminarios sobre el carisma, talleres sobre la comunicación, grupos para avizorar el futuro, células para compartir la fe, etc. Han tomado en serio la opción de la Iglesia por los pobres y han emprendido apostolados y proyectos piloto para dar expresión a esa opción. Han urgido la renovación espiritual por medio de retiros dirigidos y de 30 días, de la Educación Clínica Pastoral, de talleres tipo Myers-Briggs y Enneagrama etc. Pero, a pesar de todos estos esfuerzos, las congregaciones siguen envejeciendo y disminuyendo, la moral no es boyante, los líderes religiosos se sienten frustrados, y los analistas, como Gerald Arbuckle, hablan de un caos generalizado en la vida religiosa. David Nygren y Miriam Ukeritis, autores de un estudio comprehensivo sobre actitudes de la vida religiosa, consideran que sólo tenemos un margen de 10 años como oportunidad para cambiar este estado de cosas.
Esta casi ineficiencia de los esfuerzos de los líderes actuales ¿no sirve como una prueba más de la tesis de Hostie, de que la regeneración efectiva de las órdenes religiosas debe venir desde abajo? ¿No queda con esto bastante relativizado el fuerte énfasis que pone el informe Nygren-Ukeritis en la necesidad de un fuerte liderazgo desde arriba con visión de futuro? ¿No habrá que oponerle el contrapeso de un énfasis igualmente fuerte en un fuerte liderazgo desde abajo, que nazca de los instintos religiosos de la base? La atención puesta por Nygren-Ukeritis en la calidad de los líderes elegidos, revela un oculto presupuesto: que la razón principal de la crisis sea funcional: una cuestión de falta de destreza. No niego la importancia de un liderazgo visionario ni de las aptitudes, y de esto trataré con detalle en el capítulo séptimo, pero creo que no debemos cerrar los ojos a la sugerencia de J.M.R. Tillard. o.p., de que la crisis tiene raíces más hondas, que es una crisis de entusiasmo y de fe. Si esto es así, nada lo remediará a no ser la conversión del corazón de un número significativo de miembros en la base, una reforma de las congregaciones a nivel de su fe.
Cuando yo era provincial y vicario general, me resistí instintivamente a aceptar las implicaciones de las tesis de Hostie. Me hubiera gustado creer que los esfuerzos decisivos por la renovación, eran los de los superiores mayores. Esperaba que los líderes, actuando desde arriba, alentaran de hecho la formación de grupos de reforma, sin que tuvieran que esperar a que se formaran esos grupos, con dificultad y con dolor, desde abajo. ¿No podría un provincial reunir en una comunidad a aquellos que desearan vivir más radicalmente el carisma del grupo, invitándoles a estructurar su vida como pensaban que el fundador la habría modelado hoy, con las nuevas prácticas ascéticas y los símbolos contra-culturales que esto podría exigir? ¿No podría un capítulo general mandar que cada provincial implantara una comunidad de experimentación que, con pruebas y errores, intentara descubrir las estructuras colectivas necesarias para encarnar y expresar el carisma del fundador en el mundo de hoy? ¿O es esto demasiado artificioso?
Análisis de un caso: la comunidad primitiva marista
Concedamos por un momento que el impulso para la reforma venga de abajo, de grupos que toman el asunto entre manos, de comunidades locales. La pregunta inmediata es, para muchos de nosotros que no pertenecemos a la vida monástica: ¿cuáles han de ser exactamente los rasgos de una comunidad auténticamente reformada, de una congregación religiosa apostólica? La respuesta diferirá, obviamente, según la congregación apostólica de que se trate, pero quizá valga la pena estudiar un caso particular del que se puedan extraer algunos principios. Me serviré de la congregación de los Maristas para el análisis de ese caso concreto, pues es la que conozco mejor, y pediré al lector que aplique las conclusiones a su propia congregación.
¿Cuáles serían los rasgos esenciales de una comunidad que quisiera volver a los ideales del P. Juan Claudio Colin, el fundador de los Maristas en el siglo XIX? ¿Qué rostro tendría? Puedo imaginarme con bastante facilidad cómo sería la vuelta a san Francisco, a san Benito o a santo Domingo. Pero aunque soy un marista, no estoy muy seguro de qué cosas implicaría un regreso al espíritu de mi fundador. La primitiva comunidad franciscana debería contar con mendicantes que confiasen únicamente en lo que les ofreciera la divina providencia, que no almacenasen bienes, cuentas bancarias o provisiones, que quizás ni siquiera tuviesen seguro médico, que se identificasen de cerca con los pobres, ayudándoles a obtener alimentos e incluso a cambiar las estructuras sociales y, junto a todo esto, que les ofreciesen amistad y la infinita alegría de san Francisco y del Señor. Se deberían entregar con frecuencia a la oración de alabanza al Señor, tanto en comunidad como personalmente, y deberían invitar a los pobres a participar en su oración y en su comida.
Creo que podría elaborar pautas semejantes para una comunidad dominica, o para una comunidad inspirada en san Benito. Pero, ¿qué es lo que constituiría la vuelta a una comunidad marista primitiva, una vuelta al carisma de una congregación activa que fue fundada en 1836? ¿Qué visión, qué estructuras, qué estilo de vida, qué apostolado?
El fundador de los Marianstas dijo que la Sociedad de María no tomaba como modelo ninguna otra congregación ni siquiera la de los jesuitas, de quienes tomó muchísimo, sino a la Iglesia primitiva y su ideal del cor unum et anima una (un solo corazón y una sola alma). Como muchos otros fundadores, estaba impresionado por el radicalismo primitivo de la Iglesia antigua y por la presencia discreta de María entre los primeros discípulos. Sentía que los primeros Maristas se habían acercado mucho a este modelo de vida después de los estragos de la Revolución Francesa, cuando predicaban misiones en los pueblos abandonados de la región francesa del Bugey, en las cercanías de Lyon. No estaban sujetos a ninguna institución particular, sino que se movían de pueblo en pueblo. Predicaban de una forma nueva, una forma escondida, que buscaba evitar los escollos que algunos clérigos ponen a las personas en su camino hacia Dios: la avaricia, la vanidad, la presunción y la ambición. Se dirigían a los demás en la debilidad, como hombres que admitían su propio pecado. Vivían una vida sencilla en residencias, de las que no eran dueños. Eran diligentes para la oración, y se animaban con la convicción de que su ministerio era parte de la "obra de María" por la Iglesia.
Como religiosos apostólicos, los Maristas modelaron su vida de comunidad en función de su trabajo. Tenían un sentido de la tarea que había que realizar. Creían que habían sido llamados por María para llevar a cabo una obra de misericordiosa con aquéllos que se sentían perdidos y en pecado; con aquellos que sentían que la Iglesia ya no los quería porque ellos la habían traicionado durante la Revolución. Tenían que encontrar el modo de hablar a una generación muy sensible, que apenas había empezado a descubrir la libertad y la dignidad y que tendía a rechazar cualquier institución que simbolizara obediencia, tradición o autoridad. Al igual que muchos fundadores de la Francia del siglo XIX, los fundadores Maristas fueron algo así como artistas con sensibilidad para percibir el espíritu de su época. Sentían que el piso de aquél mundo se movía bajo sus pies y que se necesitaba un estilo evangelizador completamente nuevo. El hombre moderno, tan celoso de su libertad, ya no aceptaría imposiciones. Tenían que verificar todo en la experiencia, y creer en Dios, no porque se les decía que así debía ser, sino sólo si lo encontraban dentro de su corazón inquieto.
El problema de la adecuada interpretación de la libertad y el otro problema conexo de la auto-realización son cuestiones muy amplias que nos han acompañado desde comienzos del siglo XIX. Estallaron por los años 60 y son de interés central para nuestra cultura. ¿Cuál debe ser la respuesta marista a esos valores? ¿Qué mensaje debe venir de aquéllos a quienes su fundador urgía a ser “instrumentos de la divina misericordia”? La respuesta marista a la búsqueda moderna de la libertad y la autonomía consiste en verla como la expresión contemporánea del hambre de Dios. Estos valores no son algo negativo que hay que aplastar, sino algo positivo que debe ser rescatado de la superficialidad.
Pero si esto constituye el corazón del espíritu marista, se siguen, entonces, algunas repercusiones prácticas. En primer lugar significa que, aunque trabajar con los pobres forma ciertamente parte de la vocación marista, debe ser así sólo indirectamente, cosa que no podría ser cierta aplicada a los franciscanos. Esto significa que el enfoque principal de una auténtica comunidad marista no debe ser fe y justicia, como lo es para un jesuita actual, sino el de la mediación espiritual: estar en el lugar de encuentro entre Dios y el alma, facilitando ese encuentro, removiendo los obstáculos que impiden la acción de Dios en el alma. La vocación marista puede orientarse prioritariamente a los desolados y abandonados espiritualmente, a los cristianos marginados, a los que se sienten confundidos por la sociedad secularizada, a los sinceramente incapaces de creer, a los alejados de la Iglesia que sienten dificultades en pedir la reconciliación debido a la gravedad de sus pecados o, simplemente, porque tienen miedo de decir: "Padre, hace 20 años que no me confieso". Me pregunto si el ministerio propio de una comunidad marista no debe ser lo que siempre ha sido, un ministerio entre los que se sienten avergonzados.
Si esto es así, una comunidad marista fiel a su origen no tiene por qué estar ubicada como debe estarlo, casi siempre, una comunidad franciscana, entre los más pobres de los pobres. Más bien debe ubicarse indiferentemente entre ricos o pobres, donde sea que tenga acceso a los que sienten miedo ante Iglesia y andan en busca de una entrada discreta, como por una puerta trasera, o a los que buscan al Señor aunque, por miedo al ridículo cultural, están demasiado impedidos para admitir que lo buscan.
¿No podría ser una comunidad que se encontrara en el corazón de una gran ciudad o a mano de una gran universidad? ¿No podría ser una comunidad que animase conversaciones con los laicos sobre cosas que realmente interesan, sobre problemas de educación moral, de crimen y violencia, de moral sexual y matrimonio, sobre doctrina social de la Iglesia, sobre el sentido de la fe en un mundo secularizado, -una comunidad que fuese como un oasis en el desierto de la soledad moderna? ¿No podría seguir el ejemplo de las salas de lectura de la Ciencia Cristiana y colocarse en el corazón de la ciudad secular? ¿No podría ser creativa y hasta prever la organización de seminarios, ocasionales o permanentes, sobre temas como por ejemplo la ética de los negocios, que serían hospedados por Merrill Lynch un día y por la IBM otro día, etc.? ¿No podría ser una comunidad que invitase a los seglares a la abrumadora tarea de convertir al Evangelio nuestra cultura relativista y compartimentada? ¿Una comunidad cuyo propósito fuese tan profundo y amplio como el de la Evangelii Nuntiandi?
Jesús y María, activos en el mundo
Permítaseme continuar ocupándome un poco más con el análisis del caso en cuestión, teniendo siempre en cuenta que se trata sólo de un ejemplo o de un experimento intelectual que otros religiosos pueden llevar a cabo respecto de sus congregaciones. A medida que seguimos explorando la idea de la primitiva comunidad marista, compruebo que la amplísima brecha existente entre nosotros y nuestros fundadores, entre las actuales comunidades Maristas y las de los primeros Maristas, no se sitúa a nivel del espíritu o de la naturaleza de nuestra actividad apostólica. Se sitúa a un nivel más profundo, a aquel nivel que los franceses llaman le point de départ (el punto de partida) de su vida y actividad.
Los historiadores Maristas nos han revelado que la secreta esencia de los primeros Maristas, su punto de partida, era la profunda convicción, por ellos compartida, de que habían sido convocados por María. Estaban convencidos de que María quería algo de ellos. María quería que llevaran a cabo la obra de ella, la obra que la divina providencia le había encomendado a ella: ser el sostén de la Iglesia en estos últimos tiempos como lo había sido para los apóstoles en Pentecostés. El aglutinante que unía las primeras comunidades maristas era la viva convicción de que María estaba activa en el mundo moderno, que ella podía querer algo y realmente lo quería. Esto era el alma de su fervor. ¿Podremos nosotros creer todavía en esto? Si no podemos, ¿será posible seguir siendo maristas? Si tomamos simplemente a María como un ejemplo, como la primera discípula y la mejor, como un modelo para afrontar una cultura secular, como símbolo de un nuevo estilo de apostolado, -¿no estaremos perdiendo de vista lo esencial de la fe de nuestros fundadores?
Estoy seguro de que algo semejante podría decirse acerca de la mayor parte de los fundadores de las congregaciones religiosas apostólicas contemporáneas. Para ellos Jesús y María no eran, principalmente, modelos que imitar. Más bien, eran personas activas y emprendedoras. No somos nosotros los que los elegimos -fuimos elegidos por ellos. Para nuestros fundadores, Jesús y María quieren algo y nos escogen para realizarlo. ¿Creeremos esto todavía hoy? ¿Seremos capaces de descubrir el lenguaje teológico, la hermenéutica, que reformule esto para estos tiempos de hoy, sin que pierda su mordiente? Creo que sí podemos. Creo que debemos hacerlo, porque ahí está el nudo de la cuestión. Esto es lo que
llenó de dinamismo y pasión a nuestros fundadores y a sus contemporáneos. Esta es la razón que movió a aquellos apasionados hombres y mujeres. Según las epístolas de Pablo, los judíos buscaban signos y los griegos sabiduría, pero nuestro carisma religioso no es una sabiduría, no es un cuerpo de virtudes ni un conjunto de valores; es un llamamiento, una vocación, un ser cazados por Dios.
Si no recuperamos ese vivo sentido del llamado de Dios, esa seguridad de que Jesús y María están activamente presentes, todos los intentos por formar una comunidad auténticamente renovada serán vanos. Según Lawrence Cada y sus colegas, la historia de las órdenes religiosas demuestra que sólo sobrevivieron a los grandes cambios las congregaciones cuyos miembros volvieron a un hondo recentrarse, y a creer en la acción de Cristo. Una real revitalización comienza sólo cuando ocurren dos cosas: la conversión personal de los individuos por medio de una experiencia religiosa y “la vinculación de aquellos miembros que hayan experimentado ese cambio profundo formando una red mediante la cual esa experiencia de conversión se mantenga y se intensifique”6.
Tenemos que redescubrir lo obvio -lo trascendente en nuestros carismas- e interiorizarlo una vez más. Para los maristas lo trascendente es: María quiere, María llama. ¿Qué es lo trascendente para su congregación? ¿Cómo lo expresaron sus fundadores? ¿Cómo se encuentra Ud. en relación con eso? Esta es, en mi opinión, la cuestión crucial, al margen de la cual nada tiene sangre ni color.
De modo que en el corazón de la reforma de toda congregación religiosa está una conversión a la fe primitiva de los orígenes. No basta buscar la renovación sustituyendo simplemente la noción de Iglesia por la de Reino, en un intento de ensanchar nuestro apostolado, más allá de los intereses de la Iglesia, a los intereses del mundo. No basta considerar el "caminar juntos" como el paradigma fundamental para saber qué es la vida religiosa, oponiéndolo al esfuerzo por alcanzar la perfección (7). Es verdad que esta visión corrige la atomización que había invadido a algunas congregaciones e insiste en que la intervinculación debe consistir en, y provenir de, las experiencias de fe compartidas. Pero su preocupación principal parece limitarse todavía a la salud sicológica del individuo y al buen funcionamiento interpersonal del grupo.
Permítaseme insertar aquí un extracto, algo extenso, de una carta de un Marista neozelandés que trabaja en Fiji, vitalmente interesado en la refundación de nuestra congregación no en términos de número, poder o influencia, sino en términos de “reencontrar su fuente, su verdad, su fuerza profética, su autenticidad, su corazón". Le interesa descifrar cómo debería entenderse eso de la "refundación" y ofrece algunas precisiones en su reflexión.
“Con respecto a la cuestión de los ‘medios’, y las ‘metas' de la refundación creo que hay que hacer una pregunta fundamental. ¿Hay una ‘meta’, para una refundación? Yo diría que sí. ¿Hay 'medios' para la refundación? Acerca de esto no estoy nada seguro. Hay medios para adquirir conocimiento, ¿pero hay medios para adquirir sabiduría? Lo dudo. Creo que refundar es una gracia en el pleno sentido de la palabra, la misma gracia de hecho, que dio existencia a nuestra Sociedad por primera vez. Creo que la refundación es algo que nos es ofrecido, algo que recibimos ... ¡es VIDA! o más bien un ‘¡estar vivo!’ ¡No es algo que uno pueda captar, planear, inventar. La refundación debería ser un modo-permanente-de-ser-marista (o cualquier otra vocación). ¿Cuál es la meta de la refundación?. El peligro de la palabra ‘meta’, es que implica algo 'al final de la línea', algo ‘por lo que se pude trabajar' e incluso, desgraciadamente, algo que puede no ser alcanzado. Las metas no sólo tienen la capacidad de estimular, sino también, lamentablemente, pueden paralizar. Y, sin embargo, creo que la ‘refundación’ sí que tiene una meta y que, así me parece, tiene algo que ver con el hecho de conducir a una determinada comunidad a orientarse radicalmente hacia el Trascendente, imprimirle una orientación que tiene que ser el determinante fundamental de las circunstancias mismas de la vida, del estilo de vida concreto de esa comunidad, y que posibilita un amor verdaderamente común, una receptividad permanente ante la ‘gracia fundadora’ -todo esto de tal modo que informe constantemente la conciencia colectiva de la comunidad. Lo Trascendente es absolutamente esencial. Es la fuente, la fundación de todo lo nuevo, de todo lo profético, de lo contra-cultural. Todo esto suena remoto y abstracto, incluso a mí mismo. Pero, sin embargo, es algo así lo que yo respondería a la pregunta acerca de la ‘meta’ de la refundación. No entiendo ‘meta’ en el sentido de ‘algo afuera’, algo que se encuentra ‘delante de nosotros’, o ‘que está por llegar’, o una especie de punto bien definido de perfección estática que haya que alcanzar. Supongo que se podría decir que la meta de la refundación consiste en ‘ser’, o ‘vivir’ refundadoramente".
Lo que dice tan elocuentemente este misionero en su carta, me confirma. Me recuerda el pasaje del Journal de Dag Hammarskjold: "No somos nosotros los que escogemos el camino sino que el camino nos elige a nosotros, y por eso somos fieles a él”. En su esfuerzo por hallar las soluciones básicas, esa carta, me da esperanza y reafirma mi convicción de que lo malo de muchos esfuerzos actuales por la renovación de la vida religiosa, es su falta de profundidad religiosa. Profundidad, precisamente, es lo que encontramos en la carta de mi hermano en religión: el latido de un corazón que ama profundamente a Cristo y la misión de la congregación marista a la que el Señor le ha llamado.
Este intento mío por recuperar la auténtica comunidad marista ha sido un ejercicio mental sobre la reforma de las congregaciones religiosas en general. Los lectores que sean miembros de otro instituto religioso están invitados a repetir ese ejercicio aplicándolo a su propia congregación. Espero que encontrarán en su historia comunidades igualmente vibrantes, basadas en una fe viva y simple.
Las diferentes formas de vida consagrada aparecidas en la historia, pueden ser consideradas como el modo en que el Espíritu da expresión a los diferentes gestos existenciales de Jesús y nos recuerda sus enseñanzas y misterios. Cada instituto subraya, a través de su carisma, algún rasgo del misterio de Cristo y al hacer esto viene a ser una memoria viviente de Jesús en la Iglesia.
En el otoño de 1993 la Unión de Superiores Generales se reunió varias veces en Roma para preparar el Sínodo sobre los religiosos, fijado para el otoño de 1994. En un resumen de sus debates, entregado a los delegados, se recalcaba la dimensión de la fe en la vida religiosa. Se presenta como una reflexión sobre la creación original por Dios y una mirada hacia el futuro, a la promesa del último día. La castidad, la pobreza y la obediencia son maneras de expresar la impaciencia del Señor Jesús y de la Iglesia, su esposa, por la llegada del reino de Dios. Son aspectos de nuestra "prisa escatológica". Este deseo apremiante se manifiesta de manera más aguda cuando nos adentramos en el desierto, la frontera, los márgenes del mundo, y sufrimos con aquellos que experimentan el tiempo presente como condenación, muerte, desatino, enfermedad o tortura. Los que abrazan la vida religiosa renuncian a aquellas cosas buenas de la creación de las que más se abusa: sexualidad, dinero y libertad. La función simbólica de la vida religiosa no la eleva por encima de la vida de los seglares en ningún sentido mundano de las palabras "por encima". Más bien, como Jesús, el religioso se contenta con decir: "Yo estoy aquí como el que sirve".
Confianza mutua y colaboración
Para una comunidad religiosa es crucial que todos sus miembros que hayan quedado sicológicamente en la periferia, regresen a su centro y recuperen la confianza mutua y en su instituto. Una vez más, una fe profunda es lo esencial para que esa confianza sea posible. Los miembros de las comunidades fundadoras de nuestras congregaciones, fueron capaces de dejar de lado las debilidades de los demás y renunciar a las ambiciones personales porque creían de veras que Dios les había llamado a estar juntos. Así, formaron comunidades “intencionales", dirigidas colectivamente hacia ciertos fines, y no meras comunidades “asociacionales” que se asocian para trabajar, pero imponen pocas exigencias al individuo.
La confianza mutua es la extensión de nuestra confianza en que hemos sido llamados personalmente por el Señor y en que Él actúa en nuestras vidas. Damos el suficiente crédito a Dios como para creer que estamos fundamentalmente en el lugar justo y junto a las personas justas. No miramos de reojo a otra comunidad, sino que procuramos amar a los que el Señor ha puesto junto a nosotros y los vemos como importantes símbolos de Dios para nosotros. A veces puede parecer un triste grupo, pero ellos son los que el Señor nos ha dado; con ellos es con quienes estamos llamados a crear una unidad y una alianza y a abrazar su causa.
Cuando estamos unidos por la confianza, no nos vemos ya como átomos separados, sino como co-personas, como seres interdependientes y cooperadores, que caminan juntos en una aventura común. Esto significa que cualquier trabajo que se nos encomienda ya no lo hacemos aisladamente, con temor a que alguien nos esté controlando. Más bien, lo compartimos con los demás, pedimos su opinión y la tenemos en cuenta. Ser interdependientes significa que, donde quiera que trabajemos en una provincia, por absorbidos que estemos en un proyecto propio, mantenemos el sentido de la totalidad, consideramos nuestro el trabajo de toda la provincia y expresamos nuestro interés por él.
No hemos descubierto todavía el sentido pleno de la colaboración en la Iglesia. Por educación somos auto-suficientes en nuestra acción, y nos escondemos unos de otros por medio de nuestro trabajo. A menudo las comunidades religiosas se parecen a hoteles donde se comparte muy poco la vida. Parecemos múltiples receptores de radio sintonizados con diferentes emisoras. La colaboración no significa simplemente que trabajemos juntos; pide de nosotros una transformación de mentalidad y de espíritu. Implica la capacidad de tener en cuenta a los demás, incluso cuando estamos pensando solos en nuestro cuarto. Implica la convicción de que, al tomar en consideración las perspectivas y los esfuerzos de los demás, nuestras vidas, nuestro ministerio y hasta nuestros pensamientos personales, se verán enriquecidos y mejorados.
Para ser interdependientes, primero tenemos que ser dependientes. Tenemos que creer realmente -no sólo fingir que lo creemos- que el otro tiene algo para ofrecernos. La autosuficiencia no es constructora de comunidad y a menudo esconde una debilidad interior. La habilidad verdadera suele ir junto con el humilde reconocimiento de que no podemos ser perfectos por nosotros mismos, sino que otros pueden complementar nuestras deficiencias.
La confianza mutua significa que no tenemos miedo de los logros del otro, de su crecimiento y de su florecimiento o de su influencia entre los demás; sino que por el contrario, más bien los alentamos. La gente que confía no tiene miedo de alabar y apoyar. Amar a alguien quiere decir, desear buenas cosas para esa persona -que irradie, crezca, corra, salte y baile. Gerard Manley Hopkins, buscando los rasgos salientes de la vida de Jesús, dijo: “Le gustaba alabar”.
La alabanza, en su carácter de confirmación, es también una parte importante de la tarea del superior mayor, que desentierra talentos animando y alentando las cualidades objetivas; que no intenta cambiar personalidades y temperamentos, y se preocupa únicamente de ubicar a cada uno en la tarea. Su meta es conseguir que cada uno contribuya con lo que tiene y sienta que es co-creador de algo importante, no mediante astucias engañosas, sino porque de hecho lo es. El secreto de la política es mantener vivo en el grupo el espíritu de los comienzos.
Podemos tener muchos motivos para no confiar en los otros. Uno de ellos que hayamos sido heridos en el pasado. Cuántos religiosos se quejan de que, en el pasado, han sido encasillados a menudo por alguno de sus superiores, y nunca más han podido librarse ya de la etiqueta! Están como paralizados, porque sienten que, en la opinión del grupo, han sido metidos en un molde. Tienen miedo de romperlo, por no aparecer como actuando contra su carácter. ¿Por qué le ponemos una etiqueta a la gente y los congelamos en una categoría? "José es un león social”, decimos. "Pancho es un manipulador y Pepe un ingenuo optimista". ¿Será porque en un recóndito rincón de nuestra mente creemos que si los demás son de un tipo determinado, nosotros tendremos más ocasiones de destacar como únicos y originales?
Sí, hay muchas razones para no tenerse confianza: hemos sido heridos en el pasado. Pero Jean Vanier, un santo contemporáneo, nos da un buen consejo al respecto. Ofrece algunas definiciones de la vida de comunidad, y recalca a continuación lo siguiente como lo más importante: "La comunidad", dice, “es el lugar del perdón". Si la celebración es la flor de una comunidad, el perdón es su corazón. Es una ilusión pensar que algún día tendremos la comunidad ideal. Todos somos pecadores, parcialmente convertidos y parcialmente sin convertir, mezcla de luces y de sombras. ¿Cuántas veces tendremos que perdonar? El Evangelio dice que 490 veces, 70 veces siete.
Recuerdo un libro de Raissa Maritain que lleva este título precioso: “We Have Been Friends Together” (Hemos sido amigos entre nosotros). Cuenta en detalle muchas de las conversaciones filosóficas de los visitantes con los Maritain. Esperemos que, en el ocaso de nuestras vidas, al mirar alrededor de una sala o de una provincia, podamos decir con cariño: "Hemos sido amigos entre nosotros", ya que Él nos llamó amigos y nosotros fuimos ganados para su causa.
Comunidades obstinadamente religiosas
En su libro Self-Renewal (Renovación personal), John Gardner dice que, sociológicamente hablando, el factor más importante en la renovación de un grupo es su motivación y su confianza en sí mismo. "Si los miembros son apáticos, espíritus derrotistas, o incapaces de imaginar un futuro por el que valga la pena luchar, la partida está perdida de antemano”. Además de visión, se necesita firmeza, coraje y decisión. También yo estoy convencido de que si nosotros, los de la base no estamos determinados a cambiar las cosas, si seguimos en retirada, si no nos enfrentamos cara a cara con el mundo y si no nos zambullimos decididamente en el carisma de nuestro fundador, el futuro está perdido. En último análisis, no es el número lo que cuenta. Nunca es cuestión de números. Lo que cuenta es la calidad de nuestra presencia, el grado de nuestro compromiso, la generosidad de nuestro corazón.
El principal desafío que se nos presenta es que, como religiosos, superemos completamente las divisiones y el exagerado pluralismo de los últimos 30 años y volvamos a ser una fuerza unida y dinámica -una fuerza impulsada por un sueño común. Esto significa que tenemos que ser entusiastas en nuestra fe y confianza; dejarnos de mirar para los costados y de distraernos con una visión superficial de las cosas; dejarnos de temer que nos vayamos a perder el desfile.
No se me mal interprete. El hecho del pluralismo, las diferentes teologías o los diferentes modelos de la Iglesia, son importantes. Deben ser discutidos y sopesados con mucho conocimiento y pericia. Pero más importante que las discusiones intelectuales es la actitud de nuestro corazón. Antes de ponernos a discutir unos con otros, tenemos que estar unidos. Sólo donde hay concordia puede darse un disenso constructivo. Antes de que haya unidad de mente, de visión compartida, tiene que haber un solo corazón, la unidad a nivel afectivo.
Sólo se puede esperar que un debate acabe en acuerdo si, desde el principio, hay amor entre las partes. De otro modo todo se vuelve discutir con el único fin de anotarse puntos y sacar la suya adelante. Así, que discutamos, hablemos, defendamos posiciones diferentes, pero antes hagamos un voto: el voto de estabilidad, por decirlo así. Decidamos permanecer siempre siendo miembros de este cuerpo. Elijamos estar con ellos y para ellos, ser leales con ellos, amarlos. En Babel, sólo se hablaba una lengua, pero no pudieron entenderse; en Pentecostés se hablaban muchas lenguas y no pudieron menos que entenderse. Y es que en Pentecostés, la relación era la correcta: había un solo corazón en el Espíritu: cor unum.
Lo que se precisa es volver a forjar, retemplar un esprit de corps, semejante al que existía cuando los miembros de la congregación trabajaban al unísono, en la educación formal, en los colegios, en los hospitales o en las misiones extranjeras. En aquel entonces el hecho de colaborar muchos en la misma obra actuaba como principio de unidad. En la situación de hoy, donde los trabajos se han diversificado tanto, hay que crear la unidad conscientemente, mediante un esfuerzo concertado. Tenemos que descubrir los modos de mantener el sentir común acerca de una respuesta colectiva que emana de un mismo carisma.
Nuestro reto principal es doble: el crecimiento cuantitativo de nuestras congregaciones y la calidad intensificada de la vida comunitaria y del ministerio. Pero ambas cosas están conectadas entre sí y nos ponen frente a un dilema. Necesitamos candidatos fuertes y dignos para asegurar el futuro, pero no los atraeremos hasta que la calidad de nuestra vida común mejore en términos de una fe viva evidente, una confianza mutua y una sensación de que nos movemos hacia una misión claramente religiosa.
Necesitamos gente radical, más y más miembros que quieran dejarlo todo, olvidarse de sus propias seguridades, incluso de sus neurosis favoritas, y se abracen de veras con cualquier riesgo; más miembros que no necesiten un reducto, un rincón cómodo, un puerto, una escapatoria. Más gente que no dé como dan los burgueses, confortablemente, sino gente que dé hasta hacerse daño. Necesitamos un grupo de super astutos de alma que no tengan miedo del mundo, que amen tanto el mundo hasta el punto de desafiar todo lo que hay de astuto en él, mediante una vida vivida de acuerdo con el Evangelio. Gente a quien, si se le preguntase -como si se tratara de Jesús- “Rabbí, ¿dónde vives?”, se atreva a responder: “Ven y ve”.
Otros más versados en la historia y la espiritualidad marista decidirán si en el caso arriba estudiado he dibujado adecuadamente la renovada comunidad marista. Los más inclinados a las cosas prácticas podrán hacerme preguntas, legítimas en sí, sobre finanzas, personal y otras cosas por el estilo. Pero una cosa es de vital importancia: la comunidad repristinada de cualquier congregación -si acaso ve la luz del día- no será el fruto de un ejercicio de disquisiciones bizantinas sobre oración y si se está o no de acuerdo con el carisma; tiene que ser una comunidad que de hecho rece, crea, actúe y sea jesuita, dominica, oblata o pasionista. Su espiritualidad y visión no podrá ser “genérica”, sino que tendrá que brotar, sin más, de su carisma fundacional y estar determinada por él. Sus miembros tendrán que extraer su inspiración de los textos de los fundadores, saberse de memoria los textos centrales y atesorarlos en su corazón. Tienen que ser capaces tanto de desafiar al mundo, como de aprender de él. Tienen que estar dispuestos a sacrificar su inclinación a la vida fácil e insistir en acudir frecuentemente a la oración común, al silencio común (8) y a los demás ejercicios comunes. No pueden rendirse a la pereza, al individualismo y a los hábitos de una sociedad consumista. Deben tener columna vertebral: benedictina, agustina, espiritana o carmelitana hasta la médula, y serlo obstinadamente.
7. VISIÓN Y LIDERAZGO RELIGIOSO
El presidente Bush durante sus cuatro años de oficio, dijo a menudo que él no era capaz de satisfacer a los americanos respecto de lo que él llamaba "ese cosa de la visión" (‘the vision thing’). La frase tiene su humor porque, si la visión es algo, está claro que no es una “cosa” más entre otras. El presidente Bush era muy competente para las crisis, como lo demostró en la Guerra del Golfo organizando una gran coalición de naciones y alcanzando una victoria fulgurante. Pero por otro lado, no era capaz de articular una visión completa del mundo y de las necesidades de Norteamérica. Daba la impresión de que le faltaba un conjunto de convicciones nucleares a las que estuviera visceralmente apegado y que pudieran oficiar de marco a sus medidas políticas. En cambio, nadie acusa a Ronald Reagan de que le faltara visión para imaginar la misión de Estados Unidos en el mundo, no obstante todas las críticas contra ese hombre que presidió una década de codicia.
La necesidad de visión en los líderes religiosos
Como vicario general de una congregación internacional durante ocho años, oí con frecuencia la queja de que tal o cual superior provincial o de distrito, aunque muy competente en el manejo del personal y de las finanzas y en dar a cada persona la atención debida, fallaba simplemente por falta de visión.
A veces uno tenía la impresión de que era mejor tener una visión equivocada a no tener visión ninguna. Pero, ¿qué es esta ‘cosa’ llamada ‘visión’? ¿Por qué se la considera tan esencial?
La función de la visión es proporcionarle a uno orientación, perspectiva y esprit de corps. Así como un artista crea la perspectiva reuniendo los elementos de un cuadro en torno a un centro, así una persona con visión recoge en un proyecto los elementos dispares de carácter caleidoscópico de la vida religiosa y del ministerio. Esto da al grupo una identidad, un trampolín hacia el futuro, una sensación de que algo se mueve resueltamente hacia una meta y de que se está construyendo algo definido. Al proporcionar esta nota de futuro y orientación, esta sensación de proyecto común y de progreso, la visión responde a una necesidad básica del hombre.
"Tenemos que crear acontecimientos, no doblegarnos ante ellos", decía William Pitt. Esto quiere decir que no debemos esperar a que los acontecimientos nos abrumen, sino adelantarnos al futuro, imaginárnoslo, y en cierto modo dar forma a lo que sobreviene. Es lo que los sicólogos quieren decir cuando afirman que no tenemos que ser re-activos, sino pro-activos. Un líder religioso con visión no recibe datos e información pasivamente, sino activamente, incorporándolo todo en un esquema imaginativo, proyectándolo en un plan general de acción. Así, proporciona un enfoque y una orientación que convierte una serie fortuita de elementos en un argumento dramático y en una narración.
Todos sabemos cómo se despierta la gente cuando en un sermón el predicador abandona el lenguaje eclesiástico y se pone a contar una historia. Las historias gustan porque tienen un principio, un medio y un final, y así responden a nuestra necesidad de dar forma a los sucesos aparentemente deshilvanados de la vida humana. Enlazan presente pasado y futuro, y de este modo nos dan la sensación de que somos un yo bien identificado, una persona unificada y protagonista de alguna aventura digna de contarse.
La perspectiva de que hay un futuro engendra espectativa, y el vínculo con un pasado proporciona profundidad. Quien haya vivido en Roma cierto número de años, cuando regresa a Norteamérica puede comprobar la vitalidad juvenil de un país cuya cultura carece todavía de profundidad desde un punto de vista histórico. Esto se debe a que, comparado con Roma, Estados Unidos no tiene pasado. No hay piedras que guarden la huella de los carros romanos como las hay en la Via Appia Antica. No hay una pequeña pirámide, todavía en pie, que haya visto pasar a san Pablo cuando era llevado al martirio, como la que hay junto a la Porta San Paolo en la muralla aureliana de Roma. La visión, al igual que la historia y los recuerdos, proporcionan esperanza y profundidad. Por eso es esencial para el buen gobierno religioso.
Pero, aunque estemos convencidos de que un liderazgo, para ser vigoroso, deba tener visión, ¿Acaso nace uno con ella o la puede adquirir mientras se desempeña en un cargo de gobierno? ¿Está dividida la humanidad entre personas capaces de pensar de manera amplia y estructurada y personas cuya capacidad está absorbida irremediablemente por las situaciones y los individuos concretos? Creo que la visión, como cualidad puede desarrollarse, pero la visión como capacidad varía enormemente según las personas. El presidente Bush probablemente no tenía ninguna capacidad de visión, aunque todas sus demás cualidades fuesen admirables.
La personas de visión tienen amplitud de miras y metas claras. Son personas de viva imaginación. No se contentan con administrar la congregación religiosa como si fuera ‘el negocio de papá y mamá’. Lanzan la red a lo hondo y exploran todas las posibilidades. No se inmutan ante los que arguyen que tal cosa no se había hecho nunca antes, ni ante los fanáticos partidarios de lo nuevo por ser nuevo. La imaginación de los líderes visionarios auténticos no es sólo teórica sino práctica. A más de ser capaz de avizorar un futuro, de tonificar y de fijar metas y objetivos concretos, el líder auténtico es también capaz de inventar auténticas estrategias concretas para lograr esos objetivos y desarrollar estructuras comunitarias. De este modo el visionario se distingue del fanático y del quijote.
Así pues, otro rasgo de la persona de visión es su realismo. Porque es realista, un superior sabe que, para ser exitoso, un proyecto no puede ser iconoclasta, sino que tiene que funcionar dentro de instituciones ya existentes y bien consolidadas. Si un proyecto de futuro quiere tener esperanzas de salir adelante, debe tener en cuenta, por ejemplo, el hecho de que la organización más fundamental de la Iglesia es que consta de una serie de diócesis contiguas, cada una de las cuales es administrada por su obispo.
Este mismo sentido realista exige que los líderes religiosos tengan una visión objetiva de los recursos humanos de que disponen, de sus debilidades y sus capacidades, de su edad, de su aptitud o de su carencia de formación para ciertas tareas. Exige asimismo que sean bien conscientes de que sus recursos humanos difieren esencialmente del personal del que dispone un empresario, ya que los líderes religiosos no pueden despedir a nadie. Esto significa que deben adiestrarse para tratar con gente problematizada, siempre amablemente pero sin miedo a emplear a veces medidas de confrontación, para evitar que su tiempo y energías se desgasten con ellas. Generalmente, el realismo exige que los planes de futuro sean confeccionados según, los talentos y posibilidades del grupo. Tener visión no es soñar.
Visión para los religiosos ocupados en la pastoral parroquial
"Yo no quiero simplemente tapar agujeros". Esta es una frase que he oído muchas veces por doquier, en labios de miembros jóvenes de congregaciones religiosas masculinas de todo el mundo. He oído esta expresión aplicada a diferentes realidades en diferentes países; pero el hecho de que se la oyera tan a menudo es significativo. Cuando, históricamente, en una provincia se había puesto énfasis en la educación, "tapar un agujero" quería decir estar clavado años enteros en un puesto no-administrativo de un colegio. Cuando el énfasis en una provincia había sido el ministerio parroquial, la frase quería decir ser vicario de una parroquia tradicional con un párroco tradicional. Uno podría interpretar cínicamente, que bajo esta expresión se escondía el deseo de tener un cargo, pero yo creo más bien que tenía que ver con el deseo de un ministerio visionario, con el deseo de que a uno se le permitiera crear un nuevo estilo de ministerio, en el que los seglares habrían de colaborar y participar. "Tapar un agujero" quería decir quedar atrapado en la trampa de un pasado jerárquico donde directores y párrocos tomaban todas las decisiones y a los otros sólo se les llamaba a llenar los espacios en blanco del formulario.
Mi experiencia es que, especialmente en Norteamérica, son sobre todo los sacerdotes religiosos más jóvenes, los que se resisten a los nombramientos parroquiales, con la objeción de que, en el contexto de las parroquias, el ministerio se banaliza ineludiblemente, y argumentando que, tal como funciona hoy una parroquia, es virtualmente imposible escapar a la presión de las obligaciones administrativas y sacramentales y liberarse para el trabajo de evangelización entre los alejados de la Iglesia, los marginados y los pobres. No importa hasta qué punto un párroco procure delegar en los seglares las cuestiones mundanas de las finanzas y la administración; en último análisis él es el responsable de supervisarlo todo. Desde el punto de vista ministerial, párroco y vicarios están totalmente absorbidos por la administración de los sacramentos. Especialmente pesadas resultan las bodas, ya que exigen tiempo extra para las instrucciones matrimoniales, el papeleo canónico, los ensayos de la ceremonia. Los funerales pueden destrozarle a uno el día, pues ocurren sin previo anuncio, exigen asistencia a cualquier hora y suponen preparativos litúrgicos especiales. Además, un sacerdote de parroquia dedica su tiempo mayormente a salvar a los salvados, se lo consumen los pocos fieles que vienen a todas las reuniones, ayudan en todos los comités y se inscriben en todos los talleres. ¿Es de verdad la parroquia un ministerio adecuado para religiosos, llamados por vocación a ser profetas y a ser la punta de lanza en la tarea evangelizadora? Hablando en la jerga convencional, ¿no supone esto más ‘mantenimiento’ que ‘misión’?
Hubo un tiempo en que estos argumentos no sólo me parecían muy atendibles, sino que hasta me resultaban muy convincentes. Pero, cuanto más reflexiono hoy sobre cuál es la punta de lanza de la Iglesia norteamericana actual, menos me convencen. Dado el estado de la sociedad norteamericana -la desintegración de la familia urbana por el embarazo de las adolescentes y la dependencia de la seguridad social debido al desempleo; la espiral de las drogas y de la violencia, la ignorancia religiosa de la juventud, etc.- es posible que hoy, precisamente, sea el ministerio parroquial el lugar por donde se deba reconocer que pasa la vanguardia de la evangelización. El principal campo misionero de la Iglesia ya no es el tercer mundo, sino el primer mundo del Occidente industrializado, y la parroquia sigue siendo la principal unidad eclesiástica de ese primer mundo. Más que cualquier otra institución, la parroquia sigue siendo el lugar donde los católicos se reúnen.
La misión en el tercer mundo es muy ardua desde el punto de vista de la salud física, a causa de la pobreza, el calor, el agua contaminada y la malaria. Pero sicológicamente es más reconfortante, por la respuesta agradecida de la gente sencilla, tan llena de fe. He visto en el Senegal cómo los sacerdotes se veían obligados a cerrar las puertas del templo para contener a la multitud de fieles que intentaba entrar en iglesias ya super-atestadas. En los Estados Unidos, con sus valores de alta tecnología y sus diversiones mundanas, los sacerdotes se están acostumbrando, en cambio, a los bancos vacíos y a las miradas escépticas. Esto se debe a que el fenómeno de la secularización, que tenía sus raíces en el judeo-cristianismo, está dejando paso al secularismo, a un nuevo paganismo y a una crisis cultural. Esto significa que, aunque sea frustrante, es urgente poner manos a la obra misionera entre la gente del primer mundo.
Está quedando claro que en los Estados Unidos estamos implicados en una guerra cultural en la que se enfrentan y chocan valores fundamentales. Si los años 60 fueron un período de despertar social y del surgir de muchos movimientos por los derechos civiles, de los negros, de las mujeres y de los pobres, también fue un período revolución cultural, de experimentos de de-socialización y de abolición radical de los controles morales y de los buenos modales. Fueron barridas las inhibiciones de cualquier tipo, acusadas de ser represoras. Se dio la espalda a los compromisos permanentes. La fornicación, el divorcio, el adulterio, el aborto y la aceptación de la conducta homosexual, se convirtieron en norma. Se generalizó el uso de drogas, el cual hasta fue aplaudido por algunos gurus como Timothy Leary. El vandalismo degeneró en violencia indiscriminada y en efusión de sangre, y los jóvenes se negaron a ceder a los mayores el asiento del metro. En este ocaso del romanticismo, música y literatura se llenaron de antihéroes y de imágenes nihilistas. Irving Babbitt hace notar que el romanticismo “comenzó, afirmando la bondad del hombre y la bondad de la naturaleza” y “acabó produciendo la peor literatura de la desesperación que el mundo ha visto” (Rousseau and Romanticism, p.209). Este hecho puede verificarse no sólo mediante las estadísticas realizadas en los barrios bajos de la ciudad, sino en el seno de cualquier familia. Casi cada familia tiene su historia que contar acerca de cómo sus hijos fueron bien educados y se perdieron después debido a la influencia de los valores que les instilaba el ambiente cultural circundante. Es precisamente por esta misma razón que los religiosos no deberían desconsideradamente del ministerio parroquial y de los colegios, sino que, por el contrario, tendrían que esforzarse por revitalizar esos ministerios y trasformarlos en auténticos compromisos misioneros.
Los antivalores de los años 60 parecen haberse atrincherado más fuertemente aún en la sociedad actual. El sentido de la responsabilidad personal ha sido descartado y ha ido quedando relativizado debido al énfasis puesto en los determinismos que derivarían de los factores económicos y sociales. El determinismo económico ha sobrevivido a la caída del marxismo. Por eso mismo: ¿no deberíamos trabajar más intensamente por defender y difundir la convicción de que la conducta humana está gobernada más por las opciones morales de un grupo que por las estructuras económicas, y que los valores correctos pueden ser inculcados por medio de una correcta educación socio-moral? ¿No deberíamos enseñar que una más equitativa redistribución de bienes, aunque deseable hasta cierto punto, no es por sí misma la respuesta fundamental al crimen y ni siquiera a la pobreza? Por ejemplo, las pandillas que han infestado la ciudad de Los Angeles desde los años 60 no son sólo el producto de factores económicos y del racismo. Son en parte el resultado de decisiones malvadas. Aunque no podamos ignorarlos, el color de la piel y la economía no son tan determinantes como piensa la gente, ni tan decisivos como lo son la imagen cultural de sí mismo y los valores que la acompañan. Sabemos que esto es así porque los negros educados en otras culturas y emigrados recientemente a los Estados Unidos no corren la misma suerte que los afro-americanos. Los inmigrantes haitianos y otros negros del Caribe prosperan como cualquier inmigrante irlandés o italiano.
Es bien sabido que los coreanos han establecido tiendas y comercios exitosos en los barrios más pobres de nuestras ciudades. Tienen motivación y disciplina. Sus familias son comunidades fuertemente unidas, donde todos rivalizan en compartir el peso del trabajo. Es importante descubrir las razones de esta diferencia. Evidentemente, parte de esa razón radica en que los nuevos inmigrantes no han sufrido la destrucción de su alma, producida por la tradición de una esclavitud humillante, ni la destrucción de la propia estima al ser educados dentro de una cultura racista. Pero su ejemplo también demuestra que incluso el prejuicio racista permanente puede ser vencido con la motivación y el ejercicio de las virtudes cívicas.
En mi opinión la primera tarea de la Iglesia de hoy es la reconversión de los católicos a la fe y la conversión de todos al sentido de la moral perenne y de los valores cívicos. La Iglesia tiene que esforzarse en anunciar a todos y cada uno la visión de una humanidad en la que la dignidad humana va unida no sólo a la libertad o a la opción personal, sino más radicalmente a la fidelidad y a la obediencia a Dios y a las leyes que Dios ha grabado en la creación. Esto quiere decir que la tarea primordial de los religiosos consistirá en la educación en todas sus formas: formal e informal. ¿Qué es, a fin de cuentas, la evangelización sino una especie de educación? La cultura del primer mundo es todavía la cultura dominante que tiene una influencia predominante en las demás culturas. Exige, por eso mismo, especial atención. El proceso de secularización, que habría podido conducir a los católicos y a otros cristianos a una madurez nueva en la fe, produce en estos momentos un proceso de deterioro que conduce al secularismo.
En esta sociedad están actuando poderosas fuerzas que procuran dirigir las cosas en una dirección precisa para atacar a la familia cristiana. Muchos elementos de la sociedad están sumidos en una borrachera de libertad que no tolera oposición ninguna. Combaten no con argumentos de razón sino recurriendo al ridículo, a las estadísticas manipuladas y a estudios de actitud que argumentan basándose en los deseos de la mayoría, como si la moral fuera cuestión de propaganda o estadísticas. El filósofo norteamericano C.L. Stevenson ha formulado una teoría moral llamada “emotivismo”, según la cual la moral estaría fundada en los sentimientos, y sería sólo una cuestión de preferencias personales. En su libro principal sobre este asunto, dedica un capítulo entero a defenderse de la objeción de que su teoría reduciría la moral a la propaganda. Todos admiten que no lo logra. Pero a pesar de todo, el emotivismo moral ha pasado de la academia al mercado con el nombre de political correctness (perfil de la izquierda). Sus propulsores exigen que cualquier candidato a ejercer una función pública deba apoyar las consignas izquierdistas más populares del momento.
Muchas veces me he preguntado cómo cambiar esas mentalidades, cómo comunicarse con estos incrédulos tan radicales de modo que no se les ahuyente. Estaba yo una vez enseñando ética médica en la Universidad Holy Cross en Worcester, Massachusetts y fui invitado a dictar una conferencia sobre el tema del aborto en la Universidad de Massachusetts. La preparé muy seriamente y expuse todos los argumentos que pude recoger contra el aborto. La primera objeción que me hicieron fue la de una mujer que preguntó: "¿Por qué está hablando un hombre sobre este tema?" Se me ocurrió inmediatamente una respuesta: “Podría hacer venir mañana a Phyllis Schafly y ella pronunciaría el mismo discurso. ¿Serían más ciertos los argumentos mañana que hoy?" Pero me mordí la lengua y no dije nada. Reflexionando más tarde sobre ello, caí en la cuenta de que la verdad no es comunicada sólo mediante medios lógicos y mediante la argumentación. Se comunica mejor a través de la belleza. Tenemos que tocar no sólo la mente sino también el corazón. “El corazón tiene sus razones que la razón no entiende”, dijo Pascal. “Las deducciones no tienen poder de persuasión”, decía John Henry Newman. "Las personas nos influyen, las palabras nos sosiegan, las miradas nos subyugan, y los hechos nos inflaman.” (l)
Si también las congregaciones religiosas han de ser visionarias, pueden empezar desde ya, tratando de contagiarle al mundo una nueva visión. Deberían intentar cambiar el mundo presentándole una visión de la vida que fuese más hermosa, más fascinante que la que el mundo propone. Soy optimista al respecto. Creo que estamos cada vez más cerca del momento en que lograremos que se nos escuche. Creo que hemos asistido ya al comienzo de esa nueva época con el homenaje ofrecido a Jacqueline Kennedy en ocasión de su muerte. Nótese cuáles eran los valores que la gente apreciaba en ella. Se hablaba de elegancia, clase, dignidad y gracia. "No le interesaba la atención barata", se dijo; “evitaba los medios de comunicación, trabajaba duro, sabía que su cometido principal era ser una buena madre, una pastora de sus hijos Caroline y John, protegiéndoles del deslumbramiento del mundo”. En el cementerio de Arlington, junto a la sepultura de su marido, honró las sepulturas de otros dos hijos suyos: uno que vivió sólo dos días y otro que nació muerto. ¡Qué diferencia con aquéllas que están dispuestas a arrojar a la basura a su hijo no nacido!. Por supuesto que Jacqueline no era perfecta, estaba lejos de serlo. Pero si se la compara con muchas de las líderes actuales, parecía una santa. Los valores que ella encarnó no eran ‘anticuados’, sino los perennes, válidos no sólo para el pasado sino también para el presente y el futuro. "Camina en belleza, como la noche", empieza un poema de lord Byron. Así, con estas serenas encarnaciones ejemplares, es como comunicaremos mejor al mundo el mensaje cristiano. ¿Qué lugar mejor para alentar y ofrecer estos modelos que el contexto de una parroquia, donde se reúnen los católicos en el quehacer ordinario de la vida?
Otro argumento para continuar trabajando en colegios y parroquias, si bien haciéndolo en adelante en un estilo del todo diverso, es que la Iglesia del futuro será populista. Será una Iglesia del pueblo para el pueblo. A la Iglesia se le pide que responda a las nuevas situaciones culturales y que proporcione nuevas formas de apoyo sicológico y social, además del sacramental; y eso, los sacerdotes, religiosos y religiosas no lo pueden hacer solos. Anteriormente, en la Iglesia el sacerdote podía dispensar fácilmente los sacramentos interpretados legalmente y animar a la gente a guardar unas leyes precisas de la Iglesia y de la moral. Pero hoy somos cada vez más conscientes de que las situaciones son diferentes y acaso exijan una respuesta pastoral más matizada. Ya no podemos empezar tomando como punto de partida un principio moral y aplicándolo luego a una situación, como si fuera una fórmula matemática. No podemos simplemente absolver a la gente de sus pecados, sino que debemos ayudarles a formar su conciencia. En suma, los fieles de la Iglesia actual necesitan una forma de atención nueva y compleja en lo sacramental, lo social y lo sicológico.
Los sacerdotes y otros líderes de la Iglesia que actúen solos, sencillamente no podrán prestar este tipo de atención. No pueden pasar miles de horas con individuos en dirección espiritual o sicológica, o asistir a las reuniones de todos los grupos de apoyo. No disponen del tiempo ni de la energía síquica necesarios para ello. Los miembros de la Iglesia tienen que ser formados para que abracen la responsabilidad de este nuevo tipo de atención diversificada y para prestársela los unos a los otros. Los más celosos entre ellos, aquellos a quienes los sacerdotes suelen referirse como "los salvados", deben ser constituídos en un cuerpo misionero. La parroquia debe convertirse en un campo de elementos interactivos que vibran de amor y servicio mutuo.
Esto constituye un desafío mayor de lo que parece. Las estructuras actuales de una parroquia están montadas para responder a las necesidades de una generación anterior y que ya está pasando. Las nuevas estructuras tendrán que desarrollarse en la rectoría misma, quizá con varios equipos de líderes que realicen tareas diferentes. La formación para el ministerio pastoral tendrá que preparar líderes capaces de cambiar de pista frecuentemente, en un siglo de rápidos cambios. Los líderes de una parroquia tendrán que ser capaces de apreciar talentos y flaquezas de la comunidad parroquial. También ellos tienen que ser formados en la ciencia de los grupos -redes de trabajo y dinámicas de grupo- para suscitar grupos de seglares capaces de funcionar por sí mismos. Los líderes eclesiales en la nueva Iglesia populista deben ser ‘facilitadores’. Uno de sus fines principales será ampliar el número y la calidad de los líderes en la Iglesia. Tendrán que formar a los miembros leales a la parroquia para hacer de ellos un cuerpo apostólico que mira hacia afuera.
Estoy convencido de que esta nueva Iglesia, la Iglesia como comunión, no nacerá de su fortaleza sino de su debilidad. No saldrá de los bolsones satisfechos dentro de la Iglesia, sino de sus pozos de dolor. Surgirá de los marginados -la clase media marginada, los ricos marginados así como los pobres marginados. Nacerá de los que adolecen de la banalización de la vida en una cultura del consumo, que comercia con el suicidio, el aborto, el divorcio fácil, el sexo ocasional y la inacabable cháchara de la televisión. Vendrá de abajo, del pueblo sufriente. Su dolor es un lugar privilegiado, la simiente que, al caer en tierra y morir, traerá mucho fruto.
La parroquia será el lugar privilegiado para dar nacimiento a esta nueva Iglesia. Los religiosos que trabajan en parroquias deberán ser formados para descubrir a estos "líderes del dolor" que hay en toda parroquia. Deberán proporcionarles un foro para que expresen sus necesidades. Al hablarles, deberán evitar los clichés eclesiásticos y el lenguaje institucional, y hablarles en el lenguaje sencillo y fresco de los Evangelios. Deberán comunicarse, ante todo, escuchando e inspirando la seguridad en la gente, con su actitud, de que son conscientes de sus dolores y de su necesidad de recibir un tipo diferente de atención. Deberán empujarles a hablar, sin miedo a ser criticados, sobre las razones de su desafección hacia la Iglesia y el mundo.
Aprenderemos muchas cosas. Por ejemplo, resultará claro que, si la liturgia de hoy no inspira mucho, es porque está demasiado cargada de palabras, porque nos divide en hablantes y oyentes, y porque ha sido despojada de los símbolos concretos que servirían para unir a los hombres y ayudarían a las almas a recogerse. Se verá mejor que la reforma litúrgica de los últimos años, aún habiendo sido en muchos sentidos una gran adelanto en la Iglesia, debe aceptar la crítica en lo que le corresponde. En su admirable esfuerzo por simplificar la liturgia y despojarla del pesado lastre añadido a lo largo de los siglos, ¿no se ha dado en el extremo opuesto, dejándonos una liturgia que recuerda demasiado a la Ilustración, una liturgia para intelectuales, abundante en palabras y abstracciones y escasa en misterio, gestos concretos, emoción, calor humano y pasión? ¿No es ésta una de las razones por las cuales ha cundido con tanta fuerza el movimiento carismático en los años posteriores al Vaticano II? El presbiterio con el altar de cara al pueblo corre peligro de convertirse en un escenario teatral, donde los ojos están fijos en el actor y donde los efectos de la liturgia están dependiendo demasiado de sus habilidades –justamente en un tiempo en que el mundo desearía un contacto cercano y afectuoso con Dios en un escenario circular (theater in the round)?
La dificultad de tener éxito en un ministerio que procura responder a las auténticas necesidades culturales, aumenta en proporción directa con la elevación del nivel educativo de la gente. En el pasado, predicar era sólo una entre las muchas cosas que hacía el sacerdote. Hoy, según el P. Paul Philibert, o.p., mucha gente, si es que se molesta en acudir, espera que la predicación sea un momento relevante de enseñanza, de inspiración e intuición espiritual. Ahora bien, muy pocos son hoy los predicadores, que muestren serio interés en superarse. Según el P. Philibert, se sienten encerrados en un bajo fondo de incompetencia y frustración, y muchos problemas de la vida sentimental en los sacerdotes, quizás procedan de este sentimiento de frustración profesional.
Como quiera que a menudo han tenido una formación académica más completa, los sacerdotes religiosos quizá están más capacitados para una predicación aceptable y para jugar así un papel nuevo y vital, necesario para revitalizar la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos en general. Estoy convencido que desde hace unos años ha sido exageradamente recalcada la diferencia que hay entre ministerio sacramental y ministerio evangelizador. En mi experiencia, los sacramentos celebrados en un ambiente de oración pueden ser el mejor instrumento de evangelización. Esto se ha demostrado con programas como el de los Ritos de Iniciación Catecumenal para Adultos, que implican a los fieles en el proceso de acompañamiento hasta el bautismo de los adultos convertidos; así como en otros programas que comprometen a los fieles en la preparación del bautismo de niños o en el ministerio en favor de una madre embarazada o de una familia. En Nueva Zelanda algunos religiosos han alcanzando un gran éxito organizando grupos de apoyo a las madres jóvenes. Todo un campo de creatividad se abre en el área de la teología y la práctica sacramental.
Yo ya no creo en la objeción de que los funerales y las bodas absorben el tiempo de un sacerdote y lo alejan de la evangelización de los marginados. Al contrario, un ministerio inspirador, ejercido en ocasión de funerales y bodas, puede ser medio importante para llevar el Evangelio a los marginados. Tomemos como ejemplo una boda. Con frecuencia, los asistentes son jóvenes amigos del novio y de la novia que no han pisado la iglesia desde hace mucho tiempo. Siempre que me piden presidir una celebración del matrimonio me preocupo de que el sermón de la boda no sólo esté bien preparado sino que sea inspirador, que hable de las frustraciones en las relaciones tanto como de su hermosura, y que toda el asunto sea tratado con imaginación, poesía, humor y cierta dosis de intuición sicológica. Mi feliz experiencia es que he sido secuestrado por parejas de toda edad en la recepción que sigue a la ceremonia, para una larga conversación sobre algún problema personal. Ello me da la seguridad de que en los bancos del templo hay mucha hambre de temas religiosos. Los hijos de la secularización tienen ansias de descubrir una nueva tierra firme bajo sus pies, una estabilidad en sus relaciones y, el coraje para comprometerse a largo plazo.
Todo ello demuestra que, detrás de la queja que muchos religiosos expresan respecto al trabajo parroquial, no hay ninguna razón válida para que opongan o mantengan una distinción entre las tareas pastorales de ‘mantenimiento’ y las de ‘misión’, sino simplemente una falta de visión que les impide ver el desafío que nos está planteando la realidad. Por eso el trabajo parroquial puede parecerles a algunos como un desfile inacabable de sucesos inconexos o incoherentes. Una visión adecuada puede trasformar una parroquia en una base misionera donde realizar un trabajo enormemente gratificante. Pero esta visión exige imaginación a la vez que sentido de la realidad, exige la capacidad de imaginar un futuro práctico y concreto. Tenemos que descartar los viejos esquemas que acaso ya no funcionen y ponernos a ensayar otros nuevos. Por ejemplo, ¿no podríamos tener en una misma parroquia dos equipos: uno principalmente para el ministerio sacramental y el otro que ponga el acento en el ensanchar fronteras? En diálogo con el obispo y con el vicario pastoral de la diócesis de San José, una congregación clerical apostólica intentó un nuevo tipo de compromiso parroquial. Tres religiosos formaban la comunidad, vivían en una casa alquilada y, sin encargarse propiamente de una parroquia, prestaban servicio ministerial a los hispanos dentro del territorio de tres parroquias. Era difícil coordinar los compromisos y los horarios con tres párrocos, pero en general el experimento demostró ser un gran éxito. Por desgracia, acabó al cabo de cuatro años porque un miembro abandonó el equipo y no hubo otro voluntario que quisiera sustituirlo.
Todo intento de revitalizar el ministerio parroquial debe estar sujeto a evaluaciones serias y periódicas. Éstas, para que tengan resultado, deben ser sistemáticas e involucrar a los seglares de la parroquia. Ésta es la única forma de ser objetivos y es, al mismo tiempo, la forma de desafiar al laicado a asumir la responsabilidad de su parroquia y de conferirles autoridad. Recuerdo que, siendo provincial, invité una vez a unos padres de familia a evaluar uno de nuestros colegios. “¿Cómo está catalogado nuestro colegio frente a otros colegios católicos de la región?", pregunté. "Ustedes son el número 2", respondieron, explicando que un colegio cercano, regido por Hermanos, era el primero desde todo punto de vista: en excelencia académica, en disciplina y hasta en deportes. Explicaron que aún cuando ésta no fuese la situación objetiva, esa era ciertamente la percepción del ambiente. Informé de ello a la comunidad colegial y el hecho dio motivo para muchas mejoras. Después de la consulta, los padres de familia demostraron mucho interés en el proceso de cambio e hicieron aportes significativos. Por otra parte, este diálogo con los seglares resultó muy estimulante y alentador.
Visión: como capacidad de ‘enfoque’
Además de imaginación y realismo, hay un tercer aspecto de la visión, quizás el más importante: el ‘enfoque’. El enfoque es disponer los datos particulares alrededor de un centro, cosa esencial para marcar prioridades y tener perspectivas. Siendo provincial, hice un intento valiente, aunque fracasó, por introducir un nuevo enfoque en los esfuerzos apostólicos de la provincia. En mi informe al capítulo provincial de 1981 defendí mi propósito de organizar nuestros empeños en torno a un único foco: el ministerio entre los inmigrantes hispanos, haitianos y caribeños. Mi argumento era que no podíamos hacerlo todo y que elencar simplemente diez o veinte directivas apostólicas era demasiado dispersante para reforzar y enderezar a la provincia en un rumbo concreto.
Sí valía la pena optar por un solo enfoque, yo opinaba que debería ser uno de grandísima importancia para la Iglesia norteamericana del futuro, y por eso escogí el ministerio entre los inmigrantes de los países de la frontera sur de los Estados Unidos. Presenté datos: para 1990 los hispanos constituirían más del 50% de la población católica total de los Estados Unidos. Todos ellos eran nominalmente católicos. Gran número de ellos iba siendo atraído por las sectas protestantes, en parte por insatisfacción con los servicios católicos. Son a menudo pobres, oprimidos y discriminados. El ministerio entre ellos está en consonancia con los apostolados que los Maristas realizan desde hace tiempo con los inmigrantes canadienses de lengua francesa. Puesto que hispanos y haitianos eran todos ellos católicos, al menos de nombre, y eran población joven, había incluso esperanzas de futuras vocaciones. Los jóvenes de entre ellos podrían muy bien ser atraídos por un grupo religioso cuyo enfoque principal fuera la preocupación por los pobres y oprimidos de la población hispana y haitiana. El hecho de que los hispanos tengan una gran devoción a María debería hacerlos entrañables a los corazones de los Maristas.
Además, noté que entre los obispos que me habían escrito, algunos, entre ellos el cardenal Cooke de Nueva York, habían recalcado las necesidades en este campo. Finalmente, les aseguré a los miembros del capítulo que este enfoque no exigía abandonar muchos de nuestros compromisos parroquiales actuales puesto que muchos ya tenían un componente hispano-haitiano. Yo simplemente pedía un cambio de enfoque.
La primera objeción fue: “No puedo comprometerme en ese proyecto porque no hablo español”. Mi primera respuesta a esta objeción fue señalar que si se adoptaba este enfoque y esta visión, no todos irían al apostolado directo entre hispanos-haitianos. Uno podría quedarse donde estaba, pero podría hacer que la otra prioridad recibiera de él aliento o dinero. Mi segunda respuesta fue más importante. Se trataba de señalar y abrir la conciencia a los grandes recursos no explotados que posee una congregación internacional. Recordé que teníamos una provincia en México y que sería muy fácil establecer un programa de intercambio. Algunos de nuestros hombres podrían trabajar en México durante un año, en tanto que algunos hermanos mexicanos podrían trabajar en los Estados Unidos. Muchos de ellos habían hecho sus estudios de teología en Massachusetts y podrían arreglárselas bien en inglés, mientras que los mexicanos son el pueblo más hospitalario de la tierra y acogen al sacerdote aunque solo chapurree el español. Trabajar en México proporcionaría además a nuestros religiosos una experiencia del tercer mundo capaz de ampliar horizontes. Con un programa así, podríamos sacar adelante un grupo significativo de hombres hábiles en el español y prestar una servicio religioso importante a esta población inmigrante.
A pesar de mis mejores argumentos, el capítulo provincial rechazó esta propuesta concreta de un nuevo enfoque apostólico para la provincia. Algunos objetaron que era demasiado estrecha en objetivos y otros que no teníamos personal suficientemente preparado. Pero no me sentí decepcionado. Aun cuando no se aceptó esta visión concreta, la idea de que era importante tener una visión y un enfoque, sí que había calado. Había quedado plantada una semilla, una nueva aproximación al futuro: se había dado vuelta a un barbecho y había quedado listo para la siembra.
Este capítulo también me enseñó una lección y es que, en una era democrática, los miembros de las congregaciones religiosas y los miembros de un capítulo no se ponen automáticamente de pie para saludar las sugerencias de un provincial. Tienen que participar en todos los pasos del proceso de descubrimiento, desde su comienzo mismo. El proceso debe ser de auténtica colaboración, de auténtica comunicación, de ninguna manera un juego de poder. Cada uno de los involucrados tiene que aportar a la mesa ideas y opiniones, no menos que apertura de mente. Cada uno de ellos debe tener la seguridad de que las decisiones no han sido ya tomadas de antemano. Sólo así se llevará a cabo un encuentro de mentes, lo cual no sólo será satisfactorio para cada participante sino eficaz para el futuro de la congregación.
Después de aquel capítulo provincial introduje métodos mucho más participativos en las reuniones del consejo provincial. A la luz de nuestras reflexiones, poco a poco desarrollamos una valiosa estrategia práctica para renovar los apostolados de la congregación. Llegamos a dos conclusiones: primero, que la resistencia al enfoque hispano-haitiano durante el capítulo se suscitó principalmente debido a un comprensible sentimiento de miedo y de inseguridad; y segundo, que en nuestro esfuerzo por darle a las energías apostólicas de la provincia un nuevo enfoque, no tenía sentido pedirle a una comunidad que examinara su propio apostolado a la luz del carisma del instituto o de los criterios ministeriales que habíamos establecido desde hacía años. La razón de esto estaba en que cada comunidad defendería la calidad marista de su ministerio particular y lo haría así, seguramente, por inercia y por miedo al cambio. Así que apuntamos en la siguiente dirección: no sugeriríamos el abandono de ningún apostolado presente sino que, al contrario, en diálogo con algunos obispos, aceptaríamos nuevos apostolados que estuvieran en armonía con los criterios maristas. En lugar de crear conflictos retirándonos de ministerios de larga tradición, concentraríamos nuestros recursos, aceptaríamos los nuevos ministerios y así inspiraríamos confianza y, por medio de experiencias modelo, incentivaríamos los cambios incluso en nuestros apostolados presentes. Nos dábamos cuenta de que, en una fecha futura, cuando disminuyera realmente el personal, habría que cerrar algunos apostolados, pero confiábamos en que éstos no serían los más recientes y dinámicos.
De hecho, esta política funcionó. Se aceptaron algunos nuevos apostolados de acuerdo con las necesidades de diferentes obispos: algunos entre los materialmente pobres, concretamente en Brooklyn entre los haitianos y entre otros negros del Caribe, otros con hispanos en Detroit, en una parroquia y en un conjunto hospitalario de Vermont y, bajo la siguiente administración, un ministerio con indígenas norteamericanos de Dakota del Sur. Desde entonces se han ido abandonando algunos ministerios tradicionales y en la provincia existe ya un nuevo equilibrio entre los diferentes apostolados. Algunos de los antiguos apostolados han cobrado fuerza al emprender nuevas iniciativas pastorales entre haitianos y enfermos de Sida. ¿Por qué funcionó esta política? Porque tenía las tres características de la visión: imaginación, realismo y un enfoque.
Visión, estímulo para la excelencia
El provincial que me había precedido había pedido un informe de actitudes de los miembros de la provincia. Fue dirigido por el Dr. López y respondió el 95% de los miembros. La conclusión más sorprendente del Dr. López, varias veces recordada en la provincia durante 15 años, fue: "Ustedes están muriendo, pero están muriendo felices". El estudio había mostrado no solo una tasa negativa de crecimiento, sino también que el nivel de satisfacción de la provincia era demasiado alto. Otros grupos de religiosos del mismo nivel de educación mostraban niveles mucho más altos de insatisfacción y deseo de cambio. Comparados con otros grupos humanos con educación equivalente, nosotros nos sentíamos demasiado felices, poco críticos, tranquilos, realizados y pacientes. El cuadro que pintaba la encuesta era el de una ganadería de bueyes rumiantes.
El ya famoso estudio de Nygren-Ukeritis ha comprobado que este fenómeno de no reconocimiento o de negación de la crisis, estaba bastante extendido en la vida religiosa. En lo que se refiere a mi propia provincia, me reveló que, como grupo de religiosos, no nos habíamos esforzado por lograr la excelencia, no habíamos sido impelidos por una visión. Habíamos vivido satisfechos con ir tirando, con descansar en los cuatro años de estudios teológicos, con hacer las cosas en plan de familia. Era parte de nuestro encanto, pero no era suficiente para los tiempos modernos. Tampoco era una actitud en consonancia con el pensamiento de nuestro fundador, el P. Juan Claudio Colin. Hablando a los primeros Maristas decía: "Señores, tenemos que ser hombres de Dios y sabios. Si ustedes son sólo hombres de Dios, les aseguro que no harán nada de provecho". Sé que muchos otros fundadores han hablado a sus discípulos de modo parecido.
Me entristecía ver las pocas ganas de sobresalir que había entre mis hermanos de religión, derivados probablemente de la falta de confianza recíproca y de una buena dosis de falta de confianza en sí mismos. Me sentía apenado porque me di cuenta de que, con esa actitud, acaso podríamos realizar mucho como individuos pero no podríamos formar un cuerpo eficiente. Esto me entristeció porque sabía que se podía hacer mucho más. Habiendo enseñado codo a codo con jesuitas durante 12 años, sabía que, en proporción a su tamaño, otras congregaciones religiosas, incluida la mía propia, contábamos con una cantidad igual de talento natural.
El potencial humano estaba allí, pero en los miembros de nuestra congregación faltaba una cosa: no tenían ambición. Algo más se estaba necesitando -una visión colectiva que despertase el ánimo para atreverse a hacer algo, que estimulase la confianza propia necesaria para levantar la vista y otear nuevos horizontes, para permitirnos tener nuevos pensamientos y respirar aire puro, para capacitarnos a liberarnos de las enrejados eclesiásticos que la historia ha ido colocando entre nosotros y el mundo y para ver la vida religiosa como una vida de peregrinos a la vanguardia de los esfuerzos de la Iglesia en pro de la santidad y la evangelización.
Hagamos lo que hagamos, no debemos dejarnos arrastrar a la deriva por la correntada de los acontecimientos, ni caminar impertérritos hacia la sepultura. Tenemos que mantener la confianza incluso en la adversidad y no renunciar a la alegría por el presente ni a la esperanza en el futuro. Pero también tenemos que asegurarnos de que nuestro sentimiento de bienestar, en medio de la crisis de la vida religiosa, no resulte de mecanismos sicológicos de negación, de falta de coraje o de falta de visión e imaginación. No debemos sumergirnos tranquilamente en esa dulce noche. Si estamos destinados por la providencia de Dios a extinguirnos, ¡que al menos no nos extingamos contentos!
8. VOCACIONES RELIGIOSAS: NUEVOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS
En este capítulo final volveré a tomar en consideración la situación actual de las vocaciones religiosas y lo que ésta revela acerca de nuestros tiempos. Algunos piensan que la falta o abundancia de vocaciones no constituye un dato importante a la hora de tomar la temperatura de una provincia o congregación. Pero la Hna. Patricia Wittberg, -socióloga y autora de obras sobre la vida religiosa, no está de acuerdo. Dice: “ya sea que lo reconozcan sus miembros, ya sea que no tengan conciencia de ello, la cuestión más importante que afronta cualquier grupo es el retener los miembros con que cuenta y el reclutamiento de otros nuevos. Si no está asegurado el suministro con personal de calidad, un grupo irá decayendo y hasta podrá morir”(1). Sigue diciendo que muchas órdenes religiosas están enfrentando la muerte de su organización. Se queja de que las congregaciones religiosas “han ido aceptando su declinar bastante pasivamente” y de que “sorprendentemente han tomado pocas medidas para revertir su decadencia”; cita luego a Arbuckle y a Markham quienes hablan de “una negación masiva”(2).
Yo no considero que la capacidad de atraer vocaciones sea el dato más importante a la hora de analizar la salud de una congregación, pero creo que es revelador. Si pocos o ninguno quieren, en el primer mundo, unirse a nosotros, especialmente cuando acuden a otras congregaciones en número significativo, esto debe indicar algo. No me gusta el argumento de que la falta de vocaciones es una bendición disfrazada, porque nos obliga a comprometer al laicado y a darle intervención. El lugar de los laicos en la Iglesia no debe llegar por defecto -tendrían que estar en el centro de la evangelización, aun cuando seminarios y conventos estuvieran desbordando. Los seglares han de encontrar su lugar propio, no a causa de un declive en el número de religiosos o porque los religiosos se están volviendo como laicos y viceversa, sino porque cada uno logra su propia identidad y su florecimiento.
Las estadísticas sobre vocaciones proporcionadas por las casas generalicias de Roma en 1993 revelaron que las congregaciones apostólicas más antiguas sólo empiezan a prosperar cuando tienen misiones en África, en partes de Asia (especialmente en India e Indonesia), en algunas partes de Centroamérica y Sudamérica, en Polonia y Checoslovaquia. La Sociedad del Verbo Divino, por ejemplo, que cuenta sobre todo con vocaciones de Europa Oriental y algunas partes del tercer mundo, sufrió una disminución mínima después del Vaticano II y desde hace dos años comenzó una curva ascendente en sus estadísticas. Ahora, es una de las pocas congregaciones tradicionales de religiosos que ostenta un crecimiento numérico en relación con 1965. En general, las estadísticas vocacionales en el así llamado primer mundo continúan siendo bien tristes para todas las congregaciones fundadas antes del siglo XX. Esto mismo sucede con las vocaciones sacerdotales en la mayoría de las diócesis del primer mundo.
¿Por qué la mayoría de nosotros atraemos tan pocas vocaciones en el primer mundo? ‘No es culpa nuestra’, se podría decir, ‘sencillamente no las hay’. La cosa está fuera de nuestro control: es un fenómeno cultural. El mundo postindustrial se ha secularizado, se ha vuelto pluralista y relativista. Los jóvenes sienten obsesión por la libertad y, a causa de la abundancia actual, se les ofrece cantidad de oportunidades. El sacerdocio ya no es un camino para escalar niveles sociales. La vida célibe es más difícil en una sociedad abierta con pocos controles sobre películas y medios de comunicación. Los recientes escándalos de pederastia dan una imagen negativa del clero. Las familias, que solían ser más numerosas, se han visto reducidas.
Como Ud., también yo he pensado en todos estos justificativos: pero, todos me parecen puras excusas frente al hecho de que, en Roma, un seminario de una congregación religiosa alberga a 290 jóvenes que quieren ser la sal de la tierra, -jóvenes que provienen de ese mismo mundo escéptico, sofisticado, mañoso, secularizado, y de las microfamilias de finales del siglo X; jóvenes ansiosos por ir a trabajar quavis mundi plaga, (en cualquier parte del mundo) a donde quiera mandarles la obediencia. Cientos de ellos están ingresando en congregaciones como esa a la que me refiero, en los Estados Unidos, en Italia, en Francia, en México y en España. Gran número entra también en muchos seminarios nuevos llamados Redemptoris Mater, que preparan a jóvenes que serán ordenados para las diócesis abiertas a la implantación del camino neocatecumenal. Y, fenómeno conexo, miles se adhieren a los movimientos seglares católicos en Europa y especialmente en Italia. La mayor parte de estos grupos tienden a ser tan tradicionales en la doctrina y tan austeros en las estructuras de formación, como innovadores en sus métodos. ¿Es una aberración este fenómeno? ¿Pueden ser tantos jóvenes nada más que gente empeñada en una búsqueda neurótica de seguridad?
Nuevos signos de los tiempos
Creo que la pujanza de estas congregaciones y movimientos nuevos es un nuevo signo de los tiempos. Como ya indiqué arriba (capítulo tercero), es un signo de los tiempos en el sentido de que, en el así llamado primer mundo, es dable observar una diferencia en el campo de las estadísticas del reclutamiento vocacional. Las congregaciones religiosas que han ido quitando progresivamente las estructuras de la vida de comunidad y de los programas de formación, que han acentuado la autonomía individual por encima de la identidad del grupo, que han equiparado la vida religiosa más y más a la de los laicos y han perdido un sentido claro de su fin, están atrayendo pocos candidatos. Por el contrario, las congregaciones más recientes que cuentan con una intensa vida de comunidad y una estructura comunitaria fuertemente ritualizada, con prácticas nuevas de oración en común y unos objetivos comunitarios muy claros, están atrayendo vocaciones por centenares. Podremos formular críticas legítimas respecto de ellas, respecto de su excesiva rigidez, pero la pregunta queda en pie: ¿son estos grupos simplemente una aberración o nos dan la clave para entender y hacer posible un nuevo futuro?
Por favor: quiero que se me entienda bien. Cuando hablo de estos grupos como signo de los tiempos (es decir, como portadores de sentido, como indicadores de un posible futuro), no estoy urgiendo a las congregaciones religiosas a imitarlos o a buscar vocaciones entre los movimientos de seglares que forman parte de este fenómeno. Creo, más bien que estos fenómenos nos abren una ventana para asomarnos al corazón de la juventud de hoy y comprender algo más acerca de ellos. ¿Por qué los jóvenes de una sociedad secularizada se sienten atraídos por estos grupos? ¿Responden estas congregaciones y estos movimientos, sea voluntariamente sea por azar, a algunas de sus legítimas necesidades? Tenemos que echar mano de todos los medios para comprender a los jóvenes tal como son realmente y evitar proyectar sobre ellos nuestras propias necesidades y deseos. Solo así podremos reconstruir nuestras propias congregaciones y modificar los rumbos de nuestra renovación para los años 90 de modo adecuado.
Aunque cada una de estas nuevas congregaciones y cada nuevo movimiento tiene su sello distintivo, hay entre ellos algunos rasgos comunes. Todos tienden a ser tradicionales en la doctrina pero innovadoras en los métodos. La mayor parte de las nuevas congregaciones mantienen fuertes lazos con los laicos y algunas han nacido inclusive de un grupo laico previamente fundado al que continúan estrechamente apegadas. Tienden a transitar un camino pautado por numerosos ritos, y por etapas, pasos y metodología propios durante la formación. Sus miembros están unidos por vínculos fuertes y nutren este contacto mediante un conjunto de prácticas comunes, un modo de vida estructurado, una regla. Su piedad tiende a ser simple y acrítica. Consideran las Escrituras en primer lugar como historia y quitan importancia al empleo del método histórico-crítico por miedo a fragmentar el mensaje cristiano y a diluir su impacto. La reflexión comunitaria y el comentario autobiográfico compartido de la lectura de la Palabra de Dios, son fuentes y sostén de su vida espiritual.
He hecho un estudio informal sobre estos nuevos grupos entrevistando a sus fundadores, directores o miembros, o participando directamente en sus reuniones, con el fin de discernir las razones de su atractivo para la juventud del primer mundo. Ese atractivo parece deberse a tres motivos principales. Creo que los jóvenes se sienten hoy atraídos hacia grupos que se caracterizan por los siguientes rasgos:
1. Metas explícitamente religiosas;
2. Una intensa vida de comunidad y solidaridad comunitaria;
3. Pasión por una evangelización explícita y universal.
Hablaré de cada uno de estos atractivos, por separado, a sabiendas, sin embargo, de que en buena parte están entremezclados.
Metas explícitamente religiosas
Los jóvenes se están acercando a las nuevas congregaciones y los nuevos movimientos en parte para llenar un vacío interior, para descubrir el sentido último de sus vidas. Vienen en busca de un camino de vida. Debido a que están en busca de un mensaje claro y explícito sobre el sentido de la vida, la muerte y la resurrección, no se sienten atraídos por un cristianismo que ha experimentado la muerte de mil definiciones. En la vida religiosa buscan una religión cristiana entendida a lo clásico, no principalmente el camino para la realización sicológica ni un estímulo para la acción social, sino la respuesta a la humana contingencia y a la soledad cósmica. Hablan con naturalidad de la salvación, de la voluntad de Dios, de la santidad, de la vocación como llamado de Dios, de la necesidad de la comunidad, y están dispuestos a someterse a una regla espartana y a un horario exigente de oración común. Un artículo sobre los seminarios aparecido en Atlantic (diciembre de 1990) revela que mucho de esto es también verdad entre los seminaristas protestantes y judíos de los Estados Unidos. Dice el autor que los seminaristas de la Harvard Divinity School (el Colegio teológico de Harvard) hablan de vocación y de ser llamados “con un fervor de antes de los años 60”.
Visité, junto con el Provincial Italiano de una congregación apostólica, el seminario neocatecumenal de Roma y entrevisté a su vice-rector. Me dijo que el atractivo fundamental del neocatecumenado para los jóvenes estaba en el estilo de predicar y de la formación, que llevan el sello de su fundador, el artista español Kiko Argüello. Pregunté si esta predicación era agresiva y fundamentalista y, de ser así, si no podría ser considerada una forma de lavado de cerebro. Me respondió que, al contrario, el mensaje central y en el que más se insiste es el infinito amor de Dios a cada uno y el gran consuelo de la presencia viva de Cristo resucitado en la Iglesia. El neocatecumenado, movimiento de conversión y formación fundamentalmente para los laicos secularizados, los desafía a ser más conscientes de la presencia de Cristo y de las responsabilidades concretas que lleva consigo el bautismo.
Ese mismo provincial italiano, que había sido miembro por largo tiempo del neocatecumenado, me lo confirmó. También él se sintió conmovido desde el comienzo por este mensaje del amor de Dios y de la presencia activa de Cristo. Habiendo sido educado como una especie de pelagiano italiano, creyendo que todo dependía del esfuerzo personal, ahora tomaba conciencia de que en la Iglesia actuaba un Poder y un Amor en los que podía confiar. Lo que atraía a gran número de personas del primer mundo a la fe y a algunos al seminario, no era la libertad, la liberación sicológica, la acción social, ni siquiera la paz y la justicia, sino el mensaje explícito de que el Señor Jesús está vivo y presente. Ese mensaje de Evangelio es lo que les atraía.
Hay dos enfoques ante de la comunicación de la Palabra que prevalecen en la iglesia de hoy. Para no emplear los términos "minimalista” y “maximalista”, “progresista" y "conservador", los llamaré "implicitista" y ''explicitista". Los que están a favor de la comunicación implícita creen que el camino para llegar al corazón secular es el compromiso silencioso de los cristianos en las causas humanas seculares y, en consecuencia tienden a no mencionar la doctrina católica y los temas cristianos. Los explicitistas, por el contrario, citan la Evangelii Nuntiandi de Pablo VI y persisten en decir que un compromiso mudo es insuficiente. Los cristianos deben ir más allá y proclamar públicamente su fe en la primacía del Señor y en la permanente relevancia de la resurrección. Dice Andrea D’Auria, "sin esa claridad fundamental el hecho cristiano se reduce a algo subordinado a las demandas, al proyecto y a los contenidos del mundo". El implicitismo coloca a la Iglesia en una posición en la que "absorbe sin crítica alguna los valores ético-humanitarios del entorno, cuyo contenido está dado por otras matrices ideológicas"(3). Los explicitistas se quejan de que los implicitistas están hasta tal punto ‘desexplicitados’ respecto de su ser cristiano, que la gente se pregunta si existe alguna diferencia en realidad. Si uno está realmente enamorado no puede menos de hablar con entusiasmo de la persona amada.
Estos dos enfoques reflejan dos posturas diferentes en la fe. Los implicitistas son cristianos muy secularizados que abrazan el pluralismo moderno. Desconfían del cristianismo del que uno está impregnado por educación y desde niño, y prefieren un cristianismo que sea el resultado de la maduración de una persona en la sociedad. Piensan que una fe conscientemente elegida es más vital y personal. Simpatizan con la convicción actual de que ni la naturaleza ni el cosmos nos facilitan un orden y un sentido preestablecidos, y que nosotros debemos, en parte, crear nuestro propio sentido a partir de los diversos sistemas de sentido que se nos pueden ofrecer. Para los implicitistas, las ideas modernas no son caprichos o modas pasajeras sino intuiciones permanentes. Una religión que agreda a estas nuevas “verdades" del pluralismo y de la secularización se hará culpable, a sus ojos, de oscurantismo y no conquistará audiencia. Lo mejor, pues, será que los cristianos atraigan a los hombres a Cristo mediante una discreta consagración ‘tolstoiana’ a los pobres y necesitados.
Los explicitistas (que constituyen la mayoría de los miembros de las nuevas congregaciones y de los nuevos movimientos) están anclados en un tipo de fe diferente. Están de acuerdo en que el aggiornamento debe continuar y que las instituciones cristianas tienen algunas lecciones que aprender de los críticos seculares, en el sentido de asumir la responsabilidad de trasformar el mundo; pero insisten en que la Iglesia tiene que continuar siendo siempre, hasta cierto punto, contra-cultural. Creen que su criterio guía tiene que ser el Evangelio y no la cultura. Creen que el pluralismo de hoy hace difícil la consolidación de una comunidad auténtica y que, si bien es deseable que los intelectuales elijan el cristianismo crítica y conscientemente, éste no puede ser el camino común de la mayoría de los fieles. Éstos necesitan un cuadro de doctrinas y estructuras claro y explícito, que pueda servir de sostén para su fe, puesto que están inmersos en un mundo cuya secularización los precipita fácilmente en el secularismo.
Para los explicitistas los tiempos modernos han sido estimulantes, pero también destructores. Su mensaje es que estos tiempos ya pasaron. Ya no estamos en 1968 sino en 1992. La atmósfera es diferente. Hay un agujero en la capa de ozono espiritual; la gente quiere ese nuevo cálido rumbo que presagia esta ventana abierta al cielo. La gente quiere un mensaje claro, directo y religioso al estilo clásico; y nos reclama: "Sé frío o caliente".
Vida de comunidad y solidaridad comunitaria intensas
El segundo aspecto de estos nuevos grupos que atraen a los jóvenes, es que ofrecen una intensa experiencia de comunidad y un fuerte apoyo mutuo. Los jóvenes ansían no sólo una fe religiosa explícita, sino también una intensa comunidad de fe. Pregunté una vez a una joven, miembro de la comunidad de laicos de San Egidio de Roma (a la que volveré a referirme), qué es lo que la había atraído a la comunidad. Dijo que era la amistad auténtica que no había encontrado en ninguna otra parte. Se preguntaba de dónde nacía esta amistad y enseguida vio que su fuente estaba en que el grupo estaba arraigado en el Evangelio. Le pregunté qué haría si la persona con quien quisiera casarse no estaba dispuesta a vivir así. Me respondió: “La comunidad es mi vida. Será condición para mi matrimonio. Llevaré a mis hijos cuando vaya allá a trabajar".
Para fomentar este hondo sentido de comunidad, de apoyo y edificación mutua, los nuevos grupos dan mucha importancia a las celebraciones, (a menudo la celebración de la Palabra), y al tiempo que dedican a discutir cuestiones religiosas y apostólicas importantes. A veces se da suma importancia a cosas bien pequeñas: tipo de música a emplear, forma y decoración del altar para la Eucaristía, forma común del vestido, gestos específicos de reverencia en la liturgia. Algunos han inventado un camino de espiritualidad, una forma de medir el progreso en la vida espiritual. Otros han tratado de restaurar las estructuras comunitarias y el espíritu de los grandes fundadores. Los Hermanos de San Juan, en Francia, comenzaron como un intento de redescubrir al dominico primitivo.
Este deseo de una vida de comunidad bien estructurada es una reacción ante la excesiva disgregación de la vida en la sociedad contemporánea. Es una forma de resistencia a lo que Robert Bellah ha llamado “individualismo lockeano", arraigado en la “ideología lockeana”, que, insiste él, ha resultado ser más fuerte que la marxista. El filósofo inglés Juan Locke concebía la sociedad como el resultado de un contrato entre las personas, consideradas como átomos despojados de toda relación. Para Locke no había más límites para la autonomía de las personas que los libremente abrazados para entrar en un contrato social bastante limitado. Para Bellah esta imagen está en directa contradicción con la noción bíblica de la alianza. En la alianza, los hombres tienen una relación del todo anterior a la que se genera con un contrato social. Es la relación entre el Creador y la creatura, relación que genera obligaciones con Dios y con el prójimo que trascienden los intereses propios y que promete una auto-realización liberadora mediante la participación en un orden divinamente instituido.
Una explicación sociológica del nuevo atractivo que ejercen estas nuevas comunidades sobre la juventud, es que ella es efecto de la banalidad de la vida tal como se la experimenta hoy dentro de una microfamilia y en una sociedad de valores consumistas. Las familias actuales no tienen muchas instancias familiares de apoyo: abuelos, tíos y tías que convivan durante periodos prolongados, ni primos perdiendo el tiempo por la casa. Insertas en una cultura, que hasta hace poco se sentía auto-suficiente y no necesitada de trascendencia como fuente de sentido, estas familias no son capaces de salir adelante en lo religioso y corren el riesgo de quedar a la deriva. Debido a la falta de ‘convicción’ (nerve) de las instituciones educativas católicas, inscribirse hoy en día en ellas puede incluso acelerar la pérdida de la fe. A resultas de ello algunos jóvenes cristianos serios han recurrido al explícito testimonio mutuo y a la oración, para apoyar su fe en Cristo y Dios.
Pero la sensación de apoyo mutuo no puede lograrse sin prácticas comunes, sin una vida de comunidad hasta cierto punto ritualizada. El historiador Jean Coste, s.m., dice que, en sus intentos de refundación, las congregaciones religiosas deben evitar tres posturas: primera, la solución ''fundamentalista", que suprime toda evolución; segunda, el énfasis en la mera creatividad, que dice: “Nuestros fundadores crearon algo; nosotros seremos fieles si creamos también”; y tercera, una fácil vía media que distingue entre reglas prácticas que deben ser descartadas y un espíritu o espiritualidad que hay que retener. Como la carne del hueso, es imposible separar las estructuras del espíritu.
Jean Coste no propone volver a las mismas reglas del fundador, pero sencillamente nos recuerda que no puede haber espíritu sin un estilo, ni puede tener élan un grupo que no se concrete en un cuerpo, en un corps social. Si juzgamos que las estructuras y las prácticas originales son caducas y difíciles de practicar, tendremos que inventar otras nuevas para expresar y encarnar nuestro carisma y nuestra convivencia. Hay que ritualizar de nuevo nuestra vida de comunidad: hay que dar expresión comunitaria a los valores del fundador en símbolos y prácticas repetidas a menudo. Jean Coste sabe que no podemos regresar al grado de control que nuestro fundador quería que el grupo ejercitara sobre el individuo, pero se pregunta: ¿ha habido alguna vez “un grupo religioso capaz de sellar un pacto real en este mundo sin que sus miembros acepten que el grupo verifique su fidelidad con respeto a los valores que todos reconocen como esenciales?” Creo que esta pregunta es crucial y, al formularla, Coste coincide con las preocupaciones comunitarias de la juventud de hoy.
Los fundadores de los nuevos movimientos religiosos saben que es en vano tratar de construir una comunidad limitándose a impartir una espiritualidad por vías exclusivamente conceptuales y dejando después que cada uno la viva o encarne a su antojo. Todos entienden que hay necesidad de símbolos, de un ritual, y a veces insisten en la adhesión minuciosa a un conjunto bien determinado de prácticas. Comprenden intuitivamente que un ritual opera a nivel del sentimiento, inculcando valores importantes y movilizando a las personas. Esto se debe a que el ritual moviliza también al cuerpo, que constituye el yo primario y a que pone en juego los cinco sentidos. Los actos físicos y las experiencias sensoriales captan la conciencia con más inmediatez que las palabras de la filosofía o las ideas. Mediante el ritual comprendemos algo acerca de nuestras vidas y de nuestro lugar en el cosmos y en la comunidad, a un nivel menos verbal y menos consciente, pero más profundo. "El ritual, conformándonos con modelos o paradigmas que se refieren al pasado primordial y pueden ser compartidos por mucha gente, permite que cada persona trascienda su yo individual y de este modo pueda vincularse a otros muchos en formas permanentes y verdaderas de comunidad"(4).
La pasión por la evangelización explícita y universal
El tercer aspecto de los nuevos grupos que atraen a los jóvenes es su pasión por la evangelización y la disponibilidad para servir en cualquier lugar del globo. Dos aspectos merecen ser notados a este propósito: primero, el énfasis en la evangelización explícita segundo, el carácter incondicional de su entrega.
Como ya hemos dicho, los miembros de estos grupos están interesados en los temas religiosos explícitos y clásicos, de modo que es natural que prefieran también una evangelización directa y explícitamente religiosa. No vacilan en proclamar que el mundo cambiará, principalmente, no por obra de humanismos ligados a lo temporal, sino por medio de cristianos unidos en Iglesia, gracias a la convicción de que Dios se hace cargo de la historia y de que su sentido más profundo está revelado en la muerte y Resurrección del Señor. Quieren ser, en palabras de Hauerwas y Willimon “extranjeros residentes” y “servir al mundo mostrándole algo que el mundo no es, o sea, el lugar donde Dios está formando una familia con personas que antes no se conocían”. En consecuencia los nuevos movimientos hacen del Evangelio y no de la Modernidad su principal criterio. Con san Pablo están convencidos de que aunque debemos amar la tierra y su gente, no podemos dejarnos hipnotizar por “los resplandores del mundo”.
El segundo aspecto de la pasión de los nuevos movimientos por evangelizar es la universalidad de sus metas, siguiendo en esto el ejemplo de san Pablo. Con el fin de extender el mensaje explícito del Evangelio, están dispuestos a enfrentar, por obediencia, la precariedad de una vida ofrecida a la misión en cualquier parte del mundo. En algunos grupos sus miembros están deseosos de irse como misioneros itinerantes enviados a diferentes partes del mundo de dos en dos, siendo el “ser enviados” un aspecto importante de su espiritualidad.
Cuando vivía en nuestra casa generalicia cerca del Trastevere, en Roma, tuve estrecho contacto con la hoy ya famosa comunidad laical de San Egidio. Esta comunidad nació en 1968 durante las revueltas estudiantiles, cuando un pequeño grupo de estudiantes universitarios se reunía para leer el Evangelio y preguntarse qué propuesta concreta podían ofrecer como cristianos. Empezaron con oración y con algunos pasos experimentales. Veinticinco años después, en 1993, se reunieron dos mil personas en Santa Maria in Trastevere para celebrar las bodas de plata. Juan Pablo II asistió a la celebración y se le vio visiblemente conmovido por el celo cristiano de estos jóvenes. Cuenta, más de 15,000 miembros en el mundo; en Roma hay 5,000 agrupados en 200 células. El movimiento tiene tres ejes centrales: amistad, celebración grupal de la Palabra todas las noches, y trabajo con los pobres. Cada miembro tiene que comprometerse en un trabajo concreto con los pobres y hacerlo de modo apolítico y no-ideológico. Da la impresión de que conocen a todos los gitanos y mendigos de Roma; a los necesitados auténticos y a los simuladores. Regentan un comedor (mensa) que sirve comida a 1200 personas sentadas, cuatro días por semana. Les sirven la comida sentados en vez de dársela empaquetada para llevar, para preservar de ese modo la dignidad de los pobres. Son atrevidos y creativos: trabajan también por la gente de El Salvador, Mozambique, África del Sur y Albania. Son emprendedores: dirigen una jornada por la paz, cada año en un país diferente, siguiendo el modelo del Papa en Asís. Últimamente fueron los principales negociadores de un tratado de paz en Mozambique, ya que sólo ellos habían ganado la confianza de la guerrilla. Son de carácter ecuménico: Desmond Tutu viene a verlos; nos piden dar techo y desayuno a algunos de sus huéspedes en nuestra casa generalicia, entre los cuales hemos albergado musulmanes de turbante y fumando cigarros, un sacerdote de Albania que fue prisionero de los comunistas durante más de 30 años, y un obispo ortodoxo armenio de Estambul.
La mayoría de los nuevos grupos y congregaciones tienen una pasión parecida por la misión mundial. El movimiento neocatecumenal ha enviado a individuos y a veces a familias enteras como misioneros itinerantes a países extranjeros, por Europa oriental y occidental. En comparación con ellos ¿cómo nos vemos a nosotros mismos y a nuestras congregaciones? ¿Es el nuestro un celo capaz de proclamar el sentido de la Resurrección de Cristo por todo el mundo? ¿O estamos encerrados colectivamente en nuestro trabajo, en nuestra provincia, o ideológicamente, en nuestra propia liberación, o en una causa exclusivamente secular? ¿No necesitamos un cambio de objetivo, un nuevo arrojo para respirar aire puro, una mayor solidaridad dentro de la congregación en su conjunto, un sentido de la aventura auténticamente cristiana que abarca tanto este mundo como el mundo del futuro?
Breve juicio sobre los nuevos fenómenos
Si mi análisis de las causas por las que los nuevos movimientos resultan atrayentes es correcto, ¿cómo podríamos evaluarlo? Algunos se sienten molestos por dos características, cuando menos, en la sicología de los candidatos que se afilian a los nuevos movimientos: en primer lugar, su inclinación por un tipo de piedad explícito y afectivo (que los franceses llaman “intimiste”), y en segundo lugar, su atracción hacia una comunidad muy estructurada, potencialmente represiva. Por eso se ha planteado la pregunta: los jóvenes que se agregan a estas congregaciones y movimientos ¿no están demasiado centrados en sí mismos y atraídos más por un Jesús que contempla al Padre que por un Jesús que actúa entre los pobres? ¿No se deberá su atracción por comunidades fuertemente unidas con fines claramente religiosos, a que necesitan certidumbre y seguridades? Mí respuesta a estas dos preguntas es: sí, los jóvenes pueden, con cierta verdad, ser descritos en estos términos. Pero queda por responder la siguiente pregunta: esta situación de estar centrados en sí mismos y su necesidad de seguridad ¿es algo neurótico o es algo legítimo?
Dos monjes de Taizé me han contado que muchos jóvenes vienen a sentarse en el suelo para orar y platicar con ellos, principalmente por que se sienten abandonados -abandonados por adultos demasiado inmersos en sus carreras. Recientes estudios norteamericanos y británicos están mostrando que, contrariamente a lo que había afirmado toda una literatura anterior, los hijos de las parejas divorciadas están dañados, y que este daño se sigue manifestando progresivamente y puede afectar todo el curso de la vida(6). Más que abandonados, los jóvenes de hoy están a la deriva, ya que se han formado en culturas que no se preocupan de responder a sus preguntas sobre el sentido de la vida. Estos jóvenes andan en busca de puntos de referencia filosóficos, de fe, de compañía en la fe. Sufren más de lo que pensamos, y buscan un analgésico para su mal.
Los jóvenes, actualmente, no preguntan en primer lugar: ''¿Dónde se vive el Evangelio?" o "¿Qué grupo hace de veras algo importante por los pobres y necesitados?" A menos que reconozcamos que los jóvenes de hoy son individualistas de carácter y poco instruidos en materia religiosa no estamos viviendo en el mundo real. No son lo suficientemente altruistas para preguntar de inmediato sobre las necesidades de los demás, ni lo suficientemente religiosos para preguntar dónde se vive de veras el Evangelio. Como saben tan poco de religión y de Escritura, estas preguntas les son ajenas. Lo que sienten es una ausencia dolorosa, un vacío en sí mismos, y buscan algo que alivie su dolor y llene su vacío. Por eso asisten a experiencias y acontecimientos como las vigilias con el Papa en Denver o en la plaza de San Pedro, que les llegan tanto a los jóvenes. Por eso los evangélicos son tan eficaces cuando les hablan de ser invadidos por una experiencia de Jesús, de ofrecer la vida totalmente a un poder superior. Los jóvenes de hoy no son malos, pero tampoco santos. Son consumidores y tienden a ensimismarse, a ocuparse de sí mismos. Aprendieron a querer tenerlo todo, han tratado de tenerlo y han comprobado que les falta algo.
Quienes rechazan estas necesidades juveniles ignoran cuánto ha cambiado la niñez. Los muchachos que salen de esos tiempos de infancia acaso necesiten experimentar una religión de consuelo antes de poder acceder a una religión de servicio. Acaso necesiten pasar por un periodo individualista del "yo y Dios" antes de sentirse seguros. Acaso necesiten un fuerte apoyo comunitario durante toda su vida. No debemos proyectar en ellos la necesidad de libertad que tuvo nuestra generación reprimida. Debemos tomarlos como son.
En otros tiempos pasados, las vocaciones procedían de una sub-cultura profundamente religiosa. Los jóvenes, educados en ghettos de inmigrantes o en familias muy católicas seguían educándose rodeados de símbolos y prácticas cristianas que les servían de apoyo para su fe. Cuando desapareció el ghetto y se debilitaron las familias por la acción de un creciente secularismo, las vocaciones disminuyeron a cero. Ahora, como reacción subconsciente, “los movimientos religiosos seglares han florecido en Europa e incluso en Norteamérica para llenar ese vacío”. Estos movimientos son las nuevas estructuras, las nuevas sub-culturas que introducen a los jóvenes en la fe y sostienen a los hijos de la secularización. Les proporcionan el lugar de encuentro que tanto desean los jóvenes.
El paradigma del vuelco hacia la espiritualidad
Voy a ir más lejos. Creo que estos movimientos y este nuevo tipo de vocación son parte de un cambio global en la cultura actual. Rosemary Haughton ya tenía conciencia de ello hace ocho años cuando nos hablaba a un grupo de profesores que solíamos reunirnos a debatir temas en la casa provincial de los Maristas al lado del Boston College. En ese entonces yo no alcanzaba a advertir el cambio al que ella se refería. Hoy estoy sinceramente convencido. Incluso en ambientes no religiosos hay signos de que la cultura actual de Occidente se está alejando de la óptica positivista e individualista, que fragmenta (“más allá del modelo liberal”) hacia una visión más global, que podemos llamar "espiritual", de la sociedad y de la ciencia. Empleo aquí el término "espiritual" en un sentido neutro: puede ser secular (sin fe en Dios) o teísta. Quiero decir que, incluso los hombres de estudio y científicos, en reacción contra el atomismo y el positivismo científico procedente de Descartes y Galileo, comienzan a contemplar al mundo como interconectado, entretejido en un diseño mayor.
Este vuelco hacia lo ‘espiritual’ es un fenómeno evidente en los grupos del New Age con su fe en la reencarnación y el sincretismo de una seudo-ciencia con elementos religiosos exóticos. Este fenómeno es también evidente entre algunos adherentes del movimiento ecológico que consideran a la tierra como una especie de organismo unificado, a veces llamado Gaia, que tiene poderes de regeneración semejantes a los de nuestro sistema inmunológico. Se manifiesta en la medicina holistica (medicina de enfoque global) donde el cuerpo ya no es considerado como un costal de partes desechables, sino como una unidad física y ''espiritual". Se comprueba en algunas formas de feminismo que van más allá de una mera lucha por compartir el poder masculino, definiendo el éxito femenino de forma diferente al éxito masculino y, que de esa manera, fomentan nuevos valores y nuevos modos de ver el mundo. Hay un nuevo deseo de recogimiento y contemplación, de sacralidad, de contacto con Dios. “El profundo mensaje divino dentro del hombre puede ser sepultado y desfigurado”, dice el cardenal Ratzinger, “pero una y otra vez irrumpe y se abre por sí mismo un camino”.
Lo mismo se advierte en el hecho de que está apareciendo una crítica cultural que apunta tanto al liberalismo económico de los republicanos como al liberalismo cultural de los demócratas. Considera a estas dos corrientes como extremos que nos han dejado en el pantano del consumismo y del hiper-individualismo. Según esta visión crítica, la causa principal de los problemas sociales y económicos tiene sus raíces en la debilidad cultural, la cual, a su vez, se debe sobre todo al ridículo al que la sociedad ha sometido a las virtudes cívicas tales como la diligencia, la frugalidad, la sobriedad, la autodisciplina y el aplazamiento de la gratificación(8). En la estela del laissez-faire económico y cultural, con palabras de Newsweek, hemos experimentado “una explosión del abuso infantil, el crimen, las dificultades en el estudio, la dependencia del seguro social, y la patología que Ud. quiera añadir”. El artículo prosigue diciendo que “el vigorosísimo subtext de la campaña presidencial (era) que ambas posturas indulgentes habían completado su ciclo”. Existe la persistente sensación de que “la ilimitada libertad personal y el triunfante materialismo sólo acarrean hambres peores y noches más desoladas” (9).
Mary Ann Glendon, de Harvard, critica el actual discurso sobre los ‘derechos’ como “una fuerza divisora, inútil para manejarse dentro de la red cada vez más intrincada de relaciones de interdependencia que entrelaza a las personas entre sí y con el medio ambiente natural”. Existe un movimiento comunitario bastante crítico respecto del excesivo ‘libertarianismo’ en filosofía social. Sus abogados son Glendon y Sandel de Harvard, también Amitai Etzioni, Alasdair MacIntyre, Stanley Hauerwas y David Hollenbach, s.j. Este movimiento va en busca de una nueva definición de la libertad, no como una autonomía ilimitada y arbitraria, sino como un enriquecimiento que resulta de abrazar, en comunidad, la responsabilidad mutua.
Glendon opina que los estudiosos del derecho europeos, aunque lejos de ser perfectos, emplean una óptica más rica de los “derechos”, derivada no de Locke, sino de Rousseau y de Hegel. En la legislación francesa y alemana se considera el desarrollo humano como “el esfuerzo del individuo por trascender más allá de sí mismo”. Los derechos son posibilidades positivas y no, como en Norteamérica, libertades negativas (no ser impedido). Según Glendon, la socialidad que falta en el discurso norteamericano sobre los derechos no se puede lograr primariamente por esfuerzo del gobierno. El “tejido delicado” de una sociedad civil que está compuesto por familias, vecindades, escuelas, equipos en el lugar de trabajo, sindicatos, iglesias, etc., es tan importante para el desarrollo de la personalidad como la comunidad política.
A los nuevos movimientos católicos y a los nuevos seminaristas se los puede entender como parte de este patrón más amplio, de este cambio cultural paradigmático. Algunos jóvenes ya están abandonando la conciencia lockeana. Se juntan a grupos que les ofrecen una visión interconectada de las cosas y un camino hacia la perfección; grupos en donde se llega a encontrar la fuente del propio valor y de la unidad interior en una conciencia del amor de Dios. Si Dios me creó y cuida de mí, ya no soy un simple fragmento, sino una persona completa, un protagonista, alguien sobre quien se puede contar una historia. Si Dios es real, también yo soy real. Puedo tener una vocación, -con Samuel puedo decir: "Aquí estoy, Señor".
Integración de la consagración y la misión
Si tuviera que decir, en una sola frase, por qué los nuevos grupos atraen a los jóvenes, diría: porque estos grupos recalcan el “ser” tanto como el “hacer”, la consagración tanto como la misión, tanto la fe como las obras. Los jóvenes son partidarios de los grupos cuya vida y misión está conformada por una consciente consagración al Señor en términos de un espíritu y carisma distintivos.
En un mundo secularizado existe una tensión entre consagración y misión, hay una tentación ya sea de retirarse en una consagración entendida en sentido fundamentalista, ya sea de saltearse la consagración y correr a la misión. Esta última ha sido la gran tentación de la vida religiosa euro-americana, en el sentido de que la mayor parte de los religiosos aplauden intelectualmente cuando sus líderes hablan de ser imaginativos e innovadores, de establecer criterios para discernir los apostolados auténticamente misioneros, o cambiar de lugar en lugar -aunque después no muevan ni un dedo.
En otras palabras, la tentación está en definir la vida religiosa en términos de función. La distinción, invocada hoy abusivamente, entre “Mantenimiento” y “Misión” es insuficiente, porque se mantiene dentro de un concepto de vida religiosa considerada principalmente como función. Nos empuja a elegir un tipo de función (misión) por encima de otro tipo de función (mantenimiento). Pero nuestro problema hoy, emerge sólo secundariamente, de la opción acerca de lo que hemos de hacer (función). Nuestro problema, más básicamente, es el de rescatar, con fuerza e inventiva, lo que somos (identidad o consagración). Nos resulta difícil hablar de nosotros mismos en términos de una consagración especial, porque tenemos miedo de que los religiosos sean colocados, otra vez, por encima de los seglares. Preferimos quedarnos en una postura del siguiente tipo: “Todos hemos sido consagrados por el bautismo y no hay consagración especial en la vida religiosa”. En consecuencia, tratamos de definir la diferencia existente entre religiosos y laicos a partir de diferencias funcionales.
Pero distinguirlos sobre este fundamento es difícil, porque a menudo laicos y religiosos comparten las mismas funciones. El verdadero sentido de la vida religiosa resulta así trivializado y esto hace que los jóvenes se pregunten: “¿cuál es la diferencia, entonces?” o “¿por qué unirme a ustedes?” Desean no solamente una invitación a una aventura sino a una aventura concretamente religiosa. Se sienten atraídos a una vida que esté consagrada a reproducir más literalmente la vida y el misterio de Cristo. ¿No sería mejor decir que la vida religiosa participa de la consagración bautismal, que es una expresión de esa misma consagración, pero de tipo especial? Como religiosos, vivimos dentro de la dimensión cristiana como todos los bautizados, pero, a diferencia de ellos, nosotros los religiosos optamos por que esta dimensión cristiana sea nuestra verdadera ‘carrera’; la nuestra es una consagración, una dedicación a vivir la vida de Cristo de modo más literal, al modo de los apóstoles. Supone dejar de lado familia, sexualidad, poder económico y carrera en el mundo, -y reorientarnos cuando nos hemos descarriado. Esta consagración especial, basada en el bautismo, es lo que da a nuestra vida y misión su especial identidad y carácter.
Signos de esperanza para el futuro
Hasta aquí hemos considerado analíticamente el presente. Permítaseme ahora dar una vuelta alrededor del mundo que conozco y señalar algunos signos de esperanza para el futuro. En 1965 en Francia había 450 Maristas. Ahora han bajado a unos 160 y desde hace años no tienen novicios. Su edad promedio es de 71 años. Pero, inesperadamente, se ha levantado en el 104 de la calle Vaugirard de París una comunidad de discernimiento vocacional, donde residen siete jóvenes interesados en la vocación religiosa. Viven vida común, trabajan o van a estudiar, tienen su director espiritual, cocinan por turnos, viven una vida de oración estructurada, tienen diálogos comunitarios, etc. Un candidato ha decidido entrar a un Monasterio, otro al noviciado marista. Todos ellos tienden a ser piadosos (intimistes), en el sentido de los años anteriores a los 60, y ponen nerviosos a los Maristas franceses al estilo de los años 60. Por otro lado hay una nueva esperanza. Por fin los franceses están admitiendo que el retorno a la religión en Francia es un hecho, y se dan cuenta de que las nuevas congregaciones y los nuevos movimientos tienen algo que decir: se atreven nuevamente a invitar directa y explícitamente a posibles candidatos para que entren en la Sociedad de María.
Algo nuevo surge también en Italia. Capuchinos y Maristas han decidido recibir postulantes procedentes del movimiento neocatecumenal. Kiko Argüello, fundador del neocatecumenado, dice que tiene cientos de jóvenes esperando para entrar a la vida religiosa, y continúa diciendo: “Serán cristianos formados”. Ha empezado el experimento y no ha sido fácil debido al choque de estilos y espiritualidad. Al menos ha habido dos resultados positivos: las provincias receptoras se han visto obligadas a fortalecer los programas de formación inicial marista y, a causa de la confrontación de espiritualidades, los seminaristas han debido reflexionar sobre el sentido de la vocación a una concreta congregación religiosa con una intensidad nunca antes vista.
La congregación del Santísimo Sacramento, sorprendentemente, está gozando en Holanda de un significativo renacer de vocaciones, procedente la mayoría del movimiento de los Focolari. ¿Cómo lo han logrado? Estableciendo dos comunidades según el modelo de las intuiciones primitivas del fundador, tanto en el espíritu como en la estructura. En ambas comunidades, se señala un tiempo diario para la adoración de la Eucaristía, considerada por la comunidad como la fuente de donde brota el cuidado diligente y la ayuda mutua entre sus miembros. En la primera de estas comunidades un compañero estaba a punto de morir y ofreció sus sufrimientos por las vocaciones. Un candidato fue admitido como novicio en la comunidad, uniéndose al cuidado de aquel hombre moribundo. Los miembros de la comunidad se reunían frecuentemente para compartir sus gozos y dificultades así como sus intuiciones espirituales. Llegaron dos candidatos más y al año siguiente otros dos, y se quedaron porque encontraron una comunidad real unida por la Eucaristía. La otra comunidad se hizo cargo de una iglesia en el centro de Amsterdam. También aquí, a la misa de cada día sigue una hora de adoración. Según el provincial, hay ahora ocho candidatos en esa comunidad y cada semana se acercan jóvenes preguntando por la vida religiosa, la mayoría procedentes del movimiento de los Focolari. Una comunidad auténtica en el sentido de ser fiel a los orígenes en espíritu y estructura –lo cual es el medio principal de presentar un carisma y una vocación hoy.
En ambos experimentos, con los focolarini en Holanda y con el neocatecumenado en Italia, hay un problema fundamental, que el P. Anthony Sweeney, anterior superior general del Santísimo Sacramento, llama "doble pertenencia” o "doble lealtad". Los candidatos que llegan de estos movimientos laicos han experimentado allí su primer despertar a la presencia de Cristo. Es natural, entonces, que estén apegados al espíritu y a las formas del movimiento original. ¿Se podrá injertar el espíritu de estos grupos en el carisma de la comunidad receptora de modo que este carisma constituya la identidad fundamental? La pregunta tiene su importancia y el problema puede hacerse insoluble. Por otro lado, a lo largo de los años se han hecho realidad ricos carismas religiosos capaces de recibir a gente de muchas partes del espectro cultural y espiritual. Todavía es prematuro juzgar si el injerto podrá lograrse. Debemos proceder con gran honestidad y trasparencia; si es imposible, tendremos que admitirlo, sencillamente.
Sea cual fuere el resultado de estos experimentos, mucho se puede aprender de estos nuevos grupos. El salesiano italiano Giorgio Zevini ha concluido, del estudio de estos movimientos, que las congregaciones religiosas deberían restablecer, dentro de sus programas de formación inicial y permanente, algunos pasos o etapas, claras y definidas, porque son cosa atrayente y necesaria para la juventud de hoy. El P. Zevini está intensamente empeñado en desarrollar un modelo precisamente según este programa de formación. El P. Mauro Filippucci, Asistente General Marista, ha explicado la fuerza de estos movimientos en estos términos: “Nosotros tenemos un espíritu o carisma pero ellos tienen una metodología”. Con esto quería decir que ellos subrayan un conjunto de prácticas o pasos para inculcar su espíritu en los individuos y en el grupo, y que en el mundo amorfo de hoy, eso es lo que desea la gente. Hay cada vez más religiosos que se preguntan qué metodología adoptar para trasmitir su carisma y su espiritualidad al corazón y a la cabeza de otros jóvenes. Éstos, más que oír hablar del carisma fundacional, lo que quieren es experimentarlo. Quieren que esto sea el núcleo de su crecimiento espiritual como personas y como comunidad. ¿No valdría la pena introducir en nuestros programas de formación y en nuestras comunidades algunos métodos que emplean con éxito los nuevos grupos? ¿No podríamos adoptar la scrutatio sobre las Escrituras que se hace en el neocatecumenado y en otros grupos? ¿No podríamos tener una celebración de dichos básicos del fundador, donde se lea un texto, luego los lugares paralelos, todo eso seguido por unos momentos de silencioso recogimiento, por un eco autobiográfico compartido por algunos miembros, poniendo en común la resonancia que el texto cobra en sus vidas, y finalizando con una presentación, más académica, a cargo de un experto? ¿No necesitaríamos trazar pasos claros o etapas de crecimiento común en la vida espiritual, planificar metas espirituales concretas y sugerir medios para alcanzarlas?
Hemos hablado durante mucho tiempo de renovación y refundación de la vida religiosa, pero ¿no son ya, ambos conceptos, algo anticuado? ¿No habría que pasar ahora a hablar de otro concepto que exige mucha valentía sólo el mencionarlo: un tiempo de reforma en el sentido carmelita de la palabra -reforma de los corazones conforme al espíritu original de nuestros fundadores, de modo que también nosotros podamos decir nuevamente: “La comunidad es mi vida”? ¿No tenemos que reformar a la congregación, cuerpo social, de modo que ya no esté totalmente de-construida, des-estructurada, sino que siga siendo una entidad social religiosa con la capacidad de dar fuerza y edificar a cada uno de sus miembros, y de anunciar, con autoridad y poder, a Cristo al mundo? Reformar significa un retorno a las fuentes, a los orígenes; significa examinarnos a su luz para recobrar lo que hizo de los primeros miembros un corps, una comunidad intencional, una asociación con un objetivo tan fuerte que el grupo se sintió con la libertad de imponer exigencias a los individuos. Esto quiere decir, revivir la ardua espiritualidad que caracterizó la vida de nuestros fundadores y que hizo de su tiempo un tiempo de santos.
Tenemos que preguntarnos si, en nuestro afán de aggiornamento, junto con todo lo bueno que se ha hecho, no hemos asimilado, con la mejor intención del mundo, un conjunto de postulados, no evangélicos, que impregnan la moderna cultura euro-americana. Todo esto lo conozco por mi experiencia de las congregaciones religiosas: allí donde las provincias y los programas de formación se han super-politizado o super-sicologizado, o donde se ha achatado la escatología para hacerla entrar en horizontes puramente terrenos, esas congregaciones han tendido a vaciarse. (Esto hay que entenderlo bien. No estoy criticando aquí ni la sociología, ni la política ni la sicología en cuanto tales, sino los presupuestos culturales que suelen llevar consigo). Cuando en estas provincias las autoridades han regresado a enfoques más clásicos en teología, ministerio pastoral y formación, han vuelto a llenarse de nuevo los seminarios. Si estamos interesados en la sicología, ésta debe ser una sicología con raíces evangélicas. Si estamos interesados en la justicia y la paz, esto debe expresarse en un movimiento religioso de paz y justicia. El P. Herman Wijtten, encargado de Paz y Justicia por la Sociedad del Verbo Divino, ha criticado los esfuerzos de paz y justicia de algunos religiosos por limitarse demasiado a lo secular y faltarles una visión religiosa. Avery Dulles, dirigiéndose a una asamblea de jesuitas en Georgetown, dijo que los jesuitas necesitaban "una corrección del rumbo" respecto del que habían tomado a partir del decreto Nuestra Misión hoy, de la Congregación 32, la cual manifestaba el puesto central del tema de fe y justicia.
También yo creo que necesitamos una corrección, a mitad de carrera, de los rumbos que tomó la renovación de la vida religiosa desde el Vaticano II. Los jóvenes nos están diciendo que algo ha ido mal con algunas formas de vida religiosa. Lo hacen alejándose por bandadas o manteniéndose alejados en masa. Parte de su mensaje, así lo creo, es que las agrupaciones religiosas tal vez han vaciado el corazón religioso de las cosas de tal manera, que no se ha conservado el equilibrio. En cambio, los jóvenes se sienten atraídos por los que les invitan a amar a Dios porque Dios nos ha amado, y a abrazar sin vergüenza alguna una identidad religiosa explícita y clásica. Se sienten arrastrados hacia una vida de comunidad vigorosa, que no rehuya las prácticas rituales y comunes. Su horizonte de visión se abre a una evangelización universal para la cual saben que necesitan ser formados y templados. Desean formar parte de un grupo que cuide su “ser” tanto como su “hacer”, su consagración tanto como su misión. Quieren el ejemplo y la edificación de sus hermanos y hermanas. Piensan que las caídas y defecciones, a veces escandalosas de sacerdotes y religiosos, de cuyas noticias están llenos los medios de comunicación, no son tan sólo fracasos individuales, sino un fracaso cultural, nuestro fracaso como grupo. No sienten ningún deseo de formar parte de una tribu que asfixia al individuo, pero tampoco quieren ser una colección de átomos.
No podemos invitar a los jóvenes a unirse a una causa meramente humanista cuando están buscando ansiosamente una respuesta al sentido de la vida en Jesús resucitado. No podemos ofrecerles una vida de individuos desconectados entre sí, cuando ellos sienten hambre de una comunidad intensa. No podemos injertarlos en un grupo cuyo espíritu está paralizado o es demasiado secular, cuando ellos tienen ansias de sacudir al mundo con la contra-cultura del Evangelio.
EPILOGO
En el corazón de la vida religiosa está la fe, la fe entendida no de modo intelectual como la recitación de un credo, sino la fe como confianza, como entrega, como cálido apego a Dios. La fe es la experiencia de que Dios está presente en mi vida y actúa en ella. Por la fe siento que tengo una vida espiritual al igual que una vida corporal, una vida que puede crecer y desarrollarse y cuyo alimento es la oración. Por la oración crezco en fuerza, convencido de que Dios está ahí, de que Él me ama sin condiciones y me llama, cualquiera que sea la ruta que tome mi vida, a ser como Él es. Este sentido de vida espiritual estaba especialmente presente durante nuestro noviciado -dulce y ardiente, pero efímero- como todo primer amor. Con el pasar del tiempo nos envolvió el tumulto deleitable de la vida, y nos dejamos ir en las cosas. Sólo cuando nos hicimos mayores, y después de caer y levantarnos muchas veces, el sentido de una vida llena de fe regresó amablemente, más sosegado ahora, más profundo, más firme, más fuerte. En algunas vidas, el sentido de la fe regresa bruscamente como rompiendo barreras, como una inspiración que hemos estado bloqueando inconscientemente. De pronto Dios se muestra de nuevo, como el sol a través de la niebla matinal. El regreso de la fe trasforma al mundo y nuestro quehacer, y el modo como lo consideramos. Es un presente del cielo en la tierra y de la feliz visión del Dios de la promesa. Puede hacernos pensar que la vida religiosa, a pesar de todas sus dificultades y penosos cuestionamientos, es -en cierto sentido- una aventura y que puede ser hermosa.